miércoles, 31 de diciembre de 2014
ANTES DE QUE ACABE EL AÑO
Leo a Paul Auster. Ah, qué bobera, diría el tío Armando, terminás el año como lo comenzaste, qué bobera. No sé qué libro leí al inicio de año, pero sí, comencé el año leyendo y lo termino de igual manera. ¡Qué bobera!, diría el tío. Me pasé el año ¡leyendo! Bueno, no tiene algún misterio. Así ha sido mi vida, desde hace muchos, muchísimos años. Y cualquiera pensaría que mi vida se me ha ido leyendo. Si John Lennon estuviese a mi lado diría: “La vida es eso que pasa a tu lado mientras vos leés! Así ha sido y no lo lamento. Si alguien preguntara la clásica de: “Si volvieras a nacer, ¿qué cambiarías?”. Tal vez muchas, pero una que jamás cambiaría sería la lectura. ¿Cómo renunciar a lo que ha dado real y verdadero sentido a mi vida?
Leo a Paul Auster. Leo el libro “Diario de invierno”. Apenas comienzo. Tal vez sea uno de los libros con los que iniciaré el 2015, que ya está a la vuelta del día. Otro libro que me acompañará en el final de este año y el inicio del otro es un libro de Milan Kundera, el clásico de ensayos que se llama “El telón”. También tengo el de Joyce Carol Oates, “El sepulturero”. Librincillo que por ahí quedó pendiente, porque luego le entré a “Necrópolis”, de Santiago Gamboa, libro que Quique me regaló. A veces sucede eso, dejo un libro por otro, lo catafixio o lo voy campechaneando.
Lo mismo sucedió con el de Gamboa, porque (ya ni sé cómo) se me atravesó un libro del autor de “El Perfume”, Patrick Süskind. El librincillo que cayó como si cayera del cielo es un libro sencillo que se llama “La historia del señor Sommer”.
Y bueno, no se trata de andar como de presumido, como si hiciera mil viajes y tomara mil fotos y las subiera al facebook para que los demás amigos sientan envidia. Porque, lo sé, la mayoría de mis amigos no tiene envidia de mi vida; al contrario, ellos lamentan que yo sea como soy y me ven como si estuviese solo, sentado en una banca del parque, sin amigos ni chucho que me ladre. Pero yo, en lo interno, sé que esta vida es la más placentera que pude elegir o que Dios me concede, porque soy su consentido.
Igual que los compas que han viajado mucho, yo también podría presumir de todos los viajes que realicé en este año. Viajé mucho, conocí mil historias, viví mil vidas. Esto no es poca cosa. Al contrario. Y todo lo hice sin pasar de Chacaljocom.
El libro de Auster, que ahora leo, tiene unas líneas donde dice que tiene cinco años, se acerca a la ventana y ve la nieve y ve cómo las ramas de los árboles se llenan de nieve. ¡Nunca en la vida real he estado en un lugar donde la nieve sea como el pan de todos los días! Bueno, una vez, en la ciudad de México, Quique me invitó a que fuéramos al Ajusco, porque había caído nevada la noche anterior. Fuimos. Él, en cuanto llegamos, se tiró sobre el césped lleno de alfileres helados, abrió los brazos con la cara hacia el cielo y dijo que eso era lo máximo. Yo lo veía, parado, con las manos adentro de las bolsas. Cuando él me dijo que me tirara, dije que no, dije que no me gustaba el frío (bueno, en realidad ni siquiera el calor me seduce). Me gusta Comitán porque su clima no es extremo, pero ya he contado que jamás camino descalzo. Hay muchas cosas en la vida que no hago. Lo que no me atrevo a hacer en la vida real lo vivo a través de los personajes. Casi casi estuve al lado de Paul a la hora que se acercó a la ventana y miró el campo lleno de nieve. ¡Nieve de verdad, no simulacros como ese que vivimos en El Ajusco! Vi, junto a Paul, el ambiente solitario que produce la nieve, que ahuyenta a los pájaros y a todo lo que huele a vida. Respiré el silencio que se da en un campo lleno de nieve. (¿En dónde se refugian las aves cuando hay una nevada?)
Comencé el año leyendo y así lo terminaré. Así como lo comencé escribiendo y, espero, terminarlo de la misma manera. ¡Qué bobera!, dijera el tío Armando. ¿No hacés otra cosa en la vida? Sí, respondo, por desgracia ¡debo hacer otras cosas! Sería feliz si todo el día lo tuviera para leer, para escribir y para pintar; sería feliz si todo el día pudiera acercarme a la ventana y ver lo que Paul ve. Ah, sería maravilloso viajar todo el tiempo, pero, a veces, esto no es posible.
De todos modos, creo que soy uno de los seres más afortunados. Mis amigos, los viajeros, quienes viajan a otras ciudades de otros países, quienes disfrutan las playas y las plazas del mundo, no pueden hacerlo de manera tan constante como lo hago yo. Comencé el año en un maravilloso viaje y sigo y sigo y seguiré hasta que Dios diga que debo cambiar de barco. Mientras tanto, leo a Paul y a todos los demás que se paran frente a una ventana y comparten lo que ven. No puedo más que agradecer este privilegio; no puedo más que decir: ¡gracias vida!
domingo, 28 de diciembre de 2014
POR LOS INFINITOS SILENCIOS DE LA TRANSPARENCIA
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como un grafiti en una espalda y mujeres que son como la transparencia de la oscuridad.
La mujer transparencia en la oscuridad tiene la línea del recuerdo en medio de sus pechos. Cuando alguien, sea hijo o sea amado, coloca sus labios en esa franja el mundo adopta el rostro del pájaro que canta en lo alto de una rama.
No distingue entre la luz del reflector y la luz que asoma en madrugada. Esto es así porque, de niña, soñó a medias. Nunca supo cómo terminaban los sueños, éstos siempre se quedaron como esas películas que tienen un final abierto.
Tampoco sabe por qué odia las salas de los aeropuertos y las vías donde viajan los trenes; no sabe por qué odia los campos donde la nieve cae o los patios donde la lluvia se estaciona como si fuese un camión descompuesto.
No sabe cuál es la hora en que los pájaros bajan a comer alpiste, ni la hora en que buscan resguardo por si la lluvia azota el cuerpo de la Tierra.
No sabe cuál es la distancia más corta entre el deseo y la blusa que cae como flor seca al suelo.
La mujer transparencia en la oscuridad ignora casi todo de todo. Lo único que sabe es que su destino es andar por las calles como mendiga, como mano que se abre para coger apenas un rayo de luz, una moneda arrugada por la edad.
Cuando sale al patio de su casa imagina que su casa es un mar y el corredor es como una playa, una playa donde el sol acaricia cada grano de sal y de arena. Cuando juega con su amado imagina que ella es la niña que subía a columpios y pensaba que el mundo era esa cinta donde todo era una plegaria a la vida y a la luz y al coraje del aire.
¿De qué sirve la transparencia en la oscuridad si nadie puede verla? Ella es la mujer que todo hombre intuye, pero cuyos balcones nadie pisa, porque se ven tan frágiles, tan llenos de agua, tan cáscara de nube, tan canto de colibrí sin canto.
El deseo que implanta en su corazón es como el contorno de las montañas o como la onda que la piedra hace a la hora que choca con el agua.
Es una mujer que tiene miedo a la luz y sin embargo la busca. La busca con la misma ansiedad que la hoja se injerta en el árbol; la busca con la misma hambre con que la calle busca los deslumbres y reflejos después de una tormenta. Es una mujer que duda, mujer que siempre pareciera estar detrás de la malla, que nunca alcanza a ver el horizonte con la plenitud de un pan recién sacado del horno.
Cuando va al club imagina que el hombre que se acerca a sacarla a bailar es como la cuerda que alimenta la insatisfacción del ahorcado.
No contesta a llamadas de celular por temor a salir del encierro. Le encanta los espacios donde todo es como una cueva, como un cuarto oscuro, como el párpado de la medianoche. Por eso, sus amados deben ser hombres que sepan de raíces cuadradas y de movimientos estelares. Ella es como el universo, como esa infinitud donde todo es silencio, eterno silencio.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como el parche que aparece en medio de un destino y mujeres que son como la barra de una cantina el último día del año.
sábado, 27 de diciembre de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LÍNEA ES LA FRONTERA
Querida Mariana: Chiapas colinda con Guatemala. Esto tan obvio no es poca cosa. Hay muchos estados de México que colindan con otros estados mexicanos, pero no con países. Chiapas colinda con Oaxaca; con Tabasco; un cachito con Veracruz; con el mar y con Guatemala. ¡Dios mío! ¿Ya miraste? ¡Colinda con el mar! De estas colindancias podríamos hacer mil lecturas, hallar mil significados y símbolos. Somos el único estado mexicano que colinda con Guatemala. Por el Norte, son una bola de estados los que colindan con los Estados Unidos de Norteamérica. Es un hecho sabido que las ciudades mexicanas que tienen colindancia cercana con las ciudades norteamericanas están influidas por la cultura estadounidense. Es sabido que los pueblos chiapanecos que colindan con Tabasco tienen más rasgos culturales tabasqueños que chiapanecos. Es inevitable. La cercanía provoca injertos. ¿Y Comitán? Acá (es simpático) todo mundo sabe que cuando alguien dice: “Voy a La Línea” se refiere a la frontera de México con Guatemala. ¿Mirás que simpleza? La franja fronteriza se convierte en una mera línea y parece que es así. En “Gracias a Dios”, una comunidad fronteriza que está por la zona de Los Lagos de Montebello, la división entre Guatemala y México es apenas una línea invisible provocada por una serie de mojoneras. La familia De León cuenta que su rancho (en esa zona) no tuvo un límite bien definido y así, cuando el constructor terminó de hacer la cocina ésta quedó en México y Guatemala. La tarja para lavar trastos quedó ¡en Guatemala!, y la mesa ¡en México! Bastaba caminar dos pasos para estar en otro país, sin impedimento alguno. Todo ahí es una mera línea, como línea de gis, como línea de tierra, como línea imaginaria. Por esto, los comitecos no nos equivocamos y a la frontera con Guatemala la llamamos “Línea”, al estilo de esos límites maravillosos que tiende un cirquero de calle a la hora que dice: “Detrás de la línea que estoy trabajando”. El público respeta la línea provisional, porque se sabe que nada en la vida debería tener líneas permanentes. En el Norte no es lo mismo, allá levantan muros para que la gente no pase. ¡Ay, mis prendas, el rancho de los De León sólo pudo darse en esta parte del mundo! Imposible hallarlo en Palestina o en Estados Unidos de Norteamérica. No nos damos cuenta, pero esta frontera del Sur es más afectuosa. No sé si esto sea bueno para la política, pero para el corazón del hombre sí es lo correcto. Sería muy digno que el mundo no tuviera fronteras con muros. Sería maravilloso tener fronteras que fueran apenas líneas. Bueno, lo ideal sería no tener fronteras. Los nacionalismos provocan fracturas en el espíritu del hombre, provocan conflictos y guerras. El mundo tendría que ser un territorio inmenso sin dueños, pero, lo sé, este pensamiento es basura en este mundo tan codicioso.
A mí me reclaman, dicen que soy un hombre que pinta “su raya”; dicen que soy un “alzado”, que no me dejo querer. Quiero pensar que no soy como Estados Unidos. Me gustaría ser como Guatemala: un territorio por donde la gente se paseara como “Pedro por su casa”. Es cierto, ya lo dije: soy escaso, me cuesta trabajo relacionarme con mi prójimo, pero no levanto muros. Dejo que la gente vuele sus papalotes en mis cielos, la dejo que se orine en mis arbolitos, que juegue en el sitio de mi casa que es como decir mi corazón, que juegue (de vez en vez) con mis juguetes y que los destroce. Como dijera Carlos, lo único que no permito es que se caguen sobre mí. A veces, cuando lo pienso, pienso que aspiro a ser como la frontera nuestra con Guatemala: una línea. Porque las personas (no podemos evitarlo) somos como territorios, territorios donde nos trasladamos de un lado a otro; toda cercanía exige pasar “al otro lado”.
