miércoles, 4 de junio de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ LA PALABRA DEL TÍO ASTRUBERTO




El tío Astruberto decía la palabra “acéptamos” a cada rato. La pronunciaba así, como si fuese una palabra esdrújula. Cuando se casó, él vestido con un traje de manta blanquísima, y ella, con un traje ceremonial de su pueblo, de color amarillo con verde y cintas como si fuese un campo sembrado de algodones de París, dijo “acéptamos”. El cura, muy ceremonioso, con un bigotito como si fuese Cary Grant, leyó el ritual y preguntó a Astruberto Velasco López si aceptaba a Rosalinda Velasco Hernández como su esposa y el tío, emocionado, limpiándose las palmas de las manos sobre el pantalón, dijo: “acéptamos”, lo que causó un murmullo entre la gente que se tapó la boca para que la risa no se desbordara.
¿Desde cuándo usaba la palabra? ¡Vayan ustedes a saber! Una tarde, mientras dejaba la leña en el cobertizo del traspatio, le pregunté por qué decía “acéptamos” me tapó la boca como si sus palabras fueran un corcho: “No lo sábemos”, dijo.
Siempre habló en plural y muchas de sus palabras las convertía en esdrújulas. En realidad él era hablante del tojolabal y su segundo idioma era el español, que aprendió desde que llegó a Comitán a trabajar en la casa de don Humberto Castellanos.
En varias ocasiones le pedí que me enseñara palabras tojolabales, pero siempre se negó, aduciendo que tenía mucho trabajo. A veces tomaba su café con pan, en la puerta de la cocina. Lo hacía mientras vigilaba que los frijoles no se quemaran. La olla de barro, llena de frijoles negritos, de Teopisca, borboteaba como si fuese un ojo de agua azufrada, mientras él sopeaba su pan en la taza de café calientito. Cuando la Rosalinda daba de mamar a su primera criaturita le pedía a Astruberto que cuidara el hervor de los frijoles. Ambos trabajaban en la casa y yo les decía tíos porque ellos se habían convertido en compadres de mis papás ya que éstos fueron padrinos de su primera hija. Yo le decía tío y él me decía pichito, cuando estaba de buenas me decía pichito bonito y a mí me gustaba cómo lo decía, como si de su boca brotara un puñado de hojas secas. Le faltaban los dos dientes centrales de arriba y de abajo, esto hacía un efecto de túnel de viento que ateperetaba la salida de las palabras como si fuesen gaviotas volando en medio de una tormenta.
Hablo de él en pasado, porque un día, ya con dos hijos, uno de ellos ya caminando, se presentaron en la oficina de mi papá para solicitar un permiso y un préstamo. Mi papá, sentado ante su escritorio, les dijo que se sentaran y los escuchó. Irían a su pueblo, por la feria, a visitar a sus tatas. Pedían permiso para ausentarse durante diez días y, asimismo, pedían un préstamo de veinte pesos (eran los años setenta). Mi papá dijo que estaba bien. Abrió la gaveta superior derecha y luego (como si fuese un juego de esas muñecas rusas) abrió una cajita de madera y sacó veinte billetes de a peso y se los entregó a Astruberto. Éste los tomó y, sin contarlos, los metió en su morral de yute. Yo estaba parado en la puerta, recargado en el marco de madera, y desde ahí escuché que Astruberto dijo: “Sí, patrón, acéptamos”. No venía al caso, pero sé que lo dijo para que yo lo escuchara. Esa fue su despedida, porque ya no regresaron a casa.
Una mañana, meses después de la despedida, entró un hombre vestido de igual manera que Astruberto, con los caites llenos de lodo, con las piernas del pantalón arremangadas hasta las rodillas, pidió hablar con mi papá y cuando salió de la oficina buscó algo con la mirada. A la hora que me vio sonrió y levantó la mano en señal de despedida. Desapareció por el zaguán.
A la hora de la comida, mi papá contó que había llegado en nombre de Astruberto a pagar la deuda. ¿Qué pasó con ellos?, preguntó mi mamá. Mi papá, mientras sopeaba el pan en la taza de café, dijo que había muerto el papá de Astruberto y debió quedarse a cuidar la milpa y a la mamá. Ya no tuvieron tiempo de avisar en casa. ¡Qué honrado!, dijo mi mamá y me explicó que lo decía por el pago pendiente. En ese momento, mi papá contó el suceso de la boda y reímos ante la gracia del hablado de Astruberto. Después de la risa, me sentí triste.
Astruberto nunca me enseñó una palabra en tojolabal, siempre dijo que tenía mucho trabajo, pero, en las tardes, yo lo veía tranquilo tomando su café y me platicaba de cuando era niño, de cuando iba a bañarse al río de su ranchería, de cuando tomaba la tiradora e iba al campo a matar pajaritos, de la vez que se topó con una víbora, “como de un metro de largo”, y de cómo con una vara de membrillo la mató. De todo eso me contaba. Una vez mi mamá dijo que no me había enseñado una sola palabra porque a él nadie lo había enseñado. Mi mamá dijo que él había estado pendiente por sí mismo y había aprendido fijándose. ¿Entiendes?, dijo mi mamá y yo, muy ufano, alcé mi cara como si fuese un cenzontle cantando y dije: “Acéptamos, mamá, acéptamos”. Ambos reímos y un pájaro de mil colores se paró en la rama de nuestros corazones.
Ahora que hallé este “acéptamos” en una pared de un negocio en Las Margaritas estuve a punto de entrar y preguntar por el dueño. No sé por qué pensé que bien podía ser el hijo de tío Astruberto.