sábado, 16 de noviembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO ES LIBRE EN LOS PATIOS DE LAS CASAS





Querida Mariana: ¿te cuento un cuento? Ahora, los cuentos están de moda. El Premio Nobel de Literatura de este año se lo concedieron a Alice Munro, escritora Canadiense que escribe relatos cortos (bueno, ni tan cortos, porque sus cuentos son de diez a veinte cuartillas, o más, pero son muy bellos e intensos). En cada uno de sus cuentitos está concentrada la vida. A mí me da la impresión de que ella elije el instante de una persona o de un grupo de personas, como si tomara una fotografía, y a partir de ahí comienza a llenar los huecos. Imaginá que hay una mujer en la cocina preparando la cena para sus hijos; imaginá que los hijos son dos, una niña y un niño; que estudian en la Matías (bueno, ahora no estudian porque el magisterio anda en paro). Imaginá que en ese instante entra su esposo que labora en una farmacia, deja el suéter sobre el sofá de la sala, grita ¡ya llegué!, y va a la recámara donde sus hijos juegan un videojuego. Imaginá que la escritora cuenta la historia de la mamá de la mujer de la cocina, quien fue mesera en un restaurante en San Cristóbal de Las Casas, ubicado en la Calle Real de Guadalupe; ahí la mamá conoció a un hombre de treinta y dos años que la llevó a conocer Arriaga. Ella, la mesera tenía apenas catorce años, pero ya no era virgen, porque una noche… ¿Mirás más o menos cómo la escritora va llenando los huecos hasta que al final de la lectura tenemos una gran historia a partir de una simple postal? Claro, la Munro todo lo describe con una maestría sin igual. Por esto, todo mundo coincide que hay que leer a la Munro. Enrique remedaba al padre Eugenio (quien hace poco falleció). Enrique decía que, en su sermón, el padre era limitado en recursos de oratoria y se concretaba a decir: “Lean la Biblia, lean la Biblia, porque leer la Biblia es bueno para el espíritu, así que siempre lean la Biblia, la Biblia”, y así se pasaba los quince minutos del sermón. Pues, bueno, ahora en la contraportada del librincillo de la Munro que compré la semana pasada viene una sugerencia de Jonathan Franzen que dice: “¡Lean a Munro! ¡Lean a Munro!”.
¿Te cuento un cuento o te cuento cómo conseguí el libro de la Munro? ¿El cuento? Bueno, te contaré un cuentito que me contaba mi tía Emelina, quien fue una mujer que me amó y cuando llegaba a casa, desde la ciudad de México, me traía libros de regalo. ¡Ah, cómo agradezco que mi tía tomara este objeto como un objeto para obsequiar a los sobrinos! Ahora, las tías generosas regalan videojuegos a sus sobrinos. Tal vez, dentro de veinte años, estos sobrinos recuerden a sus tías con el mismo cariño con que yo recuerdo a mi tía Eme.
Mi tía me contaba el cuento de una niña tímida, tan tímida como una esquina de barrio lleno de tianguis en las calles. La niña siempre vestía un mandilito que su abuela le había tejido. Se podía decir que la abuela era la única persona que toleraba estar con ella, porque la niña casi no platicaba. Se sentaba en el piso, al lado de la abuela, y la miraba coser, horas y horas. Tal vez por esto a la abuela le gustaba estar con la niña. Si la abuela preguntaba algo, la niña contestaba con pocas palabras y volvía a quedar en silencio, viendo tejer a la abuela. Otra cosa que a la niña le gustaba hacer era ver libros con ilustraciones de animales. Mientras la abuela cosía, la niña ponía un libro en sus piernas y pasaba una a una las hojas. Le gustaba mucho ver animalitos: tigres, panteras, elefantes, camellos, alces, venados. En fin, le encantaban todos los animales. La abuela decía que ella habría sido feliz en el Arca de Noé. ¡Mentira, no le encantaban todos los animales! Había uno que no le gustaba: ¡el oso! Esto era así, porque una vez vio un libro de cuentos que tenía ilustraciones y en una de éstas vio a un Oso Gris, enorme, tan enorme como un árbol de esos que se llaman secuoyas, que tenía a un niño atrapado entre sus garras, el niño tenía una cara de espanto y en su pecho aparecía una rosa de sangre de donde salía un hilo también rojo que le provocaba dolor. Sí, el niño sufría. A la niña el dolor no le gustaba. Cuando le dolía la cabeza iba con la abuela y le pedía por favor que le curara ese dolor intenso, por favor, abuelita -decía- que yo sea como una nube, porque miro que las nubes no sufren, no les duele la cabeza.