Juan José Vázquez Méndez, un comiteco que es como una frontera de aire, comenzó a realizar un trabajo muy interesante: una serie de fotos con personajes de la calle que él bautizó como “Los Charritos de Comitán”, porque son “teporochos” que, en estos tiempos, beben la bebida llamada “Charrito”. Algún otro día, bebiendo una limonada, platicaremos vos y yo acerca de este tema, que tampoco es poca cosa. Charrito se llama la bebida alcohólica que embrutece a estos integrantes del Escuadrón de la Muerte. ¿A quién se le ocurrió nombrar con tal nombre a ese brebaje maldito? El término charro, en nuestro país ha perdido su connotación de prestigio. Charro es sinónimo de un mal líder social y ahora resulta que el término afectuoso nombra una bebida demoniaca. ¿Será que este declive viene desde las imágenes de los charros del cine mexicano de los años cincuenta? ¿Qué piensan los verdaderos charros, los auténticos?
Las personas ponemos límites. Mi prima Alicia dice que “no puede ver ni en pintura” a fulano de tal. A cada rato trazamos líneas, como si jugáramos a borrar los caminos que hacen las hormigas. Cuando pasamos un dedo sobre un camino de hormigas, éstas se desorientan, pierden el rastro; les cuesta trabajo reiniciar su labor. Los seres humanos (hormigas en medio del Universo) también tatarateamos cuando alguien borra nuestro camino, nuestra línea imaginaria.
Raúl Espinosa (el caricaturista de Comitán) tiene una serie de dibujos que rescata los personajes de la calle. La serie la llamó “Los Pito Pérez de Comitán”. Son los personajes clásicos de finales de los años setenta y fines del siglo pasado. Hoy, Juan José captura a los personajes de principios del siglo XXI. Hemos dicho que las fronteras del corazón comiteco son vaporosas, se estiran como ligas cuando hay necesidad de nostalgia. Sin la presencia de esos personajes Comitán no tendría el rostro que tiene. La miseria también es un gis que pinta su raya. Hay comitecos que desprecian a esos personajes; hay otros, como Juan José, que son más tolerantes y les buscan la línea de luz que, en medio de sus sombras y de sus pozos oscuros, también tienen.
Hay gente que pinta su raya y no tiene mayor relación con estos personajes, un poco como si fuesen de esas fronteras caducas que dividían las dos Alemanias, levantan muros coronados con gusanos gigantes hechos con alambre de púas.
Hoy, el Comitán del recuerdo habla de Mario “El Mocoso”; de “El Janush”; de “El Tibio”; o de “El Deley”, y como si fuesen voceros de toda una filosofía de vida recuerdan los dichos que ellos hicieron famosos. El “Deley” decía “No mata el trago, ¡mata la coca!” (Y fue un gran visionario, porque, en efecto, un camión que repartía coca cola lo atropelló). ¿Qué decía “El Rich”? Decía: “¡Ta jo, la vida, padre, ta jo!” (Y, de igual manera, fue un filósofo de primera, porque, en efecto, ¡la vida estaba jodida y sigue jodida!).
Hoy, Juan José nos entrega nuevos modos de ver la vida a través de esas vidas miserables. Los “charritos de Comitán” son territorios tan cercanos como Guatemala, sus fronteras son apenas líneas, sus vidas no son más que líneas tenues pintadas con cal. Cuando la lluvia arrecia esas líneas se borran, se evaporan, desaparecen.
Juan José ha compartido fotos de estos personajes: uno es “El Rafa” y otro “El Caracol”. De los dos sobrenombres el más emblemático es este último. El caracol tiene un dicho: “¡Ideay, hay que estar alegres, pue!”. Ante la rotundez del dicho de El Rich, El Caracol advierte que hay que sobreponerse y estar alegres, un poco como decir, si la vida de por sí está jodida, no le pongamos más fuego a la lumbre. ¡La veamos de manera diferente! ¡Le agreguemos la pizca de la alegría! Claro, él no sabe que su modo de darle alegría a su vida es el pedernal que incendiará su último fuego, el que lo abrasará con la intensidad que está abrasando su hígado. La concha en espiral que carga El Caracol nos habla del laberinto que es su alma, nos dice que su espíritu tiene mil minotauros que nunca serán vencidos. ¿Cuál es el dicho de “El Rafa” (acá debo hacer un paréntesis, este Rafa es un teporocho, porque Comitán sabe que existe otro famoso Rafa que es el personaje que se baña de vez en vez y carga cartones, papeles y plumas, y que es muy enamorado, porque tiene la costumbre de obsequiar rosas a las muchachas bonitas). “El Rafa, charrito comiteco” dice: “Siento que estoy en un sueño, pero quiero despertar”. Y acá no profundizaré en su pensamiento porque ya todo está dicho. Pareciera sintetizar la vida de millones de seres en el mundo, de esos seres que no tienen armonía y andan por las calles como si se desplazaran por un mundo sin límites, sin fronteras, sin más línea que la de la muerte.
Posdata: te celebro, mi niña, te celebro porque vos sos el territorio donde no hay límites para mis pasos. Te celebro, a la manera que el poeta Walt Whitman celebró la vida. Te bendigo, línea tenue del Universo. ¡Te celebro!
jueves, 25 de diciembre de 2014
HORA DE LAUDES
Como el poeta dice: “El cuento es muy sencillo”. Sólo recuerdo el título y nombre de la autora de un libro que llevé en el bachillerato. ¿Cómo se llamaba el autor del libro de Química? No lo sé. ¿Cómo era el título del libro de psicología? Lo ignoro. Sólo conservo en la memoria el libro de literatura: “Literatura mexicana e hispanoamericana”. ¿Autora? María Edmée Álvarez. La historia era casi simple. Estas eran las aguas de mi río.
Recuerdo la portada: el retrato de Sor Juana. Pero no sólo eso está en mi memoria. Hay otra nube altísima: sé de memoria los cuatro versos de un poema de Sor Juana que acompañaban la ilustración. ¿De memoria? Sí, ahora que lo escribo, lo recito: “Nocturna, mas no funesta, / de noche mi pluma escribe, / pues para dar alabanzas / hora de Laudes elige”. ¡Ah, que versos tan soberbios! Dignos de doña Juana de Asbaje.
Lo recuerdo como si fuera una mañana de 1974 y estuviésemos en uno de los salones húmedos de la antigua escuela preparatoria (donde hoy está la Casa de la Cultura).
Sor Juana escribía “de noche”, a la hora de los “laudes”. Si alguien busca en un diccionario encuentra que la hora de Laudes es posterior a los maitines (esta palabra la aprendí en San Cristóbal, mi tía Carmelita la decía constantemente). Los maitines son las oraciones dichas antes del amanecer. Deduzco, entonces, que la gloria de las letras mexicanas, oraba y luego escribía; un poco al estilo de San Benito que siempre dijo: ora et labora. Primero Dios y luego la chamba, en ese orden, siempre.
Recuerdo a Óscar Bonifaz diciéndonos que abriéramos el libro de Maria Edmée en la página tal y leyéramos. Bonifaz hoy es Premio Chiapas. En ese tiempo no soñaba con obtener tal gloria. ¿O sí? La mayoría de compañeros (que no se molesten, es verdad) tatarateaban a la hora que el maestro les decía que se pararan y leyeran en voz alta. La compañera en turno sostenía el libro con la palma de la izquierda y leía, leía, mientras los demás “seguíamos” en nuestros libros lo que ella decía. Me enojaba. Nunca pude evitarlo. Me enojaba que ella trastabillara. Las lecturas eran caminos llenos de piedrecillas. Un poco como cuando un cantante desentonado no alcanza a decir bien la letra de la canción; un poco como cuando un aprendiz de piano se equivoca y en lugar de dar un Fa sostenido sostiene a duras penas un La. Y me enojaba, porque ya, desde ese tiempo, yo era un lector regular tirando a bueno. Y esto era (como dice el poeta) muy sencillo: yo era un buen lector desde la secundaria o tal vez un poco antes. Me gustaba leer en voz alta algunos poemas. Recuerdo que en tiempos de la preparatoria leía con gusto a Machado: “Vosotras, las familiares, / inevitables golosas, / vosotras moscas vulgares, / me evocaís todas las cosas.” Era maravilloso ver cómo Machado hacía prodigios con la visión simple y boba de unas moscas. Sí, pensaba yo. Las moscas, también a mí, “me evocaban todas las cosas”. Machado dice que las moscas revolotean por todos lados, siempre jodonas. Machado no lo dice, pero yo pensaba que también estaban sobre la caca y entonces jugaba con los famosos versos de Shakespeare: “Ser o no ser” y jugaba a que Hamlet, en lugar de un cráneo, tenía en la mano un cerote y, muy filósofo, decía: “Ser o no ser” y yo completaba: “Ser o no ser, una bola de caca. Ese es el dilema.”. Y ahora, muchos años después, pienso que es muy válida la reflexión primera como la boba de mis juegos. A final de cuentas en eso se resume la vida.
Pero la historia no fue tan sencilla. Porque cuando todo apuntaba a que iría a la UNAM a inscribirme en la Facultad de Filosofía y Letras, para estudiar estas últimas, una tarde, en que mis papás tomaban café en la sala, me senté y con la gravedad del asunto dije: “Estudiaré Ingeniería”. Y abundé: no estudiaría cualquier ingeniería, estudiaría Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica, para que a mi regreso, ya con el título en mano, los comitecos dijeran: “Ahí va el Ingeniero en Comunicaciones y Electrónica don Alejandro Benito Molinari Torres”. Sonaba como a título nobiliario, no de esos chafas, sino de esos prestigiosos, de estepas rusas.
Cuando, cinco años después, regresé, no era más que Alejandro Molinari y en mis manos no traía el codiciado título de ingeniero. No logré el título, porque, en lugar de entrar a las clases de Electrónica, todas las mañanas acudía a la Biblioteca Central a leer novelas y cuentos; cien novelas, mil cuentos leí. En lugar de entrar a las clases de Termodinámica II asistía a conferencias y a todos los ciclos de cine que exhibían en los diversos auditorios de la UNAM. Al mostrar mis manos, mis papás las vieron vacías; pero yo, al estilo de Juana de Ibarbourou dije: “¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen”.
Y ahora sí digo, como el poeta: “el cuento es muy sencillo”. Una mañana de 1974 tuve en mis manos un libro de literatura y supe que ahí estaba marcado mi camino. Hoy busco horas de Laudes para aventar mi barca a este río que, a veces, como el Río Grande, está lleno de mierda, pero a veces, como el Río Ganges, tiene una línea donde la esperanza ¡boga!
miércoles, 24 de diciembre de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA TOMADA ANTES DE LA NOCHEBUENA
La imagen es muy sencilla: la punta de un árbol sin hojas y un ave, un gavilancillo. Los gavilancillos, cuando vuelan se detienen en el aire, aletean y (como helicópteros) permanecen en suspenso en un mismo punto. Es casi casi como si armaran (en forma virtual) un árbol invisible y desde ahí miraran el mundo, tal como en esta fotografía lo hace. El ave mira hacia un punto, siempre hacia abajo. Los pájaros que están en la punta de un árbol jamás ven hacia el horizonte, nunca miran hacia arriba, siempre ven hacia abajo, como si supieran que nadie puede estar por encima de ellos, como si supieran que ellos tienen el mundo a sus pies.
La imagen es casi simple. Está tomada un día antes de la nochebuena. El cielo (los conocedores podrán advertirlo) es el cielo de Tenam, una zona arqueológica cercana a Comitán. Tenam significa “Muro o Defensa”; por esto, el ave que acá se ve es como un vigía, como si estuviese en lo alto de una atalaya y su único cometido fuese proteger esos cielos y esos territorios.
La fotografía fue tomada un día antes de la nochebuena; es decir, un día antes de la celebración y el festejo. Si el lector ve con atención observará que el cielo presagia placidez, es un cielo ajeno a lo que en la Tierra se celebra. El cielo no tiene estrellas ni luces ni cohetes; es un cielo como un manto puro, como una tela sin alardes y sin lentejuelas, un poco como, cuenta la leyenda, fue el manto con el que su madre cubrió el cuerpo del niño Jesús.
Esta fotografía es reveladora del sentido de la natividad: no hay obsequios de oro, incienso y mirra; tampoco hay presencia de reyes magos. La magia no se lleva con la nobleza y viceversa. Al contrario, la nobleza está ausente de todo fasto, es tan sencilla y enorme como este azul del cielo; tan noble como la dignidad de este gavilancillo que observa el mundo desde su privilegiado torreón.
