lunes, 2 de junio de 2014

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN ÁRBOL SECO





La fotografía es común. Mariana y yo bajamos del carro. Ella se recargó sobre el lado izquierdo del carro y yo caminé hasta la mitad de la calle y tomé la foto. La fotografía es común, muestra apenas una puerta y la ventana de un tendejón. Muestra dos láminas que anuncian productos. Publicidad que ahoga nuestra razón: coca cola e infinitum. Dos empresas que son como el pan nuestro de cada día. Al lado de la cabina telefónica ¡un árbol! Un árbol sin hojas, sin fruto. ¿Árbol de qué es? ¡Quién sabe! La gente debe pasar a su lado e ignorarlo. Tal vez algún chucho lo ama y, muy temprano, alza la pata y lo calienta con sus orines. “Que reciba algo de afecto”, debe pensar el chucho mientras desahoga su vejiga. Tal vez la dueña del tendejón aprovecha el árbol y, en navidad, le cuelga una serie de foquitos para celebrar la noche buena.
La fotografía es común. ¡Nada tiene de extraño! Todo es tan natural. Es natural que la puerta esté cerrada, que no exista un caminante, que la sombra señale la proximidad del mediodía. Es natural que la puerta esté protegida por una reja. Debe ser natural que el comprador se acerque y, con ambas manos, como si estuviese preso en el exterior, tome los barrotes y pida una coca. Porque, algo en su mente lo obliga, entre varias opciones, a “elegir” una coca.
Tomé la foto y regresé al carro. Mariana me dijo: “¿ya viste? No hay nadie en la calle”. Volví la mirada y, en efecto, comprobé que todo estaba vacío. “Parece domingo”, dijo ella. “No hay ni un chucho”, agregué. Todo estaba vacío, como si todo fuese como ese árbol seco con su cara de gusano petrificado.
Todo estaba como en suspenso, como si todo fuese un globo volando a mitad de un cielo sin aves, sin nubes. “¿Dónde está la gente?”, preguntó Mariana. “Quién sabe”, dije yo. Lo dije como si quisiera que alguien me respondiera. Lo dije como si invocara la presencia de alguien y, de pronto, se abriera una puerta y alguien saliera corriendo y se oyera en el fondo del zaguán unas palabras que dijeran: “No te tardés”, y el niño dijera “No, no tardo”. Y viéramos correr al niño frente a nosotros y él volviera la mirada hacia donde estábamos y sonriera y silbara y cantara. Algo que nos dijera que el mundo seguía habitado.
Mariana dijo que tocáramos en el tendejón. “Compremos una botella de agua”, sugirió. “Sí”, dije. Caminamos hacia el tendejón. Mariana sacó una moneda de su bolso y con la moneda tocó contra los barrotes de la reja. Esperábamos oír algún ruido, una voz de mujer que dijera: “¡Voy!”, pero nada oímos. Nada después de que Mariana insistió una y otra vez, cada vez más fuerte, cada vez más apurado el ritmo.
“Debe ser que nadie está en casa”, dijo Mariana, guardó su moneda y caminó hacia el carro. La seguí. Puse atención a los ruidos. Nada, ni siquiera un ladrido de algún chucho desorientado. Nada. “Oye”, dijo Mariana y se paró a mitad de la calle. Sí, oí, a lo lejos apareció una sirena de ambulancia. Pero más tardamos en alegrarnos que en desanimarnos de nuevo. ¿Una sirena de ambulancia? Era como ver un tronco seco al lado de una cabina telefónica inservible.
Nos subimos al carro. Prendí la radio. ¡Ahí estaba la voz de Paco Ruiz Vera! Oímos un ruido y vimos que era un carro que avanzaba en sentido contrario al nuestro, porque la calle es de doble sentido. A la hora que prendí el carro, metí primera y el carro avanzó, vimos que una mujer se acercó a la puerta del tendejón. “¿No querés agua?”, preguntó Mariana. No, no quería agua, quería seguir viendo a la gente en esa calle.
La foto es común. Puede pasar en cualquier calle del mundo.