sábado, 9 de noviembre de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA PIEDRA HACE UN CAMINO
Querida Mariana: ¿tenés apodo? Juan me dijo ayer que “El Pitufo” tiene seis meses hospitalizado. Yo no sé quién es El Pitufo, pero pensé que el azul de sus brazos debe estar morado de tanta sonda. ¡Dios mío! ¿Quién pone los apodos? ¿A qué hora? ¿En qué se basa?
A mí me provoca cierta confusión escuchar un partido de fútbol soccer mexicano. Es como si los jugadores no tuviesen nombre. El “perro” Bermúdez hace la crónica: “El Bofo se la pasa al Borrego Torrado. A la derecha del Borrego se desmarca El Cabrito Arellano, mientras El chango moreno…”. Bueno, parece que el fútbol soccer está hecho por animales. Por eso nos va como nos va, porque juegan con las patas.
¿Conocés a algún escritor que tenga apodo? ¡Es difícil hallarlo! Parece que la inteligencia habla en otras alturas. Hay, en el apodo, una vocación de regresar a lo más primario, a lo más elemental. Mi maestro de cuento, Rafael Ramírez Heredia, llegó a ser más conocido por su sobrenombre de “Rayo Macoy” que por su nombre. Lo de Rayo Macoy le vino del título de un cuento con el que ganó el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, de Radio Francia. Este cuento habla de un boxeador que le dicen El Rayo Macoy. Pareciera que el deporte tiene como principal deporte el poner apodos a medio mundo.
A Elena Poniatowska le dicen “La Pony” (no porque sea un “caballo” sino porque su nombre impone el trato afectuoso). De ahí en fuera no conozco muchos escritores con apodo. ¿Cómo le decían a Octavio Paz? ¿Cómo a Saramago? ¿Cómo le dicen a Vila Matas? ¡No lo sé! No es costumbre poner apodos a los escritores.
Yo, lo sabés, mi niña bonita, me gusta jugar con la palabra y creo que el apodo es un juego perverso del lenguaje. ¡Es una torcedura que trata de ocultar el nombre por encima de la luz o del polvo! Porque, debemos aceptarlo, hay sobrenombres ingeniosos y hay otros que son crueles. Parece que el apodo basa su “eficacia” en alguna tara mental, en un defecto físico o en un comportamiento excesivo. Ejemplo del primero es “El mudo”, aplicado al muchacho que padece cierto retraso mental y anda con un hilo de baba colgando de la boca (en Comitán somos tan “mudos” que aplicamos la palabra mudo no sólo al que carece de habla, sino que lo aplicamos como sinónimo de “tonto”. ¿Por qué? ¡Andá a saber!); ejemplo del segundo es “El cargamaletas” que se aplica a un muchacho que tiene una joroba; y ejemplo del tercero es “La semáforo”, que se aplica a la muchachita que es muy caliente y a quien “después de las doce de la noche, ya ¡nadie la respeta!”. ¿Mirás? La crueldad del apodo radica en que privilegia una parte del Todo y esa parte la convierte en el Todo. Es como si a mitad de un bosque sólo miraras el pinche árbol que está seco. ¿Qué pasa con los demás árboles que están frondosos? ¡Los ocultamos, los cercenamos! ¡Esta es la maldad del apodo! A la mención del apodo, el mundo se olvida de lo demás y lanza la carcajada al ver el defecto (moral o físico). Sí, el apodo es cruel.
Yo tengo una amiga que es buenísima para poner apodos. Los del barrio le temen. El otro día le pedí que me pusiera un apodo, uno bueno. Tengo mil doscientos treinta y dos apodos. ¿Por qué tantos? Bueno, vos sabés que los maestros estamos expuestos a cuarenta miradas en el salón todos los días. Nuestros defectos se magnifican. Nunca falta el alumno jodón que te observa de más y que heredó la facultad de poner apodos y te clava uno. Lo mismo sucede con los alumnos jodones que tienen la destreza del dibujo, a todas horas andan haciendo caricaturas de los maestros. ¿Qué más caricaturesco y jodón que las “calaveritas” que hacen los periodistas, cada año, en el Día de Muertos, a todos los políticos y personajes reconocidos? Hay una propensión a joder al otro a través de la línea o de la palabra. Es un juego perverso que llena los vacíos.
