martes, 5 de noviembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO, A VECES, EL PAPEL NO SE ROMPE






Querida Mariana: ¿qué pensás cuando digo “Trizas”? ¿Qué pensás cuando digo “ciudad de México”? La ciudad de México está distante. Allá es otro alboroto, muy diferente al nuestro. Allá, la gente está acostumbrada a los “embotellamientos” (acá estamos más acostumbrados a los embotellamientos de ron y güisqui que a los de autos). Allá, las prisas son diferentes. El otro día, Jorge (en un viaje de regreso de Tuxtla) me dijo que aún lamenta las horas que perdió en traslados en Metro o en autobuses urbanos o en auto, cuando fue estudiante de la UNAM, en la ciudad de México. Allá, ¡Dios mío!, la gente tarda horas en llegar de un lugar a otro. Tengo amigos que se levantan a las cuatro de la mañana para llegar con puntualidad a su trabajo, a las ocho de la mañana, porque tardan dos horas en ir de su casa a la chamba. ¿Acá? ¡Qué risa! Los compas que viven en San Sebastián o La Pila y trabajan en el Centro tardan diez minutos ¡a pie! La ciudad de México pareciera hacer “trizas” el tiempo de los hombres.
Pero, bueno, pregunté: ¿qué pensás cuando oís la palabra trizas? Lo mismo que vos pensé yo, pero el otro día, tras tris tras mi pensamiento se hizo trizas. Caminaba por el Centro Cultural y vi una muestra de caricaturas del famoso caricaturista Trizas (destacado cartonista nacional). En eso, Luis Armando Suárez, Director General del Festival Internacional Rosario Castellanos 2013, me presentó a José Luis Diego, y agregó “él es Trizas”. ¡Ah, pucha! Este ah, pucha, que pensé, fue como si señalara a José Luis y luego viera hacia donde estaban sus cartones y preguntara con cara de árbol tunco: ¿él es el mismo que hace estos monitos que están expuestos acá en el Corredor? Me sentí tonto, pero yo mismo me respondí: ¡pues sí, es el mismo! Luego me enteré que Luis Armando lo invitó para dictar una conferencia dentro del contexto del Festival del Libro y de la Palabra. Festival que fue un acierto, pues los lectores tuvieron la oportunidad de conocer otras propuestas editoriales, en un marco de gran dignidad. ¿Cuándo en Comitán tenemos oportunidad de conocer algo del enormísimo acervo editorial de la UNAM, por ejemplo? ¿De editorial Porrúa?
Así que, a partir de ahora, cuando escuche la palabra Trizas pensaré en el caricaturista y no en lo que pensaba anteriormente. No sé porqué me sucede esto con frecuencia. Desecho con gran facilidad rostros anteriores y los sustituyo por los más recientes. Antes, cuando escuchaba la palabra Frida pensaba de inmediato, como medio mundo en México, en la famosa pintora. Pero una vez, en Xalapa, en un salón donde recibía un curso de apreciación artística, a la hora del pase de lista, una muchacha bonita (como de diecinueve años, dos meses y veintidós días) se paró y levantó la mano a la hora en que la maestra (como de cincuenta y dos años, treinta y dos arrugas y un tic que le arrugaba más la cara) dijo: Frida de tal. La niña de diecinueve, como podrás imaginar, tenía un color de piel como de agua del Sena a las cinco de la tarde y poseía la sonrisa más bella de todo Veracruz. Y si, como dice el pueblo, sólo Veracruz es bello, pues sólo Frida era bella. Desde entonces, cuando escucho el nombre de Frida pienso en esa niña bonita. Doña Elena dice que cuando escucha el nombre de Frida piensa en su perra, porque así se llama. Debería haber una ley que prohibiera poner nombre de hombres y mujeres a animales. El ejemplo más clásico es el del loro que se llama Paco. ¡Ay, Dios mío, qué poca imaginación! ¡Qué ganas de joder a los Pacos del mundo! El otro día, ¡el colmo!, conocí un perrito que se llama Benito. Benito, como mi segundo nombre. ¡Qué descaro! Cuando la señora comenzó a llamar al perro y chasqueó los dedos de la mano, como si contara billetes en medio del aire, estuve a punto de mover la cola y acudir al llamado.