Las ramas están desnudas, como desnudo estuvo el cuerpo del niño que nació la noche del veinticuatro (según la tradición occidental). Esta imagen es como la síntesis perfecta de la reflexión y del acto de contrición. No hay un solo elemento que hable de afanes materiales, todo está como si estuviese colocado en la mano de Dios. Son elementos naturales, como piedras livianas: un cielo, unas ramas y un ave. No más. Sin embargo, si el lector ve con atención observará que ahí, detrás de ese cielo, está el Universo; ahí, detrás de esas ramas secas, está la esperanza del renuevo en primavera; ahí, detrás de esa ave, está la promesa de la vida, de la vida sosegada, de esa vida a que tanto aspiró el poeta.
Es una imagen de un día antes de la nochebuena. Los excesos de la nochebuena y la timidez de la armonía ya son parte de otra historia.
Esta ave es síntesis de la nube llamada Tenam, que significa muro, defensa.
lunes, 22 de diciembre de 2014
¡MAMÁ! VUELVO MÁS TARDE
Martín tomó la mochila y gritó: “¡Mamá, vuelvo más tarde!”. La mamá estaba en el piso superior, doblando las camisas. Ella gritó: “¡No tardes!”. Martín ya no escuchó, ya cerraba la puerta. En la mochila llevaba dos pinos. Los sembraría en el panteón, al lado de la tumba del abuelo. El panteón ha perdido muchos árboles. Debe ser porque cada vez hacen más fosas. La gente muere a cada rato y el espacio no crece. En donde habían árboles se levantan capillas. Por eso, la tumba del abuelo no tiene sombra. Martín recuerda que si algo gozaba el abuelo era la hora del mediodía en que sacaba la silla y la colocaba debajo del ciprés que estaba a mitad del sitio de la casa. (Tres o cuatro meses después de la muerte del abuelo, mamá Lencha dio permiso para que el tío Rubén construyera dos cuartos. El ciprés fue talado). El abuelo dejaba una mesa de madera al lado de su silla y esperaba que la abuela le sirviera la jarra de limonada con dos vasos, uno para él y el otro para Martín. Martín llegaba de la escuela, tiraba la mochila (la misma que llevó esa mañana), decía: ¡ya llegué!, y luego salía al corredor de la casa y desde ahí veía al abuelo, quien, como si lo presintiera, dejaba el libro que leía y levantaba la mano para saludar al nieto. Martín corría hacia él y el abuelo servía limonada en el vaso que le ofrecía. ¿Cómo te fue en la escuela, hijito?, preguntaba y oía con atención. Martín contaba que, como todos los martes, Enrique y Jordán habían brincado la barda para ir a cortar limas en el sitio de don Ramón. Lo habían hecho a las diez con cincuenta de la mañana; habían pedido permiso para ir al baño. El maestro dijo que no tardaran. A las once tocó la campana para el recreo, el maestro no se dio cuenta de la ausencia de ambos. Enrique y Jordán corrieron. Don Concho les abrió la puerta trasera y mostró la mano. Enrique sacó una moneda y se la dio. Don Concho, como si fuera torero, les hizo un pase y permitió la entrada. Enrique subió al árbol y desde arriba comenzó a tirar las limas que cachaba Jordán y las metía en una bolsa del mandado. Don Concho, recostado sobre el tronco de un árbol de jocote, dijo que ya eran once y veinte. Enrique bajó del árbol y volvieron a la escuela. Llegaron acezando, como potrillos, tocaron el timbre de la entrada y le dijeron a don Pilo (el conserje) que el maestro los había mandado a cortar limas para la piñata de la posada del otro día. Don Pilo, casi casi como si fuese hermano gemelo de don Concho, hizo un pase de torero y dejó que los niños entraran a la escuela. Corrieron al salón y comenzaron a vender las limas entre los compañeros, quienes, como todos los martes, esperaban la llegada de los niños con las limas de pechito. El aroma de la lima suavizó el olor penetrante del sudor que circulaba por el salón.
A Martín le faltaba poco para llegar al panteón. Con la mano se limpió el sudor de la frente. Ahora comenzaría a subir. En el Puente Hidalgo se detuvo y colocó sus brazos sobre un murete, vio el agua que corría por la zanja. Algo sucedió. El movimiento lento, pero sin pausa del agua, lo sedujo. Pensó en la historia que le había contado su tío Ranulfo, sobre cómo había muerto su abuelo. ¿Por qué su abuelo se dejó seducir por el agua y se aventó al río, desde el puente de Chiapa de Corzo? ¿Qué poder de seducción tiene el agua? ¿Es su movimiento lento, pero sin pausa, lo que hipnotiza? ¿O es el ideal de retorno al seno materno, al origen? A veces, cuando Martín cierra los ojos ve las imágenes que le contó el tío Ranulfo, ve al viejo subir sobre el barandal y aventarse antes de que los conductores que se bajaron del carro puedan detenerlo. Le causa zozobra, pero luego ve al abuelo abrir los brazos, como pajarito, a la hora que se despeña a mitad del aire. Lo ve caer. Escucha el sonido del cuerpo contra el agua, como si una piedra chocara contra el pavimento y luego ve que el cuerpo desaparece en medio de esa inmensa burbuja infinita.
Martín ya no llegó al panteón. Volvió a casa. Cuando la mamá bajó a la cocina lo halló sentado ante la mesa, tomando café. ¿Qué pronto volviste?, dijo y agregó, eres un hombrecito de palabra, dijiste que volverías más tarde y lo hiciste. ¿Me gané un premio?, preguntó Martín. Sí, dijo la mamá y le ofreció un panqueque. Ya Martín había sembrado los dos pinos al lado de los cuartos de tío Rubén. Martín pensó que tal vez el espíritu de su abuelo volvería alguna tarde, porque cuando el abuelo subió al carro con rumbo a Tuxtla, Martín llegó hasta la puerta, subió los brazos en la ventanilla abierta y le preguntó adónde iba. El abuelo sonrió y dijo: “Voy a Tuxtla. Vuelvo más tarde”.
domingo, 21 de diciembre de 2014
LA TARDE EN QUE JULIO GORDILLO DOMÍNGUEZ FUE PREMIO CHIAPAS POR UN INSTANTE
¡Tarde de fiesta en Comitán! Tarde del 19 de diciembre. La gente acudió al Auditorio Belisario Domínguez. La cita era a las cinco de la tarde, para la entrega del Premio Chiapas 2014. Tarde fresca; a diferencia de las anteriores, que fueron frías; es decir, la tarde de la inauguración (donde cantó la estupenda mezzosoprano Cassandra Zoé) y la tarde en que actuó un ballet ruso. La tarde de la entrega del Premio fue una tarde llena de luz y de aire afectuoso.
Heberto Morales Constantino fue el primer galardonado que llegó al auditorio, minutos antes de las cinco. Alguien de protocolo, de gobierno del estado, le indicó que en el extremo izquierdo de la primera fila se sentarían los premiados (Óscar Bonifaz Caballero, Fernán Pavía y él). La esposa de Heberto debió sentarse en la fila dos, en respeto al protocolo indicado. Un rato después apareció el premiado en artes del año pasado: Javier Espinosa Mandujano, Presidente del Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas, institución que impulsó la candidatura de Bonifaz. Espinosa Mandujano se sentó en la fila número dos. (La cuatro estaba reservada para doña Lety Coello, Directora del DIF estatal; para el Lic. Juan Carlos Gómez Aranda, representante personal del gobernador de Chiapas; para el Lic. Luis Ignacio Avendaño Bermúdez, Presidente Municipal de Comitán; y para las demás autoridades: el Secretario de Educación; el Director de Coneculta Chiapas y el biólogo Froilán Esquinca, Presidente del Jurado del Premio Chiapas 2014).
El escenario estaba dispuesto para el acto glorioso donde el Gobierno de Chiapas entrega la máxima distinción. Se escuchaba el rumor de la gente al sentarse; los manotazos de políticos, a la hora del abrazo con amigos que hace tiempo no se ven.
Antes que llegaran los dos premiados que faltaban (Pavía y Bonifaz), el comiteco Julio Gordillo Domínguez entró acompañado por varios de los muchachos que integran su escuela de oratoria. Como el orador y periodista tiene cierta dificultad para caminar, fue auxiliado por uno de los muchachos. Mientras se apoyaba en el brazo y bajaba los peldaños, Julio abría los brazos, saludando a todos. Llegaron hasta la primera fila y Julio abrazó a Heberto. Heberto dijo que su esposa lo acompañaba, Julio apoyó sus manos en el respaldo del asiento y saludó a la esposa: “La conozco”, dijo. Luego saludó a Espinosa Mandujano y se sentó a la derecha de Heberto. El de protocolo andaba en otras andanzas. Nunca se dio cuenta que Julio se quedó sentado ahí.
Luego, Pavía llegó, se sentó a la izquierda de Heberto. Más tarde Bonifaz apareció, acompañado por hijos y nietos y, con sus pasos inquietos, como de tiuca alborotada, pasó frente a Heberto, Pavía y Julio, y fue a sentarse casi a mitad de la primera fila, rodeado por sus familiares. Óscar, igual que los demás galardonados, estaba feliz.
Cuando el auditorio estaba a tres cuartas de su capacidad, las autoridades de la cuarta fila llegaron y el acto comenzó. Los maestros de ceremonia anunciaron la participación del Coro de Gobierno del Estado de Chiapas. En el escenario aparecieron mujeres y hombres, vestidos de negro, con elegancia; abrieron sus partituras y, como si fuesen chinchibules, lanzaron sus gorgoritos al aire. Ya se sabe, cuando entonaron la primera estrofa de “Comitán, Comitán de las flores, donde están…”, la gente aplaudió de más. (A los comitecos nos ganan el corazón cuando nos dan de comer el alpiste de nuestra nostalgia.) (Lo mismo sucedió cuando el pianista cubano -la tarde inaugural del auditorio- se “reventó” la canción de Armando Cordero Citalán. El público le aplaudió más que a la propia mezzosoprano. ¡Habrase visto!)
Al término de la actuación del Coro, las autoridades hicieron uso de la palabra. En primer lugar, el Presidente Municipal dio la bienvenida; luego subió el Secretario de Educación; en seguida el Presidente del Jurado.
A continuación fue el momento para que los asistentes al acto de honor conocieran algunos datos (mínimos) de la trayectoria de los elegidos. La pantalla gigante colocada a mitad del escenario mostró la imagen de Pavía, mientras los maestros de ceremonia daban a conocer breve ficha biográfica del laureado. Acto seguido, se dio a conocer un poco de la trayectoria luminosa de Heberto. El camarógrafo, que estaba sobre el escenario movió tantito la cámara y pasó del rostro de Pavía al rostro de Heberto. (Protocolo había dicho que ese espacio estaba destinado para los galardonados.) Sólo faltaban los datos de Óscar Bonifaz; la maestra de ceremonia comenzó a darlos y el camarógrafo hizo un ligero desplazamiento de su toma y en la pantalla ¡gigantísima! apareció el rostro de ¡Julio Gordillo Domínguez!, y ahí permaneció mientras se leían los datos del galardonado. Óscar Bonifaz estaba a cinco o seis butacas de esa zona. Algunos comitecos sonrieron al ver el error. ¡Qué iba a saber el camarógrafo que Julio no era Óscar! ¡Qué iba a saber Óscar que no debía estar sentado donde estaba, sino estar al lado de Heberto y Pavía! ¡Qué iba a saber Julio que no debía estar sentado ahí; qué iba a saber que había trasgredido el protocolo de la entrega del Premio Chiapas! ¡Qué iba a saber el universo que, mientras era dado a conocer el currículum de Óscar Bonifaz, en la pantalla aparecía el rostro de Julio Gordillo Domínguez, el llamado Tribuno de México!
Fue apenas un instante que duró una eternidad. Fue apenas una travesura casi infantil.
Al término de la lectura de datos mínimos, las autoridades y los galardonados subieron al escenario y la ceremonia se realizó con luminosidad y calidez. La gente disfrutó los mensajes de los premiados y de Juan Carlos Gómez Aranda; la gente celebró la palabra humilde, la sentimental, la gozosa, la llena de dignidad y dolor. Esa tarde, la palabra sublime aleteó por esos cielos, cielos que fueron benditos con ese acto indecible, donde el gobierno de Chiapas premió a algunos de sus mejores hijos. La palabra fue una cinta de luz que honró la memoria de Belisario Domínguez, nombre que ostenta el auditorio. Fue una tarde prodigiosa; una tarde un poquito ¡traviesa!
