sábado, 23 de noviembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL CIELO NO ES AZUL





Querida Mariana: en géneros se rompen gustos. A mí, el género musical grupero rompió con mi gusto de subir a las combis. Una vez, un conductor, con barba de chayote tieso, me martirizó con su música estridente y nefasta, durante un viaje de Comitán a San Cristóbal. Fue tal el martirio, casi tan insultante como el que reciben los condenados en los infiernos de Dante, que juré nunca volver a subir a una combi, a menos que el chofer me garantizara, por escrito y firmado ante notario, que no escucharía música de los Ángeles Azules o de Paquita la del Barrio o de Arjona.
El tormento musical a que fui sometido fue como si una caterva de diablitos, panzones, hinchados, con olor a cebolla y agua de albañal, se trepara a mis hombros y, con tridentes, picara el yunque y martillo de mis oídos.
Ahora entiendo que hay gustos para todos los géneros musicales. Ahí están los choferes de los colectivos, quienes, a todo lo que da el volumen, se mueven como ositos al ritmo de lo que tocan los Tigres del Norte. Ahí está mi tío Emilio quien, sentado al lado del balcón, con una frazada cubriendo sus piernas, y viendo hacia la calle, escucha todas las mañanas, de diez a doce, los conciertos de música clásica dirigidos por Von Karajan, un réquiem de Mozart, por ejemplo.
Entiendo que hay chavos metaleros, rockeros, poperos, salseros y demás eros, y a todos lo tolero y a todos los respeto, porque entiendo que cada uno es libre de elegir el género musical de su preferencia. Pero, a quienes no soporto por intolerantes son los ¡culeros! Los culeros son aquéllos que te hacen escuchar la música que a ellos les gusta, sin pedir permiso. ¡Ah!, me gustaría meter en un cuarto sin ventanas al chofer que me martirizó en ese viaje de San Cristóbal a Comitán y ponerle, durante dos horas, un concierto con música clásica. ¿Qué pensaría?
¿Por qué la gente no es respetuosa del espacio de los demás? Ahí tenés a los fumadores que contaminan los pulmones de quienes están a su alrededor. ¿Con qué derecho? Yo, lo sabés, fumé cientos y cientos de cigarros y no tuve conciencia de esto que ahora critico. Ahora veo que fui un desconsiderado. Tenía un afecto que siempre andaba de arriba para abajo conmigo, siempre andábamos encuachados, leyendo a Cortázar y a la Poniatowska (quien acaba de recibir el Premio Cervantes, el premio literario más prestigioso de la lengua española). Leíamos mucho. Cuando estábamos en mi oficina yo fumaba y fumaba. Ella se tragaba todo el humo. Luego, con una sonrisa de pajarito travieso, decía que cuando llegaba a su casa y se quitaba el suéter, éste era como una nube llena de smog. Sus papás la acusaban y le decían que no permitirían que ella se volviera una viciosa. Ella juraba y perjuraba que no fumaba. La olían y su mamá decía: “¿Y esto qué es? ¿La nueva fragancia de Chanel?”.
De igual manera vos sabés que bebí mi traguito muy sabroso y que de vez en vez me pasaba de copas y me embolaba (¿mirás con qué cariño me trato?). Cuando estaba bolo fui un gran impertinente. Me encantaba ir a molestar a quienes estaban tranquilos en una banca del parque, platicando. Hasta ahí llegaba con mi impertinencia. Recuerdo (con cierta pena) que me encantaba ir al restaurante Nevelandia, pedir dos cubas de una vez, tomar un trago de una y luego otro de la otra. Lo hacía (ya dentro de mi bolera) como competencia. Siempre, no sé porqué prodigio, en la carrera ¡perdía la cuba que había probado primero! Cuando ya estaba bolo, me paraba y recitaba en voz alta, casi a gritos, un fragmento de “A caballo,Tarumba”, de Sabines. Casi al final, con los brazos en alto, veía al cielo y decía: “…a caballo, Tarumba, hasta el vertedero del sol”. Y cuando pronunciaba la palabra sol tomaba un puño de servilletas y las aventaba, como si aventara palomas. Quienes estaban en las mesas vecinas tenían reacciones diversas, algunos lo tomaban por el lado amable y reían, como si dijesen: “déjenlo, es un pobre bolito”; otros se enojaban y reclamaban silencio, pedían al mesero que me obligara a sentarme o me echara del local. Pero, el mesero nunca hizo ni lo uno ni lo otro. Parece que era un fan de Sabines o ya le había agarrado el gusto al sabor de mi mezcal declamatorio; cuando veía que yo me paraba él ya sabía que iba a declamar a Sabines, recargaba un brazo en la superficie de la barra y escuchaba con atención. Cuando terminaba el poema me sentaba, tomaba el último trago del primer vaso y pedía la cuenta. El mesero se apresuraba a levantar las servilletas y, como si fuese ese famoso personaje de la televisión, ofrecía disculpas a todos los parroquianos, quienes ya habían olvidado el incidente y continuaban en su mundo. Ahora que lo escribo, pienso que yo era un gran intolerante, porque no respetaba el espacio de los demás. Nunca entendí que era un espacio público y los espacios públicos tienen un código que debe respetarse para lograr la convivencia.
