lunes, 16 de junio de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY DESLICES




Querida Mariana: todo depende del cristal con que se mira. Una tarde en que Jorge, Javier y yo fuimos a tomar unas cervezas, hace ya muchos años, nos sucedió una situación extraña. Mientras Javier y yo pensamos que nos iban a matar, Jorge estaba en el baño.
Habíamos llegado temprano, como a la una. Cuando sucedió lo que sucedió ya sólo había dos mesas ocupadas: la nuestra y la de la pareja sentada en una mesa contigua. Las demás mesas de la cantina estaban desocupadas. Los meseros habían colocado las sillas con las patas por arriba, encima de las mesas. Ahora barrían. Tal vez era su manera de decirnos que ya iban a cerrar. Una de las dos meseras dormitaba, sentada a la puerta de la cocina.
Mientras tomábamos las “camineras”, la pareja de la mesa contigua se levantó a bailar la pieza que tocaba la rocola. Fue un baile lleno de sensualidad, como el de dos animales en celo. Yo estaba sentado frente al patio así que logré ver el baile completo, sin necesidad de volver la cabeza, como tuvo que hacerlo Jorge de vez en vez, con el brazo sobre el respaldo de la silla. El bailarín calzaba tenis y vestía camisa y pantalón de mezclilla. Las faldas de la camisa las llevaba fuera del pantalón; ella tenía un vestido azul mar ceñido al cuerpo, con una abertura en la espalda. La falda le llegaba al nacimiento de sus nalgas, así que, cada vez que abría sus piernas para continuar con el ritmo que le imponía su pareja, se le alcanzaba a ver la pantaleta de color negro. Tenía unos muslos duros. Cuando su pareja levantaba el brazo para que ella diera la vuelta, ella nos veía y sonreía. Hubo un instante en que la pareja de bailarines se despegó, extendió los brazos y, como si fueran niños jugando una ronda, atraparon a la mesera que llevaba un plato sucio. La mesera rió y se escabulló por debajo de esa cinta formada por los brazos. El hombre no podía ver lo que ella nos insinuaba. Él la besaba en el cuello, ella levantaba la cabeza, miraba el cielo, pero a la hora de bajar la mirada volvía a vernos y pasaba su lengua por el labio inferior. Javier me golpeó con su rodilla, por debajo de la mesa y cuando lo vi me dijo que ella nos estaba “calzoneando”, lo dijo en voz baja. Yo asentí. Claro que nos “calzoneaba”, le dije a Javier, ¡cómo no!, si cada vez que daba una vuelta veíamos su calzón negro, con encajes. Pero era a Jorge a quien más le “calzoneaba”. Por esto, cuando la pareja se sentó y el hombre fue al sanitario, Jorge se paró, acompañó a la mesera que en ese momento pasaba frente a nuestra mesa. Vimos cómo Jorge agarraba a la mesera del talle y le decía algo al oído. Entonces vimos algo inesperado, Jorge regresó dos pasos y le entregó una nota a la mujer del vestido azul. Ella tomó la nota con ambas manos, la acercó a sus labios y así, doblada como estaba, estampó sus labios y dejó la marca roja del bilé; acto seguido abrió la nota y la leyó. Jorge volvió a la mesa, se empinó la cerveza y la acabó de un solo trago largo, dilatado. Jorge asentó la botella vacía sobre la mesa de un solo golpe, como si clavara un puñal y dijo: “voy al baño”, y caminó en medio de las sillas.
Vimos que ella dejó la nota, ¡abierta!, sobre la mesa. Cuando su pareja regresó se la mostró. El tipo leyó el mensaje y algo preguntó, ella señaló hacia nuestra mesa. El hombre retiró la silla, con el mismo movimiento que hacen los rancheros al lazar una vaca. Pensé que vendría hacia nosotros. Me volví hacia Javier y dije cualquier bobera a fin de no tener la mirada del hombre frente a mí. Pero el hombre no se dirigió hacia nosotros, caminó hacia la salida, subió la rampa con ligera inclinación que servía como zaguán de la casa y desapareció. Creí que Javier no se había dado cuenta de todo el movimiento, pero comprendí que sí a la hora que dijo: “¡Puta madre! Fue por su pistola al carro”. Yo agarré mi cerveza y, en acto inconsciente, tomé el contenido de un solo trago. “¡Vámonos!”, dije. “No –dijo Javier-, falta Jorge”. Odié a Jorge. Hice para atrás mi silla y traté de pararme, pero me detuve cuando vi al hombre en el dintel de la puerta. Bajó la rampa, la bajó con pasos decididos. “Ya nos cargó la chingada”, dijo Javier, mientras hacía pedazos una servilleta sucia. El tipo pasó frente a nosotros, yo tomé los pedazos de la servilleta y los hice montón, como si fuese confeti los esparcí en el piso, por debajo de la mesa. Puro comportamiento ilógico, tonto, nervioso. Sentía mi corazón casi detenido, como si fuese un tren subiendo una loma. El hombre sacó la cartera y luego alzó la mano. Una de las meseras, la que dormitaba sentada en una silla en la entrada de la cocina, se levantó y recibió unos billetes junto a la nota que Jorge había dejado. La mesera entró a la cocina, salió minutos después y dejó sobre la mesa un canasto pequeño de mimbre que contenían las monedas. El hombre y la mujer se pararon. El hombre retiró la silla donde ella estaba sentada y ésta, coqueta, nos sonrió. Caminaron frente a nosotros y el hombre dijo: “buen provecho”. Yo dejé de tirar los pedazos de servilleta, porque ya habían acabado. Ni Javier ni yo los seguimos con la mirada, a pesar de que ambos teníamos curiosidad por verle el trasero a ella. No lo hicimos porque teníamos todavía los nervios hechos nudo. Vimos a Jorge. Lo vimos caminar por en medio de las mesas vacías, trastabillaba por el efecto de las cervezas tomadas. Nosotros estábamos como si nada hubiésemos tomado. Jorge llegó hasta la mesa, puso ambas manos sobre el tablero de metal y preguntó: “¿ya se fue el cuerito?”. Nosotros queríamos matarlo. Le explicamos lo que había sucedido. Jorge tuvo que sentarse por el ataque de risa. Explicó que le había entregado a ella la nota de consumo. “Pero, ¿cómo?”, preguntó Javier, aún con las manos temblorosas. “Se la quité a la mesera”, dijo y luego agregó: “¿pedimos la caminera?”. Sí, dijimos ambos. Pedimos la caminera y la bebimos como si fuese la primera cerveza del resto de nuestras vidas.