Gracias a Dios, cuando las autoridades entregaron el reconocimiento a Óscar Bonifaz, lo recibió ¡Óscar Bonifaz!
sábado, 20 de diciembre de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE UNA O DE OTRA COSA
Querida Mariana: Chayito, la otra tarde, me dijo: “Tío, hablemos de una o de otra cosa”. ¿Dónde aprendió eso? Bueno, dije, hablemos de nubes. “No tío, de otra cosa”. Bueno, hablemos de tigres. “Que no, hablemos de otra cosa”. En ese momento entendí el juego. ¡Ah, qué maravilla, Chayito siempre me sorprende!
Los juegos de Chayito se basan en los hechos cotidianos, casi casi lo que sucede siempre por las calles de Comitán. Si ponemos tantita atención veremos que la vida diaria es esto: hablamos de una o de otra cosa. La otra tarde acompañé a unos amigos al restaurante “El ángel” (a mí me gusta llamarlo con el nombre que fue conocido mucho tiempo: “La tablazón” o “Las tablitas”). Nos sentamos en la mesa de un rincón. Dos mesas más estaban ocupadas. ¿De qué hablaban en aquellas mesas? Cosas totalmente distantes de las que hablábamos nosotros. Y eso era apenas un pequeño espacio de una pequeña ciudad del gran mundo. Pensé (fue una bobera, pero así lo pensé) qué juegos de palabras se jugaban en ese instante. Millones y millones de conversaciones se enredaban en el aire, sin enredarse.
Entendí el juego de Chayito. Entonces me senté en un banco y le dije, muy serio: hablemos de “una”. Ella sonrió. Se sentó a mi lado, en el piso y dijo: “Sí, tío, y luego hablamos de otra cosa”. ¡Ah, esta niña es maravillosa! El juego (lo entendí) era jugar de manera textual: primero hablábamos de “una” y luego de “otra cosa”. Y entendí que, a veces, uno debe jugar tal como lo establece la regla del azar.
Es prodigioso el don que posee la palabra. ¡Uh, se puede hablar de mil cosas! ¡No, no, mil! Todos los días se habla de millones de cosas. Igual de prodigioso es el camino que toma una plática. Hay gente que prepara las oraciones iniciales de una conversación. Por ejemplo, cuando alguien (supongamos compadre de un político) va a pedirle algo a su amigo. Prepara qué va a decirle: “Compadre, vos y yo hemos sido amigos desde niños…”, y por ahí va la “cosa”, hasta que un minuto después le suelta la petición. Los enamorados hacen lo mismo. ¿Cómo pedirle a la amada que sean novios? Se prepara el diálogo, pero todo mundo sabe que las pláticas tienen alas y vuelan solas. Lo mismo sucede con la literatura. El escritor planifica, pero existe un instante en que la historia vuela por sí misma y los personajes toman vida propia. Las mejores novelas son éstas, las no planeadas, las que “la casualidad” impulsa por cielos abiertos.
¿De qué habla la gente? ¡Uf, de una o de otra cosa! Vos sabés que yo soy una persona introvertida y me resulta muy difícil entablar una conversación. El otro día recordé mis tiempos de estudiante de preparatoria. Había una niña que me gustaba mucho (era lo que se dice mi “amor platónico”). Uno de mis amigos me decía que ella no me hacía el feo, pero debía atreverme a hablarle. ¡Dios mío! ¡Ese era el gran problema! Una tarde, en el parque, por fin ¡me atreví! Ella iba acompañada por dos amigas más, iban en la chorcha, bien alegres. “¿Te puedo acompañar?”, pregunté, mientras sus amigas se codeaban y reían, por lo bajito. “Sí”, dijo ella y yo caminé a su lado. Un paso, dos, tres… cien, ciento uno… doscientos… Como yo no sabía qué decir, ella comentó algo con sus amigas y ellas respondieron, muertas de la risa. Ahí me llegó mi síndrome de niño consentido, hijo único, del “quiero estar con mi mamita” y me despedí. Mientras yo caminaba hacia la banca donde había dejado a los amigos, las amigas de ella y mi amor platónico, se mataban de la risa. Yo me sentía un hotdog aplastado. Llegué con mis amigos y el que me había incitado me dijo: “Sos un pendejo. Te miré y miré que no le dijiste nada. ¡Qué pendejo!”. Yo, ya todo mudenco, sólo me atreví a decir: “Pucha, yo le pregunté si podía acompañarla, no si podía hablarle. La acompañé”, y traté de reír, pero lo cierto es que estaba a punto del llanto. Mi amigo tenía razón, era yo un pendejo. Nunca he podido hablar con otras personas. Me acostumbré tanto, de niño, a hablar conmigo que ahora me resulta muy difícil establecer una comunicación. Cuando debo asistir (por compromiso ineludible) a una fiesta me siento y me dedico a ver, a escuchar. Para estas dos actividades sí soy muy bueno, pero para hablar ¡no!
Por ello, cuando juego con Chayito ¡soy feliz como una lombriz! Con los adultos tengo dificultad para comunicarme. Los adultos esperan algo, los niños nunca. Con los niños me siento bien. Los juegos son espontáneos. Con Chayito jugamos a hablar de “una” o de “otra cosa”. “Juguemos a la una”, dijo ella y yo dije que sí. Estábamos en el sitio de la casa de sus papás. Desde ahí se miraba una antena (no sé si para radiocomunicación), era una vara de acero, larga, tendida hacia el cielo. A la hora que la miramos pasaba una nube cerca de ella (era una mera impresión óptica, porque la nube estaba detrás, muy lejos). La impresión fue que la nube era como una fronda y llegó el momento que apareció como si fuera la fronda de un árbol, delgadísimo. “Mirá, tío”, dijo Chayito y yo vi el árbol de nube. Lo vimos, ambos. Si hubiese estado con un adulto hubiera costado trabajo coincidir en esa visión de imágenes. Los adultos pierden (quién sabe en qué momento) la posibilidad de imaginar. ¿Te acordás, niña mía, cuando eras niña y venías en el carro con tus papás y te recargabas en el cristal del asiento posterior y mirabas el cielo y jugabas a encontrar formas a las nubes? “La de allá se parece a un caballo”, decías y señalabas con el dedo.
La mamá de Chayito nos trajo una limonada y nos dijo que pronto estaría la comida. “Te preparé tu verdurita”, me dijo. Yo agradecí el gesto, pero lo cierto es que ya había comido antes en casa. Siempre como en casa antes cuando tengo un compromiso. Ese día era cumpleaños de Adrián (el papá de Chayito) y los invitados comenzaban a llegar (Ah, Comitán, la invitación decía “dos de la tarde”, eran las tres y la gente apenas se asomaba). “Juguemos, pues, tío”, me dijo Chayito. ¡Y jugamos! El juego con la palabra es, tal vez, el juego más emotivo de la Tierra. Es difícil encontrar otro juego más intenso. Y esto lo digo porque no se necesita más chunche. La gente que gusta de practicar el fútbol soccer dice que este juego es tan popular porque no se necesita más que un balón (que puede ser un montón de calcetines amarrados) y un par de piedras para simular una portería. Sí, así es. Los otros juegos y deportes son más sofisticados. Para jugar béisbol es preciso (además de la bola de trapo) buscar un palo para golpear “la pelota”. En el juego de la palabra basta saber hablar (esto no es fácil, pero incluso los que balbucean ¡pueden jugar!). Se juega con la palabra y con la imaginación, ya lo demás, como dijera La biblia, llega “por añadidura”.
¡Y jugamos! Chayito dijo: “Una pelota llena de aire” y yo dije “Con una cuerda para jalarla como papalote”, y Chayito se paró y me jaló de las manos: “Vení, vení, volemos nuestra pelota”, y yo me paré y corrí detrás de ella, que llevaba el brazo derecho levantado, como si jalara el papalote pelota llena de aire. Los invitados de Adrián nos vieron por un segundo y luego siguieron en su plática de adultos, que si la Torre Chiapas, que si la pista de hielo, que si el Premio Chiapas, que si el bloqueo de los Chamulas, que si la posada del viernes; mientras Chayito y yo corríamos por el patio de ladrillos, patio ¡iluminado! Chayito se sentó y se recargó en la pared, cerca de la maceta con helechos y yo me senté a su lado (ya acezando, como venado pochoroco). “Una mano peluda con mocos”, dijo Chayito y yo complementé: “Con una vasija llena de orines”. Y Chayito movió los pies como si bailara, muerta de la risa. Se paró y volvió a jalarme de las manos. “Les pasemos el mensaje a los invitados de mi papá”, dijo y fuimos hasta donde estaba don Víctor con su esposa y Chayito, muy formal, saludó: “Buenas tardes, tíos”, dijo y su tía Hermila (con un par de zapatillas rojas, con agujas de quince centímetros) le dio un beso y el tío (con bufanda a cuadros azules y blancos) hizo lo mismo. Yo también di las buenas tardes y di la mano. Chayito se botaba de la risa. “Yo les dejé mocos en los cachetes”, dijo; y yo dije que les había dejado orines en las palmas de las manos. Ella tomó mi mano, se la llevó a las narices y dijo: “Sí, ishh, cómo apesta” y me llevó al baño y me lavó las manos.
¡Jugamos! Sin necesidad de más chunche que la palabra y la imaginación; y yo pensé: “Este juego sí me gusta, matarile rile ron”. Y mientras los adultos se saludaban y aceptaban el vaso con ron o el vaso con agua de Jamaica con hielos que Adrián les ofrecía, Chayito me decía, en voz baja: “Una ciudad de plastilina y papel” y yo completaba: “Con un hilo de luz para atrapar gusanos”.
Posdata: mientras los adultos tomaban ron y decían “¡Ah!”, nosotros ¡jugábamos! Me gustan los juegos de los niños, mi niña amada.
viernes, 19 de diciembre de 2014
El ARO DE LA VIDA
Imaginá que te llamás letra o, imaginá que sos una letra o. Ah, tendrás el privilegio para nombrar el asombro: ¡Oh, qué bello!; así como la tragedia: ¡Oh, qué lamentable! ¿Mirás qué prodigio? Una misma sílaba sirve para aplaudir la madrugada, así como para señalar el vacío.
Cuando Omar jugó este juego, supo que tenía entre sus manos la posibilidad de un don (que lleva la o en su columna vertebral). Cualquiera podrá pensar que las demás letras tienen la misma posibilidad, pero no es así. Cuando sos la letra o tenés en tus manos la posibilidad de la perfección, porque no otra cosa es el círculo. (Alondra es feliz porque dice que su culito es perfecto. A ella le gusta jugar el juego donde tocan por detrás.)
Si lo pensamos (ya Cri Cri deslizó la idea), las demás letras son incompletas y tienen protuberancias. La a tiene un gancho elevado, como si su destino fuera ser una parodia de aquel verso de Quevedo que dice “Érase un hombre a una nariz pegado”. ¡Oh, qué pena!
¿Qué decir de la i anoréxica y nieta permanente de los hijos de Biafra? ¿Qué de la e que estuvo a punto de lograr la perfección de la o, pero se arrepintió al último instante y se dobló hacia sí misma? ¿Qué de la u que es como mano de pordiosero, siempre abierta en espera de que algo le caiga del cielo?
Ramiro me contaba la historia del día en que las cuatro letras restantes se pusieron de acuerdo para eliminar a la o. La a o la e (no se sabe bien a bien cuál de las dos) tomó un cuchillo y esperó en la esquina a la o. Cuando estaba rodaba bien contenta, la a (o la e) le salió al paso y sin decir algo hizo un tajo en el aire, cortando en dos a la o. Ésta se desgajó como cuerda guanga y quedó tirada a mitad de la banqueta. A partir de ese instante las palabras que llevaban o en su panza desaparecieron. ¿Cómo negarse si la o ya no podía acompañar a la n? Así que ante toda pregunta, la gente balbuceaba nnnn, pero no lograba negarse. ¿Me quieres?, preguntaba el viejo perverso a la muchacha bonita y ésta no podía responder de manera negativa, así que el viejo la tomaba y la hacía suya. El mundo fue un mundo plano. La Tierra y los demás planetas comenzaron a perder su forma redonda y fueron achatándose. La pobre o seguía tirada a mitad de la banqueta, era como la piel de una culebra aplastada en la carretera. La imposibilidad de negarse afectó al mundo, pero lo que más afectó fue esa maravillosa sílaba que servía para expresar asombro. ¿Cómo los poetas podían nombrar la línea del horizonte? ¿Cómo decir: ¡oh, amada!, a la hora que la mano de luz alumbra la piel? Asimismo, todo el mundo no pudo nombrar a Dios. Cuando millones de creyentes vieron a su fe irse por el albañal, como agua sucia, se rebelaron y fueron a rescatar el lazo podrido que una vez fue el contorno de la o.