Juan, primo de la niña, era un niño tremendo, un niño jodón. Era el niño más jodón de la escuela y, por su naturaleza jodona, jodía también a su prima, siempre le jalaba la cola del cabello, le desanudaba el mandilito y se lo ponía como chal sobre la cabeza y remedaba a la abuela. Se inclinaba y movía la mano como si llevara bastón y decía el dicho que la abuela le repetía a cada rato: “¡Ay, Juanito!, ¿qué voy a hacer contigo?”. Juan reía cada vez que lo hacía. Esto enojaba a la niña, pero nada decía. Una tarde, la niña fue al patio con su abuela y cortó una flor, una flor sencilla, con pétalos como lenguas de gatos. La flor era tan bonita que ella pensó que era como la sonrisa de un gato. Era tan diferente a la línea amarga que su mamá tenía pegada a la cara las tardes que, de vez en vez, llegaba a casa. Esa tarde la niña se atrevió a hablar un poco más y dijo a la abuela, mientras el viento acariciaba sus rostros, que esa flor era como la sonrisa de un gato. “Ah, qué boba sos”, dijo Juan, quien estaba trepado en el árbol de durazno. “Las flores son sólo flores, muda”, volvió a decir, mientras bajaba del árbol, porque ya la abuela había tomado dos piedras del suelo y las aventaba al niño.
La niña se puso triste, tan triste que a la flor la contagió de su tristeza y ella se cerró. La niña pensó que ahora la flor tenía un gesto como la mueca que tienen los perros que viven en las azoteas, que se asolean de más, que tienen frío de más, que les llueve de más. Odió a Juan. Sabía que el odio no era bueno, pero lo odió mucho, mucho. Si un genio se le apareciera y le concediera un deseo ella no pediría que su mamá fuera buena o que su abuela viviera para siempre. Tampoco pediría arcones llenos de oro. Ella supo que pediría que a Juan le pasara algo que lo convirtiera en un ciego, para que, por el resto de su vida, viviera en medio de la oscuridad. Tuvo miedo, miedo de su pensamiento y pidió a Dios que le evitara el odio, pero el odio seguía ahí, como polluelo en nido, como brasa en medio del fogón.
Estaba tan triste que la abuela, contra su costumbre, la llamó, la sentó en su regazo y le dijo que no se preocupara, que Juan era un molestoso. Así lo dijo: “Juan es un molestoso”, pero la niña, en medio del hipo de su llanto, no alcanzó a escuchar bien la última palabra y ella oyó: “Juan es un oso”. ¡Un oso, Dios mío, el animal más odiado por ella! Entendió entonces porque odiaba tanto a su primo. “¿Es verdad lo que dices, Abuela?, preguntó la niña, con carita de juncia seca. “¡Claro, hija, claro! ¿Cuándo te he mentido?”. La abuela tenía razón, no sabía que la niña había confundido la última palabra. La abuela tenía razón, jamás le había mentido a su nieta, ni siquiera cuando fue necesario responder a la pregunta de por qué vivía con ella y no con su mamá.
¡Así que Juan era un oso! Y entonces la niña cerró los ojos, llena de terror, pero un segundo después los abrió, porque la única imagen que tenía en su cerebro era la del Oso Gris que, en medio de un bosque de árboles gigantescos, apretaba contra su pecho al pobre niño que reflejaba en sus ojos el mismo temor que ella. Entonces la niña corrió a su habitación y se tiró boca abajo sobre la cama, intentó recordar qué había sucedido con la historia del oso y del niño. Poco a poco la luz de la memoria se prendió en su mente. Recordó que un hombre oyó la petición de auxilio del niño que se retorcía como culebra en medio de las garras. El hombre vio al oso y tomó una rama del suelo, subió a una enorme roca y desde ahí, como si fuese un rayo enfilado contra una torre de iglesia, soltó dos puyazos, tan certeros, que fueron a dar a los ojos del animal. ¡El oso quedó ciego! El dolor fue tan intenso que el animal abrió los brazos y soltó a su presa. El hombre corrió, abrazó al niño y corrió más, con rumbo a la cabaña del guardia del bosque. La niña recordó que el cuento terminaba de manera muy bonita, porque el oso ciego ya no podía hacer daño a alguien. Los niños, en las mañanas llegaban al territorio del oso y lo rodeaban y con palos lo azuzaban. El animal daba vueltas al derredor sin poder hacer algo. Sus garras las extendía como lienzos al viento, como si jugara el juego de la gallinita ciega, el juego del oso ciego. El animal se cansaba y se rendía. Se tiraba al piso, mientras los niños tomaban piedras del piso y lo lapidaban. La imagen era dramática y cruel, pero la niña sonrió. Era bueno que un animal tan malo, casi tan malo como Juan, ya no pudiera seguir jodiendo a los niños. Ah, pensó la niña, si el Juan oso sufriera un castigo similar. Ah, si esto fuera posible.