Y pienso en Frida, porque una vez, sentado a su lado, abrió su “diario” y escribió: “Duele crecer”. ¡Ah, estaba en busca de su camino! ¿Qué será de ella? Nunca supo que yo pensaba mucho en ella. Jamás le hablé. Yo ya tenía, a ver, a ver, fue en el año de 1999, yo ya estaba casado y andaba en una fuga geográfica, también, igual que Frida, en busca de mi camino. Tenía ¡42 años! ¡Uf! Ahora, cuando escucho el nombre de Frida, pienso en ella y pido al Universo que haya encontrado su camino y que éste sea un camino lleno de luz y de buenos augurios. Ahora que escribo de ella miro su carita y vuelvo a ver la hoja donde escribe: “Duele crecer”. Sí, el crecimiento no es sencillo. ¿Has visto cómo creció la ciudad de México? ¡Enormidades! Por esto, no es un exceso decir que la ciudad de México es una ciudad que duele.
Cuando vine a ver, Trizas ya estaba sentado en el parque y un bolero lustraba sus zapatos. Hasta allá lo perseguí con libreta en mano. Me senté en un banquito de bolero y le pregunté cómo era su estudio. ¿Imaginás la cara de Trizas? ¡Casi se la hice idem! Me vio y, con parsimonia, dijo que su estudio lo tiene en su casa, usa un restirador para hacer sus cartones y el restirador está al lado de una ventana que da a la calle. Desde ahí la ve. Pero más que ver la calle desde la altura le gusta caminar la calle. Trizas dice que de ahí se nutre. Y a mí me gustó la comparación. ¿Mirás? ¡Caminar por la calle lo nutre! Siempre ha sido así. Todos los creadores caminan por las calles porque la calle es la fuente nutricia, la importante. Ya Marirrós me explicó el otro día que la calle es el espacio público por excelencia. Por ahí camina todo mundo, todo mundo se saluda, se pone a platicar (arriba de la banqueta, claro). En la calle sucede todo: la manifestación, el bloqueo, el asalto nocturno, el piquete en la panza con desarmador, el beso del novio atrevido. En la calle, el que le ganó la prisa orina detrás de un poste y el bolo vomita, mientras se detiene con una mano en la pared.
Yo pienso mucho en la calle. No que vaya pensando a la hora que camino. Aunque también. No, me refiero a que cuando estoy en casa pienso en todo lo que sucede en la calle. Todo eso me seduce. Me llega el recuerdo de las fiestas, por ejemplo. La semana pasada hubo feria en Yalchivol. La calle (que es como un bulevarcito) se llenó de puestos con pizzas (llenas de moscas), papas fritas, futbolitos y “canicas”. Lo que es, por vocación, espacio para tránsito de carros y de personas se convirtió por obra y gracia de la Virgen del Rosario en un tianguis. Pero esto fue una pausa, porque a la hora que terminó el festejo los comerciantes levantaron sus tiendas y, como si fuesen beduinos, se fueron para otro Desierto.
La ciudad de México es una ciudad que duele porque tiene más de quince millones de habitantes. ¡Quince millones! ¡Dios mío! Comitán, si mucho, tiene ciento veinte mil habitantes. Si hago cuentas, la ciudad de México es igual que Comitán nada más que multiplicado por cien. ¡Uf! Pero de lo que dice Trizas colijo que somos lo mismo, sólo que todo problema (así como todo festejo) está multiplicado por cien. Ahora mismo lo vemos con el problema magisterial. Allá (igual que acá) todo es un caos, pero allá (perdón por la insistencia) multiplicado por cien. Si acá hay muchachas bonitas allá hay muchas más; si acá hay dos museos allá hay cientos. Así como se multiplica la miseria en la ciudad de México, así, también, se multiplica el arte. Si acá hay una librería temporal, allá hay ¡decenas de librerías maravillosas!
Hace muchos años, una amiga se fue a vivir de manera permanente a la ciudad de México. Una tarde la encontré en el parque de Comitán, de vacaciones, y le pregunté cómo le iba en la gran ciudad. Sonrió y dijo que le iba muy bien. “Allá -dijo- nadie se mete con vos”. Entendí. Claro. Acá, vos lo sabés, medio mundo se mete con medio mundo. La vecina abre su puerta cuando escucha que tocan en la casa vecina. ¿Se equivocó y pensó que tocaban en su puerta? ¡No! Es la costumbre. Se trata de ver quién llega a la casa vecina. ¡El chisme en su máxima expresión! En la ciudad de México son tantos que no pueden llevar un puntual recuento del chismorreo. ¡Esa es una gran ventaja! La otra gran ventaja ya la dije: es la oferta cultural y artística que se descuelga como lluvia en octubre. ¿La desventaja? La enorme distancia entre un punto y otro y entre una persona y otra.