Una mañana, el pueblo volvió a ver a la o rodando por las banquetas y calles. Como si fuese una llanta con una bola brincaba de cuando en cuando (era el lugar donde había sido remendada). La gente pudo volver a nombrar todas las cosas del mundo y doña Amanda se atrevió a gritar a todo pulmón el lugar común que dice: “Ay, hijos, nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”.
La o volvió a jugar en medio de las palabras. La meditación recuperó su mantra: ¡Ommmm!, y el mundo tuvo, de nuevo, el rostro de coro monumental.
A veces, cuando alguien pronuncia una palabra con o, pareciera que trastabilla, que tiene una ligera piedra. Es la costura que tiene. Por esto, cuando en Comitán alguien le dice ¡bolo! a un borracho, la palabra suena aguardentosa, tataratera, un poco briaga.
Imaginá que sos la letra o. Sin vos, la palabra amor no existiría, ni tampoco el dolor, ni la armonía.
lunes, 15 de diciembre de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN LIBRO SIN AUTOR
Roberto Carlos dijo que mi librincillo no tenía el nombre del autor en la portada. ¿Por qué? El noventa y tantos de libros contiene el nombre del autor en la portada. Esto es así (lo dicta el sentido común) para que los lectores sepan quién escribió tal o cual libro.
Todos los lectores tenemos autores predilectos. Nunca son lo mismo. Esto habla de las diferencias y de los gustos.
Tengo, como cualquiera, autores consentidos. Cuando voy a librerías me encanta caminar por los pasillos y ver cientos de portadas. Es maravilloso descubrir el talento de los diseñadores, quienes, echan todo su resto, para que las portadas sean llamativas. Se sabe (cualquiera lo sabe) que las portadas son las que venden. Cuando alguien se acerca a un libro porque su atención fue capturada, los editores ya tienen ganado un buen trecho.
¿Por qué mi librincillo no tiene mi nombre en la portada? Cuando el editor, Luis Armando, me mostró tres propuestas de portada, llamé a Roberto Carlos, a Margarita y a no sé quién más, para que me ayudaran a elegir una, ¡la definitiva! Todos coincidieron en que la portada más acorde al tema del librincillo era la que ahora tiene. Sólo una sugerencia hice: que se le incluyera la oración: “Cartas a Mariana”. Pensé que ello ayudaría a los lectores a identificar un poco más ese aspecto de Arenillas, que se publica, sábado a sábado, en el Diario de Comitán. Luis Armando atendió a la sugerencia. Lo que nunca imaginé es que la portada iba a aparecer sin nombre.
¿Cuántos libros en el mundo no tienen el nombre del autor en la portada? Deben ser pocos, muy pocos y cada uno de éstos debe tener una razón. ¿Cuál es la razón de que mi librincillo no tenga el nombre del autor de la portada y sólo lo tenga en el lomo?
Cuando voy a librerías y camino por en medio de cientos y cientos de volúmenes me siento feliz. Cuando me acerco a la mesa de novedades veo las portadas y me sorprendo con los colores y con las formas de las ilustraciones. Mi librincillo tiene una portada muy atractiva, pero (ay, ¡ya!), no tiene mi nombre.
Cuando me acerco a la mesa de novedades si encuentro un libro con el nombre de uno de mis autores favoritos, algo como una cosquilla aparece en mi corazón, casi casi como si un gusano bailara una rumba. En muchas ocasiones consulto con mi bolsillo y (en el ciento por ciento de ocasiones) mi deseo cancela el vacío de mi bolsillo y adquiero el libro. El nombre del autor en la portada es ¡indispensable! Si no, cómo saber quién escribió el libro.
El logo de la empresa editorial sí se ve grande y bonito, pero el nombre de Benito ¡no aparece!
Pero sé que este aparente olvido es propositivo. Luis Armando no puso mi nombre porque propondrá el libro al Concurso de “Libros que no se sabe quién escribió” y estoy casi seguro que nos llevaremos el primer lugar. O lo hizo porque, como cualquier gran poeta, todo mundo aspira a que sus textos sean cantados sin necesidad de autor, que todo sea como de dominio público y el mundo entero repita frases enteras de memoria.
Acá en Comitán todo mundo (bueno, bueno, es una exageración) sabe que las Arenillas las escribe un tal Molinari, pero ¿más allá de Chacaljocom?
Este librincillo no es común ni corriente. Por esto, Luis Armando quiso hacer una portada que se saliera de lo común, de lo corriente y sólo colocó el título de Arenillas y el agregado sugerido de “Cartas a Mariana”.
Luis Armando estudió en la escuela donde trabajo desde hace muchos años, la escuela cuyo lema es “hacer las cosas ordinarias de manera extraordinaria”. Luis hizo una portada ordinaria de manera extraordinaria. Va pues.
domingo, 14 de diciembre de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE LA TELE QUE NO SE VE
La “imagen” no es común. Es un poco como el chiste aquel de “Papá, ¿puedo mirar la tele?” “Sí, pero no la prendas”.
¿Dónde se ha visto una tele con el monitor hacia la pared? En esta fotografía. ¿Qué función cumplen las piedras? ¿Son acaso el sostén de la sentencia de Azcárraga que dijo: “Sobre estas piedras edificaré mi iglesia”? Porque igual de sobado que el chiste es el dicho de El Tigre Azcárraga (el papá del pintito actual): “Yo hago televisión para jodidos, México es un país de jodidos, y nunca cambiará”.
Esta televisión está a punto de pasar a mejor vida ahora que se dé el apagón analógico y sólo funcionen las televisiones digitales (Mariana dice que estoy equivocado, dice que esta tele desde hace mucho pasó a mejor vida).
Caminábamos por una calle cuando Mariana señaló con su dedo. Nos paramos. “Tomale una foto”, dijo. Saqué la cámara y apreté el obturador. Es la entrada de un taller donde reparan aparatos electrónicos. Mariana dice que este televisor pasó a mejor vida desde hace muchos años y el dueño del taller lo colocó en la banqueta, así como los mecánicos dejan olvidados, en la calle, los carros que ya no tienen remedio. Cuando dijo esto último, nos reímos, porque supimos que este país tampoco tiene remedio y por eso ya, la patria, nos dejó en la calle “de la amargura”.
Qué pena reconocer que Azcárraga, el viejo, tuvo razón. ¡Nunca cambiaremos! Su televisora nos sigue dando mierda y la consumimos día y noche. A veces le ponemos un poco de polvojuan para que se disimule un poco el sabor a caca, pero de que le entramos le entramos. Si tuviésemos un poco de dignidad ya desde cuando habríamos presionado al gobierno a cancelar el programa de Laura de América. Pero nadie hace algo, porque hay millones de personas que consumen “lo que el país produce”. El país (léase inversionistas) producen lo que interesa a sus intereses y al interés del supremo poder.
¿Imaginás lo que sucedería en México si todo mundo le diera la espalda a la televisión abierta?, preguntó Mariana. Pero no pude hacerlo, porque ya, cualquier día de éstos, el “país” donará millones de televisores digitales para que los mexicanos no se queden si ese producto de primera necesidad, alimento de los pobres (de los pobres de espíritu y pobres de mente). Las personas colocarán las pantallas digitales sobre la mesa del oratorio y seguirán prendiéndole veladoras a todos los santos y vírgenes que Televisa y Teveazteca nos presentan.
Mariana y yo nos sentamos en la banqueta de enfrente y vimos la televisión. Vimos el culo de la tele y nos causó risa. Imaginamos que pasaba una señora con rumbo al mercado y miraba hacia donde estaba la tele y luego volvía la cara hacia nosotros y preguntaba: “¿Qué hacen, muchachitos?” (Yo agradecía lo de muchachitos). “Vemos la tele”, decíamos a coro. “Ah, muchachos bobos, están locos”, decía ella y se subía el chal y continuaba su camino. Mirábamos la tele e imaginábamos que veíamos una serie basada en el libro “Necrópolis”, de Santiago Gamboa, escritor colombiano, quien, según Manuel Vázquez Montalbán, es “junto con Gabriel García Márquez, el autor colombiano más importante”. Y veíamos esa serie porque Quique me acaba de obsequiar el libro. Imaginamos que cambiábamos a lenguaje comiteco el caló de José Maturana, uno de los personajes de la novela. Y donde José dice: “mis guariguaris, más que todo lo que nunca tuve y amé”, nosotros dijimos: “mis compas…”; y no cambiamos nada cuando se refiere a Dios o Jesús: “The Big Boss, Don Chuchito El Propio”, porque el juego de palabras era como una línea de agua limpia. Y así nos estuvimos buen rato y dijimos que la televisión no es la caja idiota, tiene mil posibilidades de alentar la imaginación, siempre y cuando no se prenda o no se miren los canales de Televisa o Teveazteca.
Mariana tuvo un impulso a la hora que nos paramos y dijo: “¿Y si tomamos las piedras y las tiramos contra la tele en acto de protesta?”, pero luego dijimos que no, que mejor no, porque este televisor ya estaba frito desde hace mucho tiempo y nos había servido para jugar un rato, a mitad de la calle.
sábado, 13 de diciembre de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DE CÓMO UN LIBRO ES UN PRESENTE QUE DEFINE UN FUTURO
Querida Mariana: me gusta el lema: “Regale afecto, no lo compre”. En esta temporada todo mundo compra “presentes” para obsequiar a sus cercanos. Descreo de esta temporada en que todo huele a miel. Pero, tampoco soy tan Ebenezer Scrooge (personaje de una novela de Charles Dickens, que odiaba la navidad). Entiendo que la temporada de navidad es un pretexto para reafirmar cariño a los afectos. Así que siempre he pensado que si debo dar algo debo dar ¡un libro! Creo que todos los demás obsequios se agotan. Mis amigos saben que si obsequian una canasta con latas y botellas de coñac o güisqui ¡se terminan en un dos por tres! Un carro ¡se vuelve antiguo y pierde su belleza! Todo se agota, menos ¡el libro! El libro puede mojarse, quemarse o perderse, pero su contenido siempre perdurará en el cerebro del hombre. Un libro no genera un simple recuerdo (como los demás objetos), un libro genera conocimiento, es la llave que puede echar a andar el motor de la imaginación. Quien entrega un libro entrega palabras y quien entrega palabras da un bálsamo para el corazón y para el espíritu. Por eso, ahora, mi niña bonita (como los años anteriores), te daré un libro, pero ahora, Dios me concede el privilegio de que es un libro especial, es un libro que contiene una selección de tus cartas. ¿Mirás qué prodigio? ¡Un libro con las cartas que te he enviado, puntual y amorosamente cada semana! Acá estás, en este libro está tu rostro, tus manos, todo tu cuerpo y todo tu espíritu. Quienes tengan este libro entre sus manos, como si se asomaran a una ventana, hurgarán como pajaritos y conocerán esta relación que vos y yo hemos mantenido ya por varios años y que Dios permite sea una cuerda que no se rompe.
Vos sabés que dos o tres lectores, antes de decirme buenos días o buenas tardes, me preguntan quién sos. ¿Quién más vas a ser? Sos el motivo permanente de estas cartas. Me preguntan: ¿Quién es Mariana? ¿Qué no es obvio? Mariana sos vos, la niña amada a quien le escribo estas cartas y sos tan bella y tan llena de gracia (no como el Ave María, porque esto sería un atrevimiento), digo que sos tan llena de gracia que ya sos motivo de un libro.
Ayer, día de la Virgen de Guadalupe, presenté el libro en el patio central del Colegio Mariano N. Ruiz. Mi colegio, el colegio donde he laborado durante muchos años. Fue una tarde prodigiosa, porque siempre es bueno alimentar el espíritu con ese juego eterno de las muñecas rusas. Presenté el libro que habla de vos en el corazón de mi casa; es decir, una caja sos vos (que sos como mi casa), otra caja es el colegio (que también es mi casa), y una caja más es Comitán (la casa de todos nosotros). Todo debajo de un solo cielo, el cielo que alimenta la mano de Dios.
Porque me lo pediste, paso copia del textillo que leí ayer.