En Comitán (¡Dios nos agarre confesados!) es costumbre poner apodos. Pero ya te conté que el poeta Enoch Cancino Casahonda dijo que en Comitán conoció los apodos más simpáticos. Dijo que en Chiapa de Corzo están los más crueles. Bueno, basta ver que a nosotros nos dicen “cositías” y a los de Chiapa les dicen “Culos pintos”.
Una vez estuve con don Caralampio, el viejito que hace velas por el rumbo de La Pila. En medio de la plática, en su patio, él sentado en una poltrona cubierta con una piel de venado y yo en una sillita como esas de salón de jardín de niños, le pregunté si tenía un apodo. Se rió. No -me dijo- no hubo necesidad, todo mundo me dice Lampo. Y volvió a reírse. Y es que hay nombres que suenan a apodo. Mi segundo nombre es Benito. Muchos me lo dicen con cierta sorna, como si me dijeran un apodo. En la escuela Fray Matías de Córdova, un amigo me dijo que no me dejara, que cuando alguien me dijera Benito, yo le contestara con un “Benito Cámelo”, pero luego me arrepentí, porque como siempre he sido medio tutuldioso, no entendí muy bien ese doble sentido. ¿Que me tocaran qué? ¿Mi pene? ¡No, Dios mío! ¿Mi pene? ¡Qué pena! Así que, para que a nadie se le fuera a ocurrir tocarme, el pene o mi tutís, mejor nada decía. Total, Benito es mi nombre (ahora ya me gusta, ya lo acepté).
Mi amiga quedó comprometida en ponerme un apodo. El otro día fui a verla y me dijo que ya lo tenía. Sos “La menstruación”, porque jodés cuando llegás, provocás alivio cuando te vas y generás preocupación cuando no has llegado. ¿Ese es mi apodo?, pregunté. Sí, bobo, dijo ella y rió. Pues sí. Llamó mi atención que su fuente de inspiración no fue un defecto físico ni una tara sino un comportamiento. Sí, vos lo sabés, mi presencia no es agradable. Dos de mis compañeros de trabajo aceptaron (entre risas veladas y cierto hipócrita desagrado) que el apodo “me va”. Soy “La menstruación”. Lo he sido desde siempre. Por esto digo que soy escaso, me cuesta mucho trabajo relacionarme con la gente. Desde siempre intuí que no soy bien visto. Cuando estoy en medio de un grupo siento cierta incomodidad, incomodidad que (de manera inconsciente) transmito al grupo. Cuando me despido veo que el ambiente se distiende y yo mismo me siento más tranquilo. Me da pena reconocerlo, pero me siento muy a gusto conmigo mismo. Tal vez por esto me volví un lector voraz. Cuando “platico” con los grandes escritores no tengo inconveniente, me siento muy a gusto. A un lector no le importa si el escritor tiene una cierta tara o un comportamiento inusual, al lector le importa la obra, por esto (tal vez) los escritores tienen ¡nombre!, y no sobrenombre. No hay algo por encima del nombre de Julio Cortázar. Todo mundo lo conoce afectuosamente como Cortázar. Por esto, por encima de mis mil doscientos un apodos me siento a gusto con mi nombre a la hora que un lector lee alguno de mis libros, que en la portada lleva escrito mi nombre. El terreno de la literatura es el mundo donde me siento más a gusto, donde soy yo, por encima de todas mis taras y defectos.
Sí, el apodo (habrá que reconocerlo) no se equivoca. Quien pone apodos sólo hace resaltar un defecto. Y, se sabe, todo mundo tiene defectos. El hombre que se reconoce como un hombre inacabado no le hace mayor caso al apodo, deja que el viento pase por la flauta y toque alguna nota sin armonía, pero sonido al fin.
Me interesaba ver algún hilo del proceso de creación del apodo. Mi amiga me lo aportó. Tal vez ahora deba pedir a otro amigo que me ponga un apodo, pero basándose en alguna de mis taras o en algún defecto físico sobresaliente.