Ahora (más pena me da) sigo siendo intolerante, porque no soporto tener cerca a algún fumador y mucho menos soporto un bolito que me fastidie mi tarde. Por esto, tal vez, procuro estar el mayor tiempo posible en lugares que no son muy concurridos. Por esto, tal vez, me encanta estar en mi casa. En mi casa hago sólo lo que me gusta y no afecto a alguien con la música que escucho (ahora que te escribo ¡escucho a Barry White! Ah, cómo me gusta la música de este negro maravilloso, que fue muy escuchado en los años setenta).
Los viejos criticamos a los chavos que todo el día andan como zombis con los audífonos, escuchando quien sabe qué música “del demonio”. Yo no los critico tanto. Creo que esos chunches son una bendición porque no afectan a alguien más. Si algún día los chavos pierden, poco a poco, la audición por el volumen tan fuerte con que escuchan la música, será cosa de ellos.
Es una pena que los choferes de las combis no puedan usar esos aditamentos. Sería la gloria verlos como autistas, sin saber qué tipo de música embarra sus oídos. El paisaje a través de la ventanilla volvería a ser esa cobija que calienta el espíritu. Sería tan bello, tan escenario de esquina donde la lluvia es como un cuarto con ventanas llenas de luz.
Pero luego a veces dudo. No hay certezas en la vida, lo sabés. A veces pienso que los irrespetuosos transforman vidas que transforman el mundo. Algunos lo hacen para bien y otros para mal, pero, a final de cuentas, son revolucionarios. A final de cuentas todo se produce por contagio. ¿Será que alguien, en aquellas noches maravillosas en que recitaba a Sabines, pudo enamorarse de alguna línea de él y luego se convirtió en fan y gran lector de poesía? Digo que el mesero, cuando menos, me escuchaba con gran atención. No sé qué pasó con él, porque un día el restaurante “Nevelandia” desapareció y yo dejé de beber. Ahora sigo leyendo y declamando a Sabines, pero lo hago sólo en mi casa. Tomo un libro y leo en voz alta, sin ofender a alguien. Pero, de igual manera, a veces pienso que ahora no contagio a alguien. Mas luego pienso que el mesero, tal vez, pensó que para declamar Tarumba era necesario meterse dos o tres pitutazos de ron, porque en juicio jamás recité maldita la cosa. Sólo bolo me atrevía. El traguito me inspiraba y me daba el valor necesario para atreverme. Y es que una de las cosas que posee el alcohol es la capacidad de esconder la timidez de todos los tímidos del mundo.
El tío Emilio escucha solo la música clásica. Así no es posible contagiar a alguien. Cuando un niño acude a una sala de conciertos, porque sus papás lo llevan, el niño corre el “riesgo” de hacerse aficionado a escuchar la música clásica. Ese instante puede modificar su vida para siempre.
Hay diferentes gustos para todo. Es una bobera lo que diré, pero creo que ilustra muy bien lo que digo. La gente tiene diferentes gustos en comida (algunos comen hamburguesas y papas llenas de grasa y otros prefieren ensaladas). En bebidas, hay gente que prefiere un buen güisqui y otros que mejor toman limonada. Unos compas prefieren a las mujeres delgadas y casi anoréxicas y otros se entusiasman cuando ven a una mujer con caderas de popa de buque. Ah, cómo se mueven las mujeres que están llenas de carnita. Ramiro siempre prefirió las mujeres caderonas. Una vez le conocí a una que debía comprar dos asientos cada vez que viajaba en autobús o en avión. ¡No entraba en un asiento! Siempre que vi a Ramiro en esas épocas lo encontré radiante, casi feliz.
