viernes, 27 de junio de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE EL GRITO DE UN ESTADIO




Un hombre conduce un auto con precaución, baja al rumbo de San Sebastián. Son las dos de la tarde, hora de esas llamadas pico (sin albur). En Comitán también se producen ligeros embotellamientos (de los automovilísticos, porque de los otros no son tan ligeros). El hombre que conduce el auto va pendiente de su entorno, de que no atraviese un niño por el frente, de que la muchacha que detiene su falda no le gane el viento, de que don José no resbale en esa entrada de coches. El hombre escucha música, música de los años ochenta. De pronto observa (no lo había visto) que el auto de adelante lleva un letrero en el espejo lateral, el del chofer. El letrero dice ¡cotz!
Los comitecos saben que esta palabra es el grito de batalla. Hubo tiempos en que esta palabra aparecía escrita con letras monumentales en las fachadas de las casas de Comitán. Los “abuelos” de los grafiteros actuales las dibujaban en la noche. Aún no existía la pintura en aerosol, así que debían llevar un su pomito con pintura acrílica y, en medio de la noche, sacaban la brocha y el bote de pintura y con trazos rápidos escribían la palabra cotz. Siempre iban en grupo, porque en palomilla es como se disfruta la aventura de la vida.
En la actualidad resulta difícil hallar una fachada con la famosa palabra. Ahora, como en todo mundo, las fachadas de las casas comitecas, están llenas de grafitis con trazos difíciles. Es una pena (alguien dirá que es intrascendente) haber extraviado ese lazo de identidad, un lazo que nos decía que éramos comitecos más allá de la butifarra, más allá de La Pila. El cotz nos recordaba que la identidad se sustenta en el lenguaje, sobre todo en el lenguaje. Leer esa palabra en las paredes era como verse en un espejo, un espejo picaresco, cachondón.
El conductor de ese auto (bendito hombre) volvió a construir un puente. Lo hizo de manera discreta, sin afectar a terceros. Con cinta escribió la palabra cotz en el espejo lateral de su auto para que todo mundo supiera que él, con orgullo, es comiteco.
Armando Alfonzo incluyó un dibujo con la palabra cotz en su famoso libro “Sólo para comitecos”. En la ilustración se ve un niño que juega con una rueda mientras que en la pared de la casa un cotz soberbio ilumina su camino. El cotz, en sentido literal y metafórico, ha iluminado el camino de todos los comitecos. Los grafitis actuales los hallamos en cualquier parte del mundo. La palabra cotz es uno de los rasgos de nuestra peculiaridad. Y ya sabemos que mientras más diferencias culturales existan en el mundo menos globalizados seremos, menos uniformes, menos iguales, menos nubes pachas.
Hoy el mundo se sorprende cuando los aficionados mexicanos asisten al estadio y gritan, en plebe, en palomilla, porque la travesura de la vida se vive con intensidad en grupo: “eeeeeeee ¡puto!”.
En Comitán nadie se sorprende, porque en los años setenta, en la mítica cancha José Pantaleón Domínguez, en la feria de Santo Domingo, la gente acudía a ver los encuentros de básquetbol y cuando la selección de Comitán aparecía también aparecía el grito de: “triquititri, triquititri ¡Cotz!, Comitán ra ra rá”. Era nuestra forma de decir que éramos únicos en el mundo. Ahora que las identidades se esconden ante la avalancha de lo plástico y de lo falso es bueno que un comiteco renueve el grito de ¡cotz!, en una forma tan fresca, tan íntima, tan de agua limpia.
Para quien tenga problemas de Alzheimer acá está un buen método de amarrar el hilito en el dedo: escribir con cinta la palabra cotz en el espejo lateral, cada vez que se vea será un recordatorio que, a las cinco, debe ir al motel con su pareja para gritar: “triquititri, triquititri, ¡viva el cotz!”.