Querida Mariana: ¿Te cuento el final del cuentito que me contaba mi tía o te cuento cómo adquirí el libro de la Munro? Te cuento esto último, mejor. Vos sabés que soy un snob. En cuanto sé quién es merecedor del Premio Nobel de Literatura entro a la librería virtual de Gandhi, busco y solicito libros. Este año no fue la excepción, en cuanto en el facebook me enteré de que la Munro había ganado ¡busqué sus libros! Hallé ¡cuatro libros! ¡Maravilloso! Estaba a punto de hacer el pedido cuando miré que los libros estaban en inglés. ¡Dios mío, con qué trabajos hablo español! Entré a la librería virtual de El Sótano y, ya con la frustración, tuve cuidado en revisar la oferta, porque, igual que en la librería anterior, acá también había cuatro títulos disponibles. ¡Sí, ahora sí estaban en español! ¡Bendito idioma! Estaba a punto de hacer el pedido cuando vi (¡No, Señor mío! ¿Por qué este castigo?) que los libros estaban disponibles sólo en versión digital. ¡Tampoco podía pedirlos porque no tengo un lector de libros digitales! Ah, si yo hubiese tenido un e-reader habría bastado hacer el pedido para que cinco minutos después, hecho el cobro en la tarjeta, hubiese descargado los cuatro libros en mi hipotético chunche electrónico. Pero, por no tener ese chunche no podía leer a la Munro.
Ahora pienso que debo comprar un lector electrónico de libros digitales. Pienso que es maravillosa la posibilidad de comprar libros en cualquier parte del mundo, desde cualquier parte del mundo, y quince o veinte minutos después descargarlos en el chunche y poder leerlos de inmediato. Mariana de mi vida, estos tiempos son sensacionales, pero a los viejos nos cuesta trabajo entenderlos.
Por ejemplo, ahora que te escribo esta carta me doy cuenta que se acabó el papel. Ah, si yo hubiese escrito esta carta en un procesador de textos digitales me podría extender mucho, mucho, pero ahora resulta que debo concluir y pienso que ya no te conté más cosas, ya no dije todo lo que deseaba contarte. ¿Me perdonás? Ahora es de madrugada, son las cuatro con treinta y ocho minutos de la mañana y no puedo salir a la calle a buscar una hoja de papel. A esta hora, mi niña bonita, las papelerías no están abiertas. Además, vos lo sabés, me da temor caminar por las calles de mi pueblo a estas horas tan a deshoras. Antes no era así. Antes caminaba feliz a las diez u once de la noche o a las tres o cuatro de la madrugada. Ahora camino con cierto temor apenas se consume la luz del día. Por todos lados veo sombras que asoman en cualquier esquina y parecen desparramarse sobre la banqueta, sobre la calle, sobre mí. Casi casi, pienso, debo sentir lo mismo que sentía la niña del cuento cada vez que pensaba en la imagen del Oso Gris sosteniendo entre sus garras al niño que, indefenso, frágil, no podía hacer más para liberarse.
Sé que debo acostumbrarme a estos tiempos. Mis compañeros de trabajo reciben mensajes por “watsap”, mi celular es tan viejo que no permite este tipo de mensajes; mis compañeros de trabajo escriben las indicaciones superiores en un bloc de notas de sus Ipads. A mí no me queda más que escribir tales indicaciones en tarjetitas que luego coloco en la bolsa de mi camisa y terminan todas húmedas por el sudor, mismo que provoca que luego ya no entienda lo que escribí.

Posdata: ¿cómo le hago para alcanzar a ustedes en esta carrera tecnológica? ¿Cómo le hago para colocarme un par de tenis cuando toda la vida he corrido con zapatos formales? Perdón, mi niña, ya no conté el final del cuentito. Ya no te conté por qué Juan quedó ciego. ¿Ya lo intuiste? ¿No? ¿Te lo cuento en la próxima carta?