Buenas tardes. Gracias por estar acá. Ustedes saben que no creo en las presentaciones de libros. En ocasiones anteriores he realizado firmas de libros. Las presentaciones de libros obliga la presencia de amigos, intelectuales o políticos, para que, en una mesa de honor, realicen comentarios. ¿Qué se dice? Elogios. ¿Alguien hablará mal de la obra o del autor? No es común. Así que el acto de presentar un libro se convierte en una planicie donde todos sueltan avioncitos a favor del viento. No sé si Cervantes organizó algún día la presentación del Quijote; no sé si esa tarde, allá en un lugar de La Mancha, la gente asistió y al final tomó el vino de honor. No lo creo. Estas prácticas son modernas, aunque Fabio Morábito, el gran poeta y narrador, me dijo hace seis o siete años que las editoriales contemporáneas también han proscrito las presentaciones y prefieren entrevistas en prensa escrita, Internet, radio y televisión.
¿Por qué entonces convoqué a esta presentación? Por tres razones esenciales: una, porque nunca imaginé que las cartas enviadas a Mariana fuesen motivo de un libro; dos, porque es un compromiso moral que tengo con mis lectores y mi pueblo; y tres, porque debo agradecer de manera pública el abrazo que Víctor me dio, primero, al sugerirme la impresión de este libro y, segundo, al soltar la paga para que fuese una realidad.
Según Borges, el libro es “una extensión de la memoria”. Entiendo la palabra memoria en dos de sus acepciones: la memoria individual, la del hombre de todos los días; y la memoria colectiva, la que formamos, también día a día, y la que logra dar sustento a la historia.
Somos la memoria. Por ello, el libro es el objeto más preciado de la cultura, porque ayuda a preservar el legado de todos los tiempos, aun los que están por venir.
Quienes hemos vivido debemos contar lo vivido. No como un acto narcisista, sino como una responsabilidad histórica. Siempre he pensado que el día que un extraterrestre llegue a la Tierra, la memoria será esencial para el encuentro. No somos lo que proyectamos, somos lo que hacemos.
Mi mamá, quien está acá presente (Dios bendiga a Dios, por este privilegio), me dice que yo me “exprimo” el cerebro (así me lo dice, que me lo exprimo, como si fuese naranja de Tierra Caliente) y nada gano. Se refiere al billullo. Paty, mi Paty, quien me acompaña acá también, sólo sonríe cuando yo sonrío, es solidaria. Ella sonríe, así como lo ha hecho desde hace más de treinta y dos años, incluso en los momentos más oscuros. Sabe que este oficio no nos da billullo, apenas coloca una sonrisa en mi cara y ella, entonces, se solidariza conmigo. Sí, este libro es producto de cientos y cientos de horas frente a la computadora. Ellas saben que cumplo con mi destino de escribir lo que he vivido, lo que veo, lo que pepeno con mis manos titubeantes y mi corazón pequeño.
Ustedes saben que la vida no es una elección, la vida es una renunciación. He renunciado, por voluntad, a vivir en las calles para vivir en el encierro de mi casa. Lo hago por ustedes, por mis lectores; lo hago por mi pueblo; lo hago porque esa es la forma más divertida y sosegada que he hallado para vivir mi vida. Soy hijo único. Me cuesta trabajo convivir con los otros, pero no puedo ser un anacoreta, por esto, mi forma de decirles hola es a través de mis libros. Es mi forma de establecer un diálogo con el mundo; mi forma de decirles que es bueno estar entre ustedes, sin necesidad de meterme a ese río que corre impetuoso. Los saludo desde la orilla y muevo mis pies como si bailara; y silbo, bajito, como si celebrara la vida.
Publicar un libro, cuando no hay paga, implica tocar muchas puertas. A veces el acto es indigno, pero el autor extravía esa piedra, con tal de ver publicada su obra. Hay ese afán por dar, por entregar.
Por ello, porque, en esta ocasión no tuve que tocar puertas, porque Víctor y el doctor Nelson abrieron la ventana, agradezco su abrazo generoso. ¿Qué gano? Gano la dicha de tener este librincillo en mis manos, un libro que es como un presente para mi pueblo y para la niña amada, la que motiva mis cartas.
Nunca imaginé que pudieran reunirse estas cartas para formar un libro. Pero, parece que, en estos tiempos en que pocos practican el género epistolar, es como una buena señal, como un papalote volando en medio de tanto avión y de tanto satélite.
Dije que es un compromiso moral. Lo sigo asumiendo como tal. Los escritores de todo el mundo debemos entregar a nuestro pueblo lo que el pueblo nos injerta. Hoy cumplo con este compromiso moral.
Hoy, los convoqué para decir que a Comitán le cumplimos. El editor, Luis Armando, hizo un trabajo muy digno, el librincillo puede volar por cualquier cielo a gran altura; Victor (Dios bendiga siempre sus parcelas) cumplió con honrar (siempre lo hace, siempre lo hará) la mano que alguna tarde, de hace muchos años, mi papá le tendió; ustedes, lectores de estas cartas, acá están, para dar fe del acto, de un acto sencillo, pero que tiene la grandeza de un cerillo en medio de la penumbra; y yo, también cumplo, cumplo sueños, los míos y los de algún lector que pueda ser tocado por una línea de estas cartas.
En estas cartas está mi visión particular del pueblo donde nací, donde he crecido, donde me he formado y donde, pido a Dios con todas mis fuerzas, me permita morir con la cara sin mucha cicatriz y sin mucho lodo.
Gracias pues por estar acá. Ahora, si me lo permiten, a la usanza del protocolo de las presentaciones, leeré una de las cartas que viene en el libro. Gracias por su tolerancia, gracias por acompañarme en esta orilla que extravía su condición de orilla a la hora que ustedes impulsan un puente. Si alguien quiere conservar este librincillo y leerlo, puede adquirirlo. Vale ciento cincuenta pesos y lo vende la editorial Entre Tejas. Yo, ¡faltaba más!, el día de hoy también ejerzo el oficio de vende libros. ¡Bendito Dios!
Posdata: Este año, dos libros míos fueron publicados. Gracias, Dios.
viernes, 12 de diciembre de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE VE CÓMO EL SOL APENAS ES UNA MOTA DE POLVO EN EL UNIVERSO
Querida Mariana: ahora resulta que el sol es como un oso. El otro día leí en el periódico “La Jornada” que el sol entró en un proceso de hibernación. ¡Como oso! ¿Lo mirás? Y a estas alturas uno no sabe si el sol copió al animal o si el oso entra en hibernación porque algo en su naturaleza le indica que, después de todo, es hijo del sol. Porque, pareciera, los terrícolas somos hijos del sol, así como era “hijo del sol” un albino que, en los años sesenta, trabajaba arriba del camión de la basura y que, también, le decíamos “el güero de la basura”. Vos, mi niña bonita, sos “hija de la luna”, porque das luz a mis noches más oscuras.
Un investigador de la UNAM dijo que el sol hibernará todo el siglo XXI. ¿Qué significa esto? Pues dicen que el sol se puso en estado reductor de energía. Por simple sentido común uno deduce que esto afectará a la Tierra. ¿Cómo? No lo sé, eso es cosa de científicos.
Cuando leí la nota no pude evitar imaginar al sol como un oso, lento, como si estuviese cansado de que la Tierra le diera tanta vuelta, todos los años, encaminándose hacia su guarida. Lo imaginé entrando a una cueva (congelada) y, hecho una bola de armiño helado, tirándose sobre el piso. ¡El sol, Dios mío, adoptando una posición fetal! Lo imaginé abrazándose, tiritando de frío, durmiendo hasta que el sol (¡ay, qué confusión!) le avisara que ya era hora de salir a la primavera.
Lo pensé como un año sabático, como si el sol, ya harto de estar dándole a la manivela todos los siglos, se diera un descanso. Imaginé y tuve temor (como si fuese un niño o como si fuese un hombre de la Edad de Piedra) que el sol ya no salía a la mañana siguiente. No lo hacía porque ya estaba muy cansado, porque ya estaba harto de “alumbrar” a la Tierra.
Y ahora, niña mía, ¿qué pasará con ese ahorro de energía? ¿A poco ya el sol se contagió con esa práctica ingrata del gobierno federal de tener dos horarios? ¿Ya le dio el mal del foco ahorrador y ahora le bajará “volumen” a su ardor? ¿Se contagió de esos hombres disminuidos en su libido?
Nunca imaginé leer una noticia similar. Cuando leí la nota sentí frío, casi casi como si abriera la ventana en la madrugada y todo estuviese en silencio.
¿Y si el sol se enflata? ¿Qué sucederá si se contagia de su propia baja calorífica y comienza a entristecerse, a deprimirse? Pienso en que el sol comiteco dejará de serlo y se volverá un sol parisino, ese sol que sale tarde y con bufanda.
Pobres los enamorados que repiten frases comunes. Ya el amado no podrá poner cara de tuna podrida y decirle a su amada: “Eres el sol de mi vida”. Ya no podrá ser, porque la muchacha le aventará la plancha y gritará: “¿Tu sol? ¿Tu sol deprimido, tu sol en hibernación? ¡Salí de aquí, mudenco!”.
Y si vamos más allá, yo sugeriría a la compañía cervecera que fuera buscando un nombre sustituto para la cerveza Sol. ¿Quién -digo yo- puede alegrarse ante la posibilidad de tomar una cerveza fría, asoleada, pero con gutzera?
No dejo de pensar en el sol como un oso, un oso polar, con una bufanda a cuadros. ¿Hiberna el sol? ¿De veras? ¿Por qué lo hace? ¿Qué lo impulsa a tal jugada insólita?
miércoles, 10 de diciembre de 2014
TE MIRARÉ MAÑANA
Te miraré mañana, dijo don Ruperto. La tarde ya estaba inclinada sobre el pueblo, algunas luces comenzaban a aparecer. Eugenia dijo que sí, que se mirarían mañana. Don Ruperto levantó las últimas herramientas y las colocó sobre la pared. Era algo que le gustaba hacer, poner cada herramienta sobre el dibujo. Los contornos de las herramientas estaban dibujados sobre los ladrillos aparentes. Era como un juego. Cada vez que lo hacía se sentía como un niño buscando la forma exacta que encajara con el objeto.
Te miraré mañana, había dicho. Eugenia se quitó la bata, tomó su bolso y salió. Pasó a comprar pan y llegó a su casa. Su hija estaba sentada frente a la mesa y recibía la taza con café que la abuela le dio. Eugenia se sentó y dejó que su cuerpo se desparramara como si fuese un bulto de frijol. La jornada había sido pesada. Don Ruperto le había dicho: Te miraré mañana. Y ella había sonreído. Lo había hecho porque don Ruperto era un hombre tozudo, no sabía que ya no podría ser lo que dijo: te miraré mañana. No, ya no la miraría. Ello porque, como dijo la mujer, ya no viviría.
Ocho días antes, una mujer pasó al taller y pidió un vaso de agua. Don Ruperto le dijo que pasara y pidió a su hija que le ofreciera un vaso de leche. Eugenia estaba limpiando un carburador, le echaba un poco de gasolina y, con una brocha, hurgaba en los huecos más escondidos. La pordiosera se limpió la boca con el suéter deshilachado, manchado de grasa, y recibió el vaso que apuró con avidez. Vio con afecto al viejo y le dijo: “Es una pena que los hombres buenos tengan que morir”. Don Ruperto sonrió, dijo que la vida era así, que todo mundo moriría algún día, pero la mujer se paró y dijo que: “Sí, pero hay hombres que no deberían morir tan pronto”. Don Ruperto metió la mano en la bolsa de su pantalón y ofreció un billete arrugado a la mujer. Ella lo aceptó.
Cuando la mujer estaba en la puerta, Eugenia (no supo por qué había tenido tal reacción) la detuvo y en voz baja preguntó: “¿Por qué dijo lo que dijo?”. La pordiosera se tapó con el chal y con la boca cubierta dijo: “Don Ruperto morirá la noche del siete”, y, como si fuese una sombra malnacida, desapareció. Eugenia salió a la calle y vio cómo la mujer daba vuelta en la esquina, sin volver la mirada.
