viernes, 6 de junio de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UNA RAMA DE LA GRAN POCHOTA




En el extremo derecho ¡la pochota de la Pila! Hubo un tiempo en que, en efecto, hubo una pila en el centro de la plaza. Por esto, ahora el parque se llama de La Pila. Pero la pila (los cronistas dicen que desde 1945) ya no existe. Por esto Armando sostiene que el lugar ya no debería llamarse La Pila sino La pochota, así como el barrio del Cedro se llama El Cedro. Debería llamarse barrio de La Pochota, para que lo cuidáramos y con ello respetáramos el árbol sagrado de los mayas. Armando no deja de tener razón. El barrio debería llamarse Barrio de La Pochota, porque ese árbol creció ahí precisamente para decirnos que ahí, junto al agua, está el origen de Comitán.
Al centro de la foto, un tantito a la izquierda, Humberto, vestido de tojolabal, con un tambor, recita un poema de Rosario Castellanos. Esto es así, porque la voz de Rosario jamás podrá ser pronunciada con tanta luz como en Comitán, como en la rotonda que protege el árbol mayor del barrio de La Pila (¿de la pochota?).
La mujer que está detrás estaba sola. Miraba hacia el frente, miraba una paloma que tomaba agua de un charco al lado del kiosco. Ella descansaba. Había hecho una pausa en su camino. ¿Iba hacia el centro de Comitán? ¿Había pasado al interior del templo y orado frente a la imagen de San Caralampio? Pero, en el instante que Humberto se paró debajo de la sombra de la pochota y, en voz alta, dijo un poema de Rosario Castellanos, ella volvió la mirada, como cenzontle sorprendido, y escuchó esa voz que era como el canto de un pájaro sobre una rama. Siempre es así. Cuando un hombre o una mujer están sentados debajo de frondas, los pájaros comienzan con su arguende y, por un instante cuando menos, los hombres y mujeres dejan de pensar lo que pensaban y se concentran tantito en el canto de los pájaros. Ponen atención como si el canto fuese un diálogo para ellos. Esa tarde, en que Humberto dijo la palabra de Rosario, la gente que estaba en el parque escuchó con atención. Todo calló para que su voz sonara. Los chorros de agua siguieron cayendo, pero lo hicieron de puntillas. Al final, Humberto también hizo silencio, tomó una varilla y golpeó el cuero del tambor. Todo entonces fue como un tropel de venados, como una cascada, como un viento azotando los árboles de La Selva.
Todo esto ocurrió una mañana de domingo. A la hora en que la gente caminaba con rumbo a su casa, con rumbo al campo; a la hora en que el domingo tiene más cara de domingo, de pausa eterna. Duró lo que dura un poema con treinta y dos versos, lo que dura un hombre debajo de la pochota eterna.
El árbol sagrado de los mayas ya acusa deterioro. La rotonda ya tiene grafitis, lo mismo sucede con su tronco. Lo bueno es que los grafiteros no pueden subir a lo más alto. Su fronda permanece inalterada, esto lo saben los pájaros que, todos los días, de manera incansable, abren sus alas y su pico y cantan las palabras que reverencian el Universo.
Cuando Humberto calló, todo volvió a tomar su rostro cotidiano. La mujer de blusa rosa volvió a ver lo que veía minutos antes. La paloma, que tomaba agua de un charco, alzó el vuelo y se paró en la cima de la barda amarilla, la que es como un muro que delimita el espacio del atrio del templo.
Hubo un tiempo en que existió una pila. Armando insiste en que el barrio debería llamarse barrio de La pochota. Con esto honraríamos al árbol sagrado de los mayas. La pila ya no existe. La pochota o ceiba sigue vigilando el sueño de este sueño llamado Comitán.