miércoles, 27 de noviembre de 2013

DON CARLOS





Si no fuese por el fondo, cualquiera diría que esta fotografía corresponde a un hombre que carga un arenque, en un fiordo cercano a la Antártida. Pero ¡no!, la foto corresponde a don Carlos, don Carlos de la Vega Urbina. El apellido materno pareciera corresponder a una ascendencia coleta, el apellido paterno a un árbol comiteco. Cuando platico con él me atrevo a preguntarle si don Jorge de la Vega (el que fue gobernador de Chiapas) es su pariente. Dice que sí, pero lo dice con un tono de caída de palito chino. Como si en su respuesta me indicara que también entre parientes hay niveles. Porque don Carlos nunca ha estado, ni por asomo, cerca de las alfombras rojas donde el pie de don Jorge ha pisado. Don Carlos carga, en esta foto, una bolsa con vasos desechables, tal vez lleva también cucharas de plástico y servilletas. Desde hace tiempo su oficio ha sido éste, ir de compras al súper y luego sentarse en una banca del parque central, desde donde mira cómo la llovizna se desgaja y forma espejos en el piso. Hace años tuvo otro oficio. David Esponda, quien es el Director del Archivo Municipal, me dijo un día que don Carlos trabajó en la fábrica de gaseosas “La Brisa Chiapaneca”. El otro día, curioseando en el facebook me topé con un textillo de Marisa Siliceo, quien cuenta que el fundador de esa fábrica fue don Carmelino Soto y ahí se elaboraban las “famosas gaseosas de color verde, rojo y amarillo”. Tal vez la fábrica la heredó el hijo, don Jorge, porque don Carlos de la Vega cuenta que él trabajó con don Jorge, como repartidor. Trece años trabajó en la fábrica de gaseosas. Su trabajo era caminar por medio Comitán llevando un burrito repartidor. Don Carlos cuenta que, a las ocho de la mañana, cargaba la caja sobre el lomo del burro. La caja de madera era un chunche diseñado para recibir una carga de 16 docenas de gaseositas. Era un dispositivo especial con celdas donde se colocaban las botellas, una retícula exacta. Quienes vivieron esos tiempos recuerdan con precisión el sonido que el burrito hacía al trotar por las calles empedradas de Comitán, el sonido de los cascos del burro y de los “cascos” de las botellas al chocar contra las divisiones de madera. El sonido, cuentan, era más fuerte y más guapachoso a la hora que don Carlos regresaba con las botellas vacías, para recargar el producto y volver a salir a dejar las gaseositas en los tendajones de La Pila y del Cedro, que era la ruta que le correspondía.
Don Carlos tiene setenta y cuatro años ahora y su oficio es ayudar a su esposa, quien vende arroz con leche, en la esquina donde está el templo de Santo Domingo. Ahora su trabajo es más fácil. La venta de arroz con leche es un éxito. La venta inicia a las cinco de la mañana, y a las diez ya terminaron todo. Para los comitecos que se levantan temprano, bien porque tienen que ir a la escuela, al trabajo o porque se pusieron de acuerdo para ir de día de campo o para ir a jugar básquetbol, es un ritual que los alienta: tomar arroz con leche acompañado con un pan.
Marisa Siliceo completa su crónica diciendo que: “en el año de 1924 llegó a Comitán el primer automóvil, un Ford modelo “T”, el chofer: Mario Maza, y el propietario: don Carmelino Soto”. ¡Lo dicho! ¡Hay clases! Mientras el propietario de la fábrica de gaseosas “jalaba” un auto con quién sabe cuántos caballos de fuerza, don Carlos jalaba un burro a la fuerza.