“¿Cómo te fue?”, preguntó la abuela. Eugenia tomó la taza de café que le ofrecía y, como si se desinflara, dijo: “Bien, mamita, bien”. “Gracias a Dios”, dijo la abuela, en una oración ya hecha, desde siempre. Las tres bebieron al mismo tiempo, como si fuese una tabla gimnástica. La hija abrió la mochila que estaba sobre la mesa y pidió a su mamá que la ayudara en su tarea, en la de español. Eugenia dejó la taza y, a pesar del cansancio, sonrió y abrió el libro. Sí, pensó, la ayudaré en la tarea, miró al derredor: un mueble con vajilla que nunca empleaban, un trinchador, un cuadro de la Última Cena (todo cagado por las moscas), una caja de cartón donde se echaba el gato y un foco que como ahorcado iluminaba el comedor (minúsculo. Con mesa para cuatro, mesa que era como de cantina). Tomó un diccionario y comenzó a dictar palabras a su hija, ésta, con un lápiz bien afilado, copió en su libreta, en escalerita. Sí, pensó, Eugenia, estaré con mi hija. Lo pensó así, porque estaba segura de que el día siguiente sería un día pesado. Esta noche era la noche del siete de diciembre. “No lo miraré, no me mirará”, pensó, cuando recordó que don Ruperto, su jefe por más de dieciocho años, le había dicho: “Te miraré mañana”. “Mañana”, dictó, pero corrigió, porque se dio cuenta que esa palabra no la había elegido del diccionario. Eugenia le dictaba a su hija palabras que comenzaban con la letra erre. La niña sonrió y borró las dos letras iniciales de mañana.
lunes, 8 de diciembre de 2014
ARRIBA DEL BARCO
¿Qué hacen los turistas? Viajan y conocen. Los turistas de mitad del siglo pasado hasta estos días ¡tomaron y toman fotografías!
El tío Eusebio siempre recomendaba estar con mirada de turista. Vivir el propio pueblo con el asombro que acompaña al turista.
No hay peor cosa en el mundo (después de tener ganas de ir al baño y no hallar dónde) que cubrirse con el chal del fastidio y del hartazgo.
Mariana dice que puedo hacer varios libros. Digo que sí. Un amigo lector de Arriaga me sugiere hacer un libro con las Arenillas donde divido el mundo en dos; otro lector de Tuxtla dice que debo hacer uno con las auténticas Arenillas, es decir, las que son cuestionarios de diez preguntas. A mí, un día de éstos, me gustaría hacer un librincillo con las colaboraciones que envío a “Chiapas Paralelo”, que son definiciones. Podría hacer uno con aquéllas que se engloban en el tema: “Imaginá que te llamás”, donde el lector debe jugar a ser un objeto, un rostro, un espíritu o un río limpio en su nacimiento y lleno de caca en la cercanía con el mar. Podría hacer muchos libros. Sí. Sólo como mero juego, como quien sale a grafitear paredes o va de día de campo. A final de cuentas, los libros no son más que objetos juguetones, y los lectores no somos más que gatos desenrollando ovillos de estambres de la marca que vendía mi mamá en su tienda de tantos años: Estambres “El gato”.
Una vez, hace varios años (¿2004?) llegué a Comitán como turista, porque hacía cinco que no vivía acá. Llegué para la presentación del libro: “Nueva Teoría Cósmica”, de Mariano N. Ruiz. Una reedición de dicho libro. Estuve en Comitán durante cinco o seis días. No más. Lamenté no estar más tiempo, pero debía regresar a Puebla, porque tenía mucho trabajo. Y digo que estuve como turista porque tuve esa mirada de asombro ante aquello que no es lo cotidiano. ¡Ah, bendita capacidad de asombro! Elimina la absurda telaraña que la rutina insiste en tejer sobre todo aquello que se vuelve el pan de nuestros días: nuestro pueblo, nuestras calles, nuestros amigos, nuestras novias y nuestras esposas. La cercanía nos impone un velo que impide el paso de la luz completa. Cuando regresé a Puebla ¡hice un libro! Un librincillo que da cuenta de ese viaje, breve, pero infinito.
¡Ah, lo olvidaba! También podría hacer un librincillo (edición de lujo, papel couché, con imágenes a color) de todas las Arenillas que tienen como título: “Lectura de una fotografía donde…” ¡Sí, claro! Sería un librincillo bellísimo y tal vez inspirador.
Por eso, el otro día pensé que debo escribir un libro similar al que escribí en 2004, un libro donde quede registrada mi mirada sobre Comitán, como si yo fuese un turista y caminara, sin premuras, estas calles y patios maravillosos. Debo alimentar mi espíritu con la emoción de quien viaja a un lugar deseado por muchos años. Por esto, el otro día, dije que mi París es Comitán. Deseé tantos años estar en París que ahora debo aprovechar este Río Grande que no tiene nada que ver con El Sena, pero que es el río que me toca vivir y disfrutar.
Debo, como cualquier turista, visitar hoteles y restaurantes. Digo que debo pedir los alimentos y probarlos como si fuesen la primera vez que los degusto (mis lectores saben que soy vegetariano, pero los alimentos también se prueban con el olfato, el tacto y con la mirada, así como se disfruta la imagen de una muchacha bonita, sin llegar a ser como Diego Rivera, que dicen que era antropófago). Digo que debo quedarme a dormir en uno o dos hoteles y sentarme en las bancas de sus parques y hurgar en casas y, tal vez, comprar dos o tres recuerdos para llevar a mi regreso, para el día que deba regresar a mi Comitán. Cuando ese día suceda y me tope con amigos que dejé de ver muchos años, tantos como dure mi viaje en Comitán, los abrazaré con ese abrazo lleno de luz que lleva quien vuelve a la tierra querida y cuando me pregunten por dónde anduve, diré que estuve de vacaciones (muchos años) en una tierra increíble llamada Comitán. Sé que mis amigos me verán con incredulidad y pensarán que estoy enloqueciendo, sé que se extrañarán cuando los abrace y les pregunte qué han hecho los últimos años, porque no faltará el despistado que me diga que estamos chupando tranquilos, que apenas ayer, por la tarde, nos encontramos en la fuente y platicamos. Pero él no entenderá (es complejo) que la tarde anterior yo viajaba en avión desde la ciudad de México, con el deseo de llegar ya a mi pueblo e ir, “sin prisa, pero sin tregua”, al mercado Primero de mayo, para pedir un vaso de jocoatol, bien caliente, porque es el atol que me regresa a mi lugar, a mi pedazo de cielo.
He decidido comenzar a escribir este libro. Un día de éstos viajaré a Comitán. No me despediré, porque no me gustan las despedidas. ¿Cuánto duraré en el viaje? Lo más que pueda. Sé que es una ciudad prodigiosa, por lo tanto lo disfrutaré al máximo. Disfrutaré sus cielos, sus calles, sus jardines y su gente y de todo esto tomaré registro fotográfico. Cuando regrese a Comitán haré un libro que sea a la manera de Lecturas de fotografías. ¿Qué tanto de luz y qué tanto de caca aparecerá en ese libro? Mucha más luz, pero también habrá caca, porque Comitán, como cualquier pueblo del mundo, tiene sus virtudes y defectos y éstos y aquéllos aflorarán en el viaje que estoy a punto de iniciar. ¡Estoy emocionado! ¡Preparo maletas! Estoy a punto de iniciar el viaje más maravilloso que me ha tocado vivir: ¡viajar a Comitán! ¡Qué alegría!
domingo, 7 de diciembre de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE CÓMO EL TIEMPO CONVIVE CON EL PASADO
Pocos elementos. Un radio del siglo pasado; una piedra pintada por Paty (en el año mil novecientos noventa y tantos), es una catarina; otra piedra sin pintar, una perilla del radio que ya no está en su lugar; y un jaguar de barro (artesanía de Amatenango).
Llama la atención el dial. Tiene nombres de ciudades como La Habana y Santiago. Un poco como para decir que quien juega con ese radio puede, en un instante, trasladarse a puntos distantes.
Hubo un tiempo en que Paty pintó catarinas, muchas catarinas, sobre piedras pequeñas. Una mañana dijo que iríamos a un río a traer piedras y fuimos al lecho de un río que está por Tierra Caliente. Nos bajamos de la camioneta y ella caminó por la orilla y eligió algunas piedras (muchas). Piedras pequeñas y medianas, piedras de río, especiales para pintarlas.
Hubo un tiempo en que este radio de bulbos funcionó y permitió viajar a lugares distantes de Comitán.
¿Y el puma? ¡Porque es un puma! No puede ser otro animal. Aunque en Comitán tenemos confusión respecto a los animales. La leyenda cuenta que un grupo de conquistadores buscó un lugar para edificar una ciudad, la ciudad más bella del mundo, y, en su caminar, halló un león tomando agua. (La leyenda no dice qué pasó con el famoso león, tal vez porque lo importante era hallar un manantial de agua limpia). Así, en el famoso barrio de la Pila se originó la ciudad.
Muchos años después, cronistas e historiadores repararon en el hecho de que la leyenda contaba que un “león” ta ta ta ta ta. ¿Un león? Pues sí, en la fuente del parque central de los años sesenta había la imagen de un león de melena (en correspondencia con la leyenda). Dicho león aún existe en el Tanque de Los Caballos.
Los cronistas determinaron que el “león” era un puma americano, animal que, tal vez, tenía más posibilidad de andar por estos rumbos. ¿Dónde -por el amor de Dios- un león africano?
Esta figura es un prodigio. ¿Ya vieron el detalle de la trompa y de la cara? ¿El cuidado con que está pintado? ¿Saben cuál fue el precio? Ya lo dije: cincuenta pesos; es decir: ¡nada!
¿Cuánto vale la catarina de Paty? Ella no las vende, las regala. Las regala a sus amistades, quienes las reciben con afecto. Hace dos o tres años, Paty regaló una catarina. ¿En dónde está?
En esta imagen hay una confluencia de tiempos: el tiempo del radio antiguo y el trazo de las artesanías más novedosas. Hay algo como un diálogo entre abuelo y nieta; algo como silencio del río y el eco de la rumba y del merengue.
Imagino (sólo imagino) a la abuela sentada en el sillón de ratán. La imagino, a las seis de la tarde, con una taza de café en la mano, mientras el abuelo prende la radio y espera que se “caliente”. Porque los radios de bulbos debían calentarse. (Ah, si los jóvenes supieran de este método y lo practicaran con las muchachas bonitas, otro gallo les cantaría, un gallo más tenue.)
¿Qué oían los abuelos? ¿Alguna tarde sintonizaron la estación de La Habana y soñaron con aquellos mares llenos de estrellas? ¿Alguna vez sintonizaron la estación de Santiago y oyeron un poema de Neruda? Se llaman estaciones porque es el lugar a donde los barcos desembocan. Se sabe que la vida es un camino que tiene mil paradas, mil estaciones. En algunas estaciones hay bancos de madera para sentarse y esperar que lleguen los familiares; en otras sólo hallamos mujeres con canastos donde llevan tortas o tacos suaves para venta.
¿Es un jaguar este jaguar? ¿Puede ser un león? ¿Puede ser pariente del león de La Pila? Es una imagen de barro, pero, por el diseño de su cuerpo, parece que está a punto de dar el salto. Si uno la ve detenidamente observa que su cuerpo está a punto de desenrollar la cola. ¿Serán los puntos lo que hace posible esta visión?
Acá hay una confluencia de tiempos y de épocas. Un puma pintado por una mujer anónima (que cobra cincuenta pesos por la pieza) y una catarina pintada por Paty (quien no vende su obra, la regala). ¿Qué puente une a aquella mujer con la de mi casa?
sábado, 6 de diciembre de 2014
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY VECES QUE EL DON DE LA UBICUIDAD SE POSA EN EL ÁRBOL
Con un respetuoso abrazo a las familias Pulido Gutman y Durán Flores,
por las ausencias físicas de doña Martita y del Profe Roberto.
Querida Mariana: mi amiga Rocío Hernández fue a la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara. Ahí se tomó una fotografía con mi más reciente novelilla entre las manos. La subió al Facebook y escribió: “Molinari, aquí estás”.
La semana pasada, el Director General de la Editorial Entre Tejas me llamó para decirme que ya estaba en Comitán el primer volumen de una selección de Arenillas. Este libro reúne una serie de cartas que te he enviado.
A mí me gusta la palabra ubicuidad, que según el diccionario es la capacidad de la “omnipresencia”; es decir, la facultad de estar en un bonche de lugares al mismo tiempo. El ejemplo del diccionario dice: “Sólo Dios tiene el don de la ubicuidad”. (Bueno, dicen que Carlos Monsiváis, el famoso escritor mexicano, parecía poseerlo, porque, a veces, estaba anunciado para dar conferencias a la misma hora de un mismo día en tres o cuatro lugares.)