Comitán también es una ciudad que nos duele. Pero el dolor que inflige no es tan severo como el de la gran ciudad. Basta ir al parque de San Sebastián para hallar el ungüento que cura ese dolor de la cercanía. Acá, caminamos dos o tres cuadras, llegamos a la Casa Rosada, nos metemos tres cervezas bien frías, cuatro “cubas”, acompañadas con un caldo y chile al pastor y nos olvidamos de que la ciudad es, después de todo, un caos. ¿Nos joden algunos? Pues, ya bolos, los mandamos a la chingada y tan contentos.
Los boleros, debajo de la sombra del framboyán, intuyeron que el personaje que entrevistaba era alguien famoso y se acercaron y nos cercaron y pusieron atención a lo que Trizas decía. Fue como un grupo de palomas que se acercó a mirar cómo el viejo aventaba maíz en el piso. ¿Y mientras vas en el carro, a dar tu clase de Semiótica, a la UNAM, en la mañana, qué hacés?, le pregunté a Trizas. Él miró la fachada de Santo Domingo y dijo que prende la radio, escucha música y escucha noticias. Claro, pensé yo. Los creadores también se alimentan de la música. ¿Y el traguito? Trizas dice que bebe poquito, pero disfruta mucho el mezcal. De joven fue “ronero”. Claro, pensé yo. Los creadores también se alimentan de traguito. En fin, Marianita de mi corazón, los creadores se alimentan de ¡la vida! En los cartones de Trizas hallamos una mirada acerca de la vida de este país, con sus plantones, con sus actos de corrupción, con sus políticos voraces, con sus sueños frustrados. Los cartonistas, con sus trazos nos retratan no sólo las fachadas de los pueblos sino, también, los interiores, los cajones donde las miserias se ocultan.
Le pregunté si conocía algún cartonista chiapaneco y me dijo que, de Comitán, conoce a Raúl Espinosa y, de Tapachula, a Azabache. Y luego, mientras más boleritos llegaban a escuchar qué decía, lo invité a jugar el juego de la palabra. ¿Qué decís si yo digo Trazas? ¿Qué decís si yo digo Trozos? ¿Qué decís si yo digo Trizas? Trizas, dijo él, es como debería ser la caricatura. Pensé preguntarle qué pensaba cuando yo decía Truzus, pero se me hizo una incorrección. Los comitecos somos, a veces, medio “encajosos”. ¿Truzus? Seguro que más de dos comitecos jugarían con la palabra, alburearían.
El juego de la palabra se da en todos los pueblos. En la ciudad de México son rete albureros. En Pachuca, cada año existe un Concurso de Albures. Acá no lo reconocemos, pero también somos bien jugadores de la palabra. A la hora que nos reunimos con los amigos se da el prodigio de invocar el maravilloso juego de la palabra, la luminosa, la inadvertida, la sorprendente. A veces, ya medio bolos, dicho juego se convierte en un temazcal y nos hace sudar de más, por esto, en ocasiones, los jugadores que, al principio sonrieron como chinchibules arriba de árboles, se vuelven cuervos y comienzan a darse de picotazos, ya todos encabronados. ¡Ah, la palabra puede llegar a ser tan filosa como una línea de los caricaturistas!

Posdata: Frida escribió “Duele crecer”. Ella tenía apenas diecinueve. Han pasado catorce años de aquella tarde en que la vi en un salón de la Universidad de Veracruz. Ahora tiene treinta y tres años. ¿Qué hace? ¿En qué fronda cuelga sus sueños y sus afanes? ¡Ya creció! ¿Seguirá tan luminosa como cuando tenía diecinueve años? ¿Seguirá siendo como Veracruz, del que se dice que sólo él es bello?
¿Y una vez que uno creció qué? Yo tenía cuarenta y dos y ahora tengo cincuenta y seis. ¡Ya crecí! ¿Crecemos para qué? ¿Para hacer trizas y trazos o para terminar hechos trizas o trozos?
¿El amor también exige crecimiento y por eso duele? ¿Decir te quiero significa decir me dolés?