Tengo más de mil apodos. Un alumno me puso “Patas verdes” (era el tiempo en que estaba de moda el programa de televisión “Odisea burbujas”). Muchos de mis alumnos me encuentran en la calle y me gritan “¡Molcas!”, este es un apodo que me puse yo y alude a un personaje literario de Aguilar Camín. Mi amigo César me grita “Tutushac” cada vez que me ve, mientras yo camino y él maneja un jeep. El Tutushac, ya te lo conté, viene de cuando Ramiro Suárez llegó a la escuela y nos dijo que así le decían al Padre Carlos. A mí me dio mucha risa, me gustó la eufonía, nunca había escuchado palabra semejante. Ah, bueno, pues ni tardos ni perezosos me clavaron el apodo. Todos los apodos que me han puesto han sido como homenajitos. Hubo alguien que, en un momento determinado, pensó en mí. A mí, los apodos no me provocan algún escozor. Dejo que pasen, que jueguen, que provoquen risas en los otros. Mi nombre está por encima de mis sobrenombres. Y esto es un juego maravilloso, porque aquello que pretende estar por encima de mi nombre yo lo coloco debajo. Mis sobrenombres los vuelvo “debajonombres”. Pero no los cancelo, dejo que estén ahí. A final de cuentas algo me están diciendo.
Alguien me dijo que sólo a mí se me ocurría jugar el juego de apodos sobre pedido. ¿Por qué pedí que me pusieran un apodo más? Me interesaba ver el proceso de creación. Nuestro pueblo tiene la fama (en toda la república) de ser muy “pone apodos”. ¿Cómo se da este proceso? ¿Por qué el afán de jugar o de joder al otro? Me interesaba conocer un poco los engranes que se mueven para dar cuerda a un apodo. Esta carta intenta comenzar a reflexionar en ello. Hay gente que no soporta un apodo. Conozco la historia de un hombre que en un salón de fiesta obligó al otro a que se disculpara, lo hizo con la pistola en la mano, un poco como para decir que el otro no tenía algún derecho a colocar otro nombre por encima de su nombre.
“¿Dime cómo te dicen y te diré quién eres?”. ¿Dice más el sobrenombre que el nombre? Tal vez. Existen millones de Alejandros, millones de Benitos, pero sólo un Tutushac. Los otros sobrenombres (incluido el que me regaló mi amiga) son también sobrenombres abundantes. No sólo existe un Patas verdes, no sólo un Molcas, no sólo un La menstruación. Pero por supuesto, el apodo no deja elección, es una imposición que viene de quién sabe. Acordate de la anécdota del maestro que llegó a decir que le gustaría que le dijeran “cabellera plateada” y un alumno le dijo: “ya le pusimos cabezota de culo de tacuatz”. Esto quiere decir que el sobrenombre también es una extensión del nombre. ¿Quién eligió su nombre? ¡Nadie! Los papás o los tíos o los abuelos o Juan de las Pitas son los encargados de buscar nombre al pich o a la picha. Todo mundo nombra a su gusto. He visto a mamás que compran libritos donde vienen sugerencias de nombres y buscan uno que les agrade. ¿Alguna vez pensaron en si al dueño del nombre le gustará? ¡Es imposible saberlo! Por esto hay mucha gente que luego se cambia de nombre (cuando es posible) o viven lamentándose del nombre impuesto.
Los alumnos ponen apodos a sus maestros para compensar la perversidad de éstos. Muchos alumnos andan arrastrando apodos que fueron impuestos por algún maestro “simpático”. El mundo no es un patio soleado ni armonioso. El mundo tiene muchas aristas puntiagudas y no queda más que acostumbrarse.
Posdata: no tengo la costumbre de tratar a la gente por su apodo. El otro día no me quedó más que decirlo porque el mismo Director del grupo de Danza me lo exigió. “Decí que soy El Pistache, si decís mi nombre nadie me va a reconocer en Comitán”. Dije, entonces, por la radio, que el grupo de danza que se presentaría en el Teatro de la Ciudad estaba dirigido por El Pistache, talentoso danzarín comiteco.
El Pitufo lleva seis meses en el hospital. Pobre hombre. No sé quién es él, pero me apena conocer su historia. Cuando Juan me lo dijo tuve el impulso de ir al hospital, preguntar a la trabajadora social en dónde estaba la cama del Pitufo, acercarme a él y decirle: “Pitufito, salí ya. Afuera el sol está jugando en el patio. Recuperate. Juro que ya no te diremos Pitufo, te diremos por tu nombre, ya no te volveremos a molestar”. Pero no lo hice, porque qué tal que no le gustaba mi compañía, qué tal que pensaba que soy como “La menstruación” y no me vería como la bendición de la posibilidad de procrear sino como una maldición llena de sangre.