martes, 24 de junio de 2014

LAS LLAVES QUE NO SE USAN





Martha viste siempre de blanco. Por las tardes lava su ropa. Cuando camina por el parque es como una nube o como una paloma. Camina como paloma. El otro día se sentó a mi lado, abrió un libro, pero no lo leyó. Con el libro abierto me dijo: “soy como una llave que no se usa”. Explicó que la gente mayor tiene muchas llaves en su llavero, pero siempre tiene una o dos llaves que ya no usa, que ya no recuerda qué abría. La gente no tira esas llaves, las sigue conservando, pero es un simple lastre que ayuda a abrir hoyos en las bolsas de los pantalones.
Cuando dijo que era una llave que no se usa no me veía, veía las hojas del libro, pero no las leía. Su mirada parecía perdida, perdida entre las líneas del texto. A veces, los lectores se pierden en esos espacios entre líneas, esos espacios son como caminos en medio del camino de las hormigas que son palabras.
Lo dijo con un tono de nube esponjada, como de tarde de lluvia, como de niebla en fronda de árboles. Esperaba que yo dijera algo, pero nada dije. Nada dije, porque pensé en esas llaves que no se usan. En mi llavero tengo más de quince llaves (¡quince!), pero tengo dos que ya no uso, que no recuerdo qué puerta o candado abrían. ¿Por qué no las tiro? Pensé entonces en lo que Martha dijo. Debe ser triste ser llave que no se usa; debe ser triste seguir en el llavero sólo como una mera costumbre. Pensé en que esas llaves inservibles las mantenemos en los llaveros por desidia, por pereza o porque ya nos acostumbramos al peso y si el llavero se quedara sin ellos extrañaríamos “su peso”, sólo el peso.
¿De dónde, Martha, sacó la idea de que es una llave que no se usa? No lo sé, pero, tal vez, una tarde llegó a su casa, entró a la sala y vio a su papá leyendo el periódico, a su mamá viendo la telenovela, a su hermana planchando una blusa para salir de antro en la noche, y a su hermanito jugando en su celular y se sintió vacía, sin saber para “dónde dar vuelta”. Porque las llaves sólo funcionan cuando alguien les da “vuelta”. Hay chapas tan perversas que funcionan al revés: quitan llave si se hace el movimiento de echar llave.
Martha siguió viendo el libro y nada dijo. Esperaba que yo comentara algo, que, cuando menos, tomara su mano y dijera algo, pero ¿qué podía decir? ¿Qué puede decir un hombre que, igual que Martha, a veces tiene la sensación de no servir más que para echar llave al vacío?
Me acerqué tantito y leí dos líneas del libro, lo hice al azar, lo hice en intento de abrir un poco el candado del corazón de Martha, pero vi que ella seguía con la mirada perdida, extraviada entre las líneas del texto que yo leía en voz alta. A veces, la lectura tampoco ayuda a abrir los candados llenos de herrumbre.
¿Por qué no tiramos las llaves inservibles, las llaves que ya no recordamos qué abren? Ahí están colgadas en los llaveros, colgadas como ahorcados putrefactos. Las llaves deberían tener un chip que indicara qué abren, puede ser que algunas llaves inservibles abran puertas que aún tengan algo qué decirnos en la vida. Las llaves deberían tener un mecanismo (como las grabaciones de James Bond) que las destruyera después de seis meses de no servir para algo.
Martha siempre viste de blanco. Tal vez le hiciera bien vestir otro color, algún color más llamativo, uno que la hiciera ver como buganvilia en jardín.
Esa tarde, así como llegó, Martha cerró el libro, se paró, me extendió la mano y se fue. Pensé que tal vez le haría bien zafarse del llavero donde está prendida. Estoy seguro que ella abre algún candado que tiene esencias de lirio, de azucena.