El libro ocasiona tal posibilidad. El autor de un libro (sin saberlo bien a bien) puede estar en muchos lugares a la vez. Por esto, el escritor juega a ser Dios, no en su persona, sino en su obra. Cervantes ya está bien muerto y, sin embargo, su obra sigue cabalgando campante. ¿Cuántos lectores, en este momento, están leyendo alguna obra de García Márquez, en el mundo? El buen Gabo también ya está “pelas”, pero sigue vigente y más vivo que muchos vivos. Ya te he contado que a mí me gusta eso de pintar cajitas, porque, sin estar en grandes museos, estoy en muchos lugares del mundo. Algo de mí está en cada una de mis creaciones. Cuando vendía las cajitas en el bazar, en Puebla, varios de mis compradores eran visitantes de otras regiones del mundo y me decían: “Esta caja la llevaré a París”. Pucha. ¿Mirás? En alguna residencia, en este momento, quiero creer que esa cajita está expuesta sobre una mesa de centro y algo contiene en su interior, tal vez, algunas llaves, o algunos papeles importantes para su propietario.
Vos, como cualquier persona en el mundo, te has acercado a un árbol, a un árbol grande, de esos que tienen frondas generosas y en cuyas alturas los pájaros juegan a volar, a cantar o a construir sus nidos. Nos acercamos a los árboles porque, creemos, nos prodigan buena sombra. Pero, a veces (lo sabés), quien se acerca a un árbol, en intento de buscar un refugio ante el aguacero, termina achicharrado por un rayo.
En la carta anterior te dije que no deseaba ir a la FIL, de Guadalajara. No tengo tiempo ni recurso. Pero, Rocío me envió una foto donde detiene mi más reciente novelilla y, ya lo dije, escribió: “Molinari, aquí estás”. Y cuando ella tenía entre sus manos al “Molinari”, yo estaba en Comitán, tal vez estaba leyendo dos o tres páginas de “El tambor de hojalata”, de Gunter Grass (libro que releo, porque se me hace un prodigio de literatura). Pensé, entonces, en ese don maravilloso de la ubicuidad. Estar en varias partes al mismo tiempo. Pensé que ningún mortal posee en términos estrictos tal don, pero que hay algunos oficios que te permiten jugar a ser Dios y estar en varios lugares al mismo tiempo.
Cuando mirás alguna fotografía de tu infancia ¿no tenés la sensación de que, por un instante, no más, también estás ahí? A mí me sucede con frecuencia. ¿Recordás aquellas magdalenas (que son como galletas) que aparecen en la novela “En busca del tiempo perdido” y que, con el simple aroma, hace que el protagonista recuerde su infancia? Bueno, de igual manera, a veces algún olor o algún espacio (eso que llaman deja vu) nos tiende un puente hacia el pasado. El otro día vi a un señor que era muy parecido al Notario Javier Aguilar Torres (ya fallecido). Lo seguí una cuadra, hasta que me di cuenta que era una bobera. Lo dejé ir y con ello dejé ir el recuerdo. Estuve a punto de llamar a Javier (su hijo) para contarle, pero también lo consideré una bobera. Lo consideré así, porque Javier jamás tendría la sensación que yo viví, que yo sentí. Sólo quien se acerca al árbol y se recarga y cierra los ojos y respira pausado, sabe la sensación de armonía que produce la cercanía de un árbol, de un árbol viejo, enorme, en cuya fronda los pajaritos juegan.
Hay oficios que permiten jugar un poco a la idea del don de la ubicuidad. Los artistas de cine y de televisión, así como los artistas de la radio, están en muchos lugares a la vez. Hablamos, por supuesto, de las imágenes. ¿Imaginás en cuántos lugares está la imagen de una artista de telenovelas, por la tarde? En millones de hogares, en fondas, en los puestos de tacos y hasta en las pantallas mini de los autos. De igual manera, la palabra del escritor vuela en muchos cielos a la misma hora. No sé cuántos lectores, en este momento, tienen en sus manos un libro de García Márquez. Deben ser muchos, muchísimos. Su obra se difunde como una gran fronda de enormísimo árbol.
Yo, querida mía, como cualquier mortal insignificante y frágil, físicamente sólo puedo estar en un lugar a la vez, pero mis librincillos y cajitas vuelan por otros cielos. De manera modesta, mis librincillos aparecen, de vez en vez, en manos de algunos lectores. En una o dos ocasiones, amigos catedráticos han pasado copia de alguno de mis cuentos a sus alumnos y éstos los han leído al mismo tiempo. Pienso entonces que, en ese momento, cuando yo camino por la subida de San Sebastián y miro los balcones que aún (por fortuna) ahí están colgados como enormes lienzos blancos sobre tendederos, tengo el don de la ubicuidad, porque estoy en dos lugares o más al mismo tiempo.
La creación, parece, permite estar en varios lugares a la vez. Los fotógrafos, los pintores y demás fauna creativa, logra el prodigio de tocar corazones diversos.
Mientras yo estaba en Comitán, mi más reciente novelilla se paseaba, oronda y fresca, por los pasillos de la FIL, en Guadalajara. Rocío me dijo: “Molinari, aquí estás”. Y ahí estaba. Ya te conté cómo es que esta novelilla llegó a ser publicada. Una tarde recibí una llamada de Margarita, la secretaria de la Dirección de Cultura. Me dijo que el Lic. Mario Uvence (entonces Director del Consejo Estatal para las Culturas y las Artes) había llamado y pedía que, de manera urgente, me comunicara con él. Así lo hice. Me hice a un lado de la carretera (donde viajaba) y ya en lugar seguro, mientras los demás carros pasaban a mi izquierda, marqué su número de celular. El Lic. Uvence me preguntó si tenía algún texto mío para publicar. Le dije que sí. Recién había dado la última revisión a mi más reciente novelilla: “Triste historia de un cuentahistorias”. Mandámela, dijo Mario, la publicaremos. Así lo hice. Veinte días después, el Lic. Uvence dejó Coneculta y fue nombrado Secretario de Turismo, del gobierno de Chiapas. ¡Adiós a la publicación!, pensé. Pero semanas después, Marco Antonio Orozco Zuarth (ya Director de Publicaciones de Coneculta Chiapas) viajó a Comitán y nos saludamos en los pasillos del Centro Cultural Rosario Castellanos. Me dijo que había hallado sobre el escritorio el original de mi novela y valoraría si se publicaba. Días después, en el mismo espacio, el Maestro Óscar Palacios (brazo derecho del Director General de Coneculta) me dijo que había leído el principio de mi novelilla (yo la había enviado a mis amigos, a través del correo, en PDF) y preguntó si alguna editorial la publicaría. Dije que no. Entonces él, de inmediato dijo que Coneculta lo publicaría, que le diría a Orozco Zuarth y mucho tiempo después Marco Antonio me escribió y dijo que la novelilla ya estaba en Talleres Gráficos del Estado y se presentaría en la Feria del Libro Chiapas – Centroamérica. Y así fue. Y así es la historia de cómo nació este librincillo. El Licenciado Uvence abrió el camino y luego ya otras voluntades lo fueron pavimentando.
¿Y el librincillo de Arenillas? ¿El libro que reúne parte de estas cartas que te mando? Eso es una galantería de mi amigo Víctor, de Almacenes San Luis. Un día me preguntó por qué no integraba este haz de palabras en un libro y le dije que no tenía paga. Él, generoso (Dios compense siempre), puso la paga y ya el libro está en Comitán. Me emociona saber que este hilo que enredo en tu corazón puede trascender en el corazón de más lectores. Vos y yo ya tendimos un puente por donde caminan algunos comitecos que encuentran un poco de agua para la sed que se llama nostalgia. Porque acá estás vos, pero también están los patios y los balcones de nuestro pueblo; esas ventanas por donde la gente se asoma y hurga y se mira como en un espejo.
Posdata: En esta temporada siempre he sugerido agregar uno o dos libros al paquete de regalos navideños. El libro de tus cartas está a la venta en el Centro Cultural Rosario Castellanos.
miércoles, 3 de diciembre de 2014
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE MUESTRA COMO EL FUTUTO NOS ALCANZARÁ (YA NOS ALCANZÓ)
En este 2014, Chiapas celebra cuarenta años de la UNACH y México todo los cuarenta de la UAM. Mi generación terminó en 1974 el bachillerato. Medio mundo buscó opciones: Pedro y Javier decidieron quedarse en el terruño y entraron a la Escuela de Ingeniería de la UNACH; Quique, Jorge, Miguel y yo fuimos a la ciudad de México y nos inscribimos en la UAM, la famosa Universidad Autónoma Metropolitana, que estaba recién hechecita. Javier y Pedro lograron titularse (el ciento por ciento de nuestra camada ¡se logró!) De quienes fuimos a la UAM, sólo Quique y Miguel lograron el anhelado título (apenas cincuenta por ciento). Muchos años después me uní a Pedro y Javier y me titulé en la UNACH. Como ya advirtió el lector, soy el único de la palomilla que tiene doble motivo de festejo. Festejo los cuarenta de la UNACH y los cuarenta de la UAM. Por ello llamó mi atención la contraportada del más reciente número de “Proceso”. ¿Error de dedo a nivel nacional?
El lema de la UNACH es “Por la conciencia de la necesidad de servir” y el de la UAM es “Casa abierta al tiempo”. Si alguien me diera a elegir, elegiría el de la UAM, tiene más aire, abre más ventanas. El lema de la UNACH se me hace confuso y pobre. Tal vez el país fracasa, de vez en vez, porque hay un erróneo concepto del servicio. El servicio no es una necesidad, tendría que ser una pasión, una convicción. Hay un abismo de diferencia entre la necesidad de trabajar y la pasión por trabajar. El que trabaja por necesidad le cuesta trabajo trabajar. ¿Debemos ser conscientes de que existe una necesidad de servicio?
La UAM estaba tan abierta al tiempo que eligió un himno alejado de esos himnos soporíferos que son costumbre. El día que se inauguró el plantel Iztapalapa (el plantel que me correspondió por la carrera que elegí), María Medina, cantante yucateca de moda en estos tiempos, trepó a un templete al aire y cantó, cantó con esa voz que, igual que la Universidad, también estaba abierta al tiempo del universo. Esos tiempos eran tiempos de la OTI, un concurso de canciones donde participaban cantantes de toda Iberoamérica. En esos escenarios volaba esta yucateca bonita y bien entonada.
Y ahora resulta que para conmemorar los cuarenta años de la UAM, la revista “Proceso” nos regala un error de dedo y sentencia que esta Universidad tiene proyección al “fututo”.
Cuando llegué a la UAM me sorprendí. Sus laboratorios nada tenían que ver con el “gallinero” que teníamos en la prepa y que funcionaba como laboratorio de Química. Todo era de gran nivel. Los catedráticos eran, también, de primerísimo nivel. El Doctor Carlos Graef Fernández, eminente científico mexicano, me dio Física I. Sólo un cuatrimestre duré en la UAM. Y fue así porque mis calificaciones no estuvieron a la altura de la Universidad y, en lugar de estar en un buen nivel, se deslizaron por los más intrincados albañales. Con el eminente Doctor Graef obtuve, en mi primer examen, 0.57 (sí, como suena. No alcancé ni el uno).
Digo que sólo maravillas vi en ese espacio, como si estuviera frente al mar y todo estuviera dispuesto para asombrarme.
Por eso, tal vez, ahora que lo pienso lo del “fututo” no sea un error. Si hago caso al lema y, aunque sea en espíritu, entro a esa casa abierta al tiempo, puedo pensar que el futuro no es la incógnita llena de intriga que muchos vaticinan. Tal vez el futuro sea algo más sencillo, más luminoso, algo como una palabra juguetona. A cuarenta años de haber estado en una aula de la UAM abro mis manos y recibo esta palabra que me regala el presente (que hace cuarenta fue futuro). Me quedo con la palabra “fututo” y, desde hoy, jugaré con ella, como si fuese una cometa y yo, desde la ventana de la casa, le diera cuerda para que suba más, más, más, hasta ochenta años, fecha en que celebraremos las ocho décadas de esta maravillosa Casa Abierta al Tiempo y, también, de la UNACH, institución que, espero, puede servir sin necesidad y sólo por la pasión de hacerlo.
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