El otro día lo encontré de vacaciones en una calle de Comitán. Fuimos a un café y platicamos un rato. Me dijo que ya había entrado a la etapa de las AR: sólo mirar, añorar y suspirar. En ese momento no tenía alguna pareja (nunca se casó, porque prefirió andar trepado en mil buques que le permitieron bajarse en el primer puerto). “Ahora las veo de lejitos”, me dijo y cerró el ojo. Mientras estuvimos en el café no volvió la mirada para ver a alguna muchacha bonita en la calle. Me explicó que ahora la moda le estaba echando a perder su gusto, pero, de vez en vez, aparece, como bendición, alguna mujer que bien pudo ser modelo de Botero y él es feliz. Me contó que camina detrás de esas mujeres y aplica la teoría de las AR: mirar, añorar y suspirar. Cuando la mujer cruza la calle, él dobla la esquina y sigue su camino.
Ramiro me contó que viaja mucho. A veces, en alguna plaza del mundo, se ha topado con esculturas de Botero. Me cuenta que cuando sucede eso se pasa horas y horas acariciando las esculturas de bronce. Conforme pasa su mano por la escultura (no importa que la escultura sea la representación de una vaca o de un toro) su memoria lo lleva a recordar todas las estancias donde fue feliz con mujeres regordetas.
Los diversos gustos ha modificado el paisaje urbano del mundo. Las ciudades han perdido o ganado esencias debido a los diferentes gustos arquitectónicos. Cuando construyeron la Torre Eiffel, en París, muchos echaron el grito al cielo. ¡Cómo era posible tolerar ese adefesio! Ahora, la torre se ha convertido en el máximo símbolo de aquella maravillosa ciudad. El famoso escultor Sebastián le mentó la madre a la ciudad de México con una horrible escultura gigantesca en pleno Paseo Reforma que, dice Sebastián, es la síntesis de un caballo.
Comitán tenía una traza urbana maravillosa. Todavía en los años cincuenta se conservaban las casas que, en gran armonía por alturas y por diseños, tejían un tapete maravilloso con paredes pintadas a la cal y con techos de teja y pisos de ladrillo. Un comiteco viajó y miró alguna belleza arquitectónica en un país europeo y en cuanto regresó a Comitán llamó a su maestro albañil y le mostró un boceto que trataba de imitar lo que había visto. “Hagame’sté una mi ventana así”, dijo y el albañil, como pudo, imitó lo que el dibujo imitaba. Así, la transformación se fue dando. Ahora Comitán es un muestrario de todos los diferentes gustos. Hay algunos balcones franceses, jardines japoneses, ventanas chinas y cuartos hindús. ¡Un tachilgüil maravilloso y escalofriante!

Posdata: ¡mirá lo que hice! Por andar metido en otras veredas olvidé que en la carta anterior no te conté el final del cuentito que me contaba mi tía. ¿Por qué Juan quedó ciego, tan ciego como el oso que apresaba entre sus garras al niño? Otra vez acabó el papel; otra vez son las cuatro de la mañana con cincuenta y siete minutos. Ahora menos salgo a la calle, porque la otra tarde sufrí un desgarro en el “camote” de la pierna derecha. Camino con dificultad. Hago uso de un bastón. Mi Paty se acordó que hace muchos años, en el patio de la casa de Javier, subí mal una grada y me doblé. El pie se me hinchó como globo. Enrique dijo: “¡Y no has bebido ni una!”. Ahora, el desgarro sucedió de manera similar. Caminaba cerca de Electra cuando sentí el tirón. Ya me costó trabajo dar el siguiente paso, debí apoyarme en la pared. Mi tendón se abrió como si fuese un bagazo de caña. Me hubiese gustado decir que el desgarro ocurrió jugando fútbol o corriendo en una maratón, pero ¡no!, sucedió de la manera más tonta, dando el paso en una banqueta, un paso lento y medido. ¡Dios mío! Tal vez esto me ocurrió porque no ejercito mis músculos y siempre estoy sentado escuchando a Barry White. Si tuviese el gusto por la música grupera, tal vez me pararía y bailaría y mis músculos tendrían elasticidad. Te mando una foto donde está un diablo agazapado detrás de una puerta. Tal vez él me “metió” el pie a la hora que di el paso. En fin, ya estoy en la edad de las AR.