lunes, 23 de junio de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE QUE LA PIEDAD ES COMO LA ESPERA





Tuve una tía llamada Piedad. Los tíos la llamaban “Piedacita”, de cariño. No sé porqué a mí me daba gran tristeza escuchar ese nombre. Cuando alguien decía: “vi a Piedacita” yo pensaba en esas tardes que llueve de poco a poco sin parar. Mi tía Piedad era como una tarde nublada y nada se podía hacer para evitar su manto parduzco.
Ahora que Mariana me dijo que había en el parque una silla con un letrero que decía “La piedad” pensé en mi tía cara de lluvia triste y pensé en que el dueño de esta arrendadora de sillas debe tener mucho humor para llamar así a su negociación.
Tal vez el dueño de la arrendadora sabe que la piedad está emparentada con la espera. Por eso estas sillas ostentan el letrero en el respaldo, porque la silla sirve para la espera. Quien tiene prisa ¡camina o corre o vuela! Sólo quien espera se sienta. Se sienta en el parque central y mira las muchachas bonitas que caminan o corren o vuelan para llegar a la escuela o al trabajo o para cumplir la cita con el amado. La silla es muy necesaria para quien tiene que esperar. Hay gente que lleva sillas plegadizas a todos lados, por si la espera es larga.
La piedad exige compasión hacia los demás. Hay gente piadosa, gente que está dispuesta a quitarse la chamarra para abrigar al otro, al desprotegido. Pero, digo que la piedad es pariente cercana de la espera porque el piadoso puede “esperar sentado” a que el otro realmente aquilate su acción. La gente que recibe un favor es malagradecida y exigente, siempre quiere más. He visto hombres y mujeres piadosos extender la mano y luego perderla tras un mordisco o una tarascada del infiel que recibe la ayuda.
Por esto se me hizo simpático que hubiese sillas con letreros de “La piedad”, porque, pensé, el hombre o la mujer que ahí se sienta lo hace para esperar. La tarde que fui con Mariana nadie había sentado, sólo una silla estaba al frente como si comandara el ejército. Esa silla estaba colocada casi casi justo al centro y tenía la misma cara de mi tía Piedad, porque el ejército de sillas no tenía más vocación que la de esperar. Era como un contrasentido. La silla siempre es un objeto que se convierte en algo utilitario en el instante en que alguien deposita su trasero en el asiento y recarga su espalda en el respaldo. Cuando una silla está vacía pierde su vocación y se convierte en el objeto más inútil del mundo. En lugar de que ayude ¡estorba! Una silla a mitad de la sala o del patio es un peligro, puede hacer que alguien se golpee la rodilla o la espinilla; puede hacer que alguien tropiece y se rompa un hueso. Este ejército de sillas no correspondía a la gentileza de su nombre. La piedad no estaba en su diccionario, al contrario, eran como estatuas indiferentes a la miseria del prójimo.
Mariana preguntó por qué nadie estaba sentado en esas sillas. Y sin que yo dijera algo dijo: “porque el mundo de ahora ya no cree en la piedad”. Nada dije. Yo sigo creyendo en mi tía. Cuando llueve lento, pausado, la recuerdo y la recuerdo como esa silla del frente: sola, dirigiendo la soledad de su vida, sin poder desarrollar su vocación de ave protectora, porque fue una solterona, una tía que prodigó cariño a más de diez ramas que llamó sobrinos queridos. Ella fue como una silla que nadie usó. ¡Qué pena! Cuando los tíos le decían Piedacita yo pensaba en un rompecabezas que nunca alcanzamos a armar, amar.