sábado, 7 de junio de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO MUNDO RESBALA




Querida Mariana: tengo dos libros sobre el buró. Uno de ellos es el libro que escribió Pilar Jiménez y se llama: “Jaime Sabines. Apuntes para una biografía”; el otro tiene como título “Vivir para contarla”, autobiografía de Gabriel García Márquez (en realidad, el libro de Pilar da voz a Jaime, es, por lo tanto, una especie de autobiografía).
Me gustan los libros. Tal vez, los libros me gustan más que cualquier otro objeto en el mundo. No a todo mundo le gustan los libros. Tengo amigos que prefieren los autos, los ranchos, los relojes, la ropa, las mujeres (no te enojés, ellos, mis amigos, que por encima de cualquier cosa del mundo prefieren a las mujeres, las ven como meros objetos de colección). Tengo amigos que poseen diez o quince autos de colección. Entran a las cocheras especiales y ven los autos como si fueran dioses. Pasan la mano sobre la carrocería como si acariciaran a Demi Moore. A mí nunca llamaron mi atención los autos, ni los relojes, ni las esquinas de haciendas. Por alguna razón extraña me sedujeron los libros. Cuando entro a una biblioteca o a una librería algo como un aleteo de pájaro asoma en mi espíritu.
Iba con Margot cuando compré el libro de García Márquez. Ella lo tomó, le quitó el plástico protector y lo llevó a su pecho. Dijo: “Ah, cómo me gustan los libros nuevos”. Luego, a la hora que subimos al auto y ella bajó el cristal de la ventanilla, dijo que todos los escritores tienen la vocación de vivir la vida para contarla y le dio vuelta al título de Gabo: “Contarla para vivir”. Sí, agregó, todos los escritores cuentan sus vidas porque es su forma de vivir. Margot tiene razón. Los escritores, de una o de otra forma, somos grandes chismosos, que andamos cuente y cuente vidas por todos lados. A veces, como en el caso de Gabo y de Sabines, contamos nuestra propia vida.
Cuando estoy en una comida con amigos, alguno de ellos, al contar algo, me dice: “pero no lo vayás a escribir en una de tus Arenillas”. Me siento incómodo, porque es un poco como si cometiera un acto de deslealtad al contar esas historias que me cuentan. Algunos otros, como si fuese pedido especial, me cuentan historias para que yo las escriba. No funciono en ambos sentidos. Ni cuento todo lo que me cuentan, ni cuento historias especiales. Mi cerebro funciona de otra forma. Una forma que no puedo explicar.
Antes, cuando comenzaba a escribir una historia pensaba que tenía muy claro por donde andaría el texto. Pronto me di cuenta que jamás llegaba al desenlace esperado. Las historias (cuando menos en mi caso) caminan por sí solas y a veces toman senderos insospechados. Un poco como si saliera de mi casa con rumbo a la Cruz Grande y, de pronto, sin hallar una razón lógica terminara por el rumbo de los Zanjones.
De niño me sucedió un embrollo en la zona de los Zanjones. Tendría nueve o diez años. Rafa llegó a casa un sábado por la mañana y pidió permiso con mi mamá para que lo acompañara a la suya. Salimos y caminamos, con dirección a Yalchivol, barrio donde estaba su casa. Rafa tomó un atajo y yo lo seguí. Cuando me di cuenta estábamos en los Zanjones, que son laderas donde los ladrilleros obtienen el barro para hacer tejas y ladrillos. A medida que los hombres sacan el barro en esa medida “se comen” la ladera. Nunca había estado en ese territorio. Una noche antes había llovido y el suelo estaba todo chicloso. Rafa bajó por una pendiente y yo lo seguí, pero resbalé. Mi pantalón y mis manos quedaron sucios. Rafa rió y se tiró a mi lado y se revolcó como si fuese un cuch. Yo también reí, pero a la hora que nos despedimos sentí un nudo amargo en mi garganta. Salí de casa de mi amigo a las doce del día, mientras caminaba iba pensando en que mi mamá me regañaría. Mi pantalón estaba lleno de lodo, de un lodo amarillo que se había hecho costra. Una costra difícil de quitar. Me senté en una piedra y me puse a llorar. Una señora se acercó y me preguntó por qué lloraba. Le conté. Me dijo que no debía llorar por eso, que en su casa (que estaba casi enfrente) ella podía limpiar el pantalón. “Vení”, me dijo y me tomó de la mano. La seguí. Entramos por un zaguán oscuro. El techo era de lámina de zinc, sucia, polvosa. Las paredes estaban construidas con tablones de madera, también sucios y polvosos. Un olor de mierda de cerdo inundaba todo el patio. Tal vez, en el fondo de la casa la mujer tenía crianza de cuches. El piso era de tierra, de ese mismo lodo amarillo y opaco con que estaba sucio mi pantalón. La mujer me dijo que me sentara y miré que ella fue por una palangana llena de agua. Me subió las mangas de la camisa y comenzó a limpiarme el pantalón. Lo hacía con delicadeza, sin ver la parte que limpiaba, porque su mirada estaba fija en mi muñeca del brazo izquierdo, ahí donde estaba el reloj que mi papá me había traído como recuerdo de un viaje. La carátula tenía colores verdes y zafiros, como si fuese de agua. Las manecillas ¡grandes!, como antenas de hormiga gigante. La mujer siguió limpiando mi pantalón. Entró otra mujer a la casa, dejó la bolsa que cargaba y sacó dos gatos. No supe si estaban vivos o muertos. Tuve miedo. Las dos mujeres se vieron y la que acababa de llegar dijo algo en un idioma incomprensible (tal vez tojolabal, porque la mujer vestía una falda larga con muchos colores). La mujer que me limpiaba dijo que sí (supe que eso había dicho porque asintió con la cabeza). La otra mujer regresó a la puerta y le puso el pasador. Yo comencé a llorar, lento, de forma sorda. La mujer me dijo que no llorara, que pronto estaría limpio mi pantalón. Pedí que quería irme a casa. Las dos mujeres me dijeron que me acompañarían, el rumbo era peligroso, dijeron. ¿Nunca había oído hablar de las enagüitas? Eran hombres vestidos de mujeres que se dedicaban a robar niños, a robar pichitos. ¿En dónde vivía?, me preguntaron las dos mujeres. Dije que por el parque central. “Te acompañaremos”, dijeron. Me pidieron que no llorara. La otra mujer dijo algo y la primera agarró mi mano y mostró el reloj. Yo, que continuaba llorando, le dije que podían quedarse con el reloj, me paré, desabroché el extensible y le entregué el reloj. La mujer dijo: “gracias, está muy bonito”. La otra mujer se acercó y revisó el reloj. Yo caminé con rumbo a la puerta, lo hice como si no quisiera despertar la tierra, pero con la prisa de un gamo. Corrí el pasador y abrí la puerta hecha con piezas de madera húmeda y lámina de zinc. En cuanto vi la calle corrí. No tuve que correr mucho, apenas media cuadra, porque mis papás, Rafa y sus papás estaban con dos hombres, les preguntaban si no habían visto a un niño que…”ahí está”, dijo Rafa y corrió a abrazarme. Mi llanto se desbordó y dejé que escapara como si fuese un pájaro con las alas liberadas. “¿En dónde estabas?”, preguntó mi mamá, mientras me abrazaba. “¿Alguien te hizo algo?”, preguntó mi papá, revisándome todo el cuerpo. No, dije, no, perdón, me perdí. Salí de la casa de Rafa y me perdí. Los papás de Rafa se disculparon, dijeron que habían cometido una falta. No debieron dejarme ir solo.
Me gustan los libros. Me gustan más que cualquier objeto del mundo. Los libros nuevos huelen bonito, a pesar de que contienen todos los aromas del mundo. Los libros contienen perfumes discretos colocados en el cuello de alguna dama de alta sociedad, pero, asimismo, contienen los olores pútridos de un perro muerto. Los libros contienen los paisajes más hermosos del mundo y del universo, pero, a la vez, contienen descripciones de cuartos miserables donde un viejo asqueroso, con olor a ron, manosea a una niña. Los libros contienen toda la esencia de la vida y se sabe que la esencia de la vida es una mezcla de luz y de sombra. Me gusta ver la vida a través de los libros. Confieso que la vida así, a todo color, la de la calle, la del mercado, la de los pasadizos, no me gusta tanto, como la vida decantada en el tamiz del libro. Muchos me han dicho que estoy mal, que mi vida no es normal. Lo entiendo. Me gusta más la vida que existe en los libros que la vida real.
Cuando mi papá me preguntó por el reloj le dije que se me había caído en los Zanjones. Jamás conté la historia que viví al lado de aquellas dos mujeres. Aún ahora sigo sintiendo el olor a mierda que inundaba el patio de aquella casa miserable. A veces, despierto de manera abrupta, sudando y siento esa pestilencia, como si yo estuviese a mitad de ese patio. Nunca he logrado dilucidar cómo es posible que los olores de las pesadillas se cuelen por un instante a la hora que regreso del sueño. A la hora de despertar siento esa pestilencia como si fuese el despojo de un naufragio. Un segundo después todo desaparece y la calma de mi cuarto se reinstala, pero mientras despierto del todo, una telaraña del sueño sigue en la esquina del cuarto.
García Márquez ya no terminó de escribir sus memorias. Parece que comenzó a redactarlas muy tarde. Había prometido tres volúmenes. Sólo nos legó el primero, el que corresponde a su infancia y juventud. Un día, ya te he contado, comenzó a perder la memoria. Ahora, si queremos meternos en la ventana de su casa, para chismear acerca de su vida adulta, no queda más que hurgar en las biografías que otros cuentan. La riqueza de la autobiografía es que todo está visto desde la perspectiva personal. Nadie puede contar más que aquél que vive la vida. Gabo advierte que algunas cosas no corresponden a lo vivido. Hay, en todo escritor un buen tramo de parcela que cultiva con deseos y con sueños. Después de todo, los deseos y los sueños también son fragmentos que conforman la vida. Ya te conté el otro día que yo juro haber tenido un perro grande, negro, en la casa. Recuerdo haber trepado a su lomo, en el corredor, y jugado con él. Mi mamá asegura que esto no es cierto. Entonces yo, sin torcer totalmente el brazo, digo que tal vez este perro existió en casa de un amigo con el que iba a jugar por las tardes. De lo que sí estoy seguro es que ese amigo no fue Rafa, porque jamás volví a ir a su casa, desde aquel suceso. Rafa tampoco volvió a llegar a mi casa. Rafa, no sé por qué, se cambió de escuela. El otro día vi la foto de generación de primaria y no lo hallé. Puse la foto sobre la mesa y le pedí a mi mamá que me ayudara a completar los nombres de algunos. Mi mamá no pudo ayudarme. Me dijo que si yo no recordaba los nombres de mis compañeros ¡menos ella! Ella sólo conoció a los más cercanos, a los que llegaban a jugar o a hacer tarea conmigo. Entonces le hablé de Rafa y ella dijo que no lo recordaba. Pero ¿cómo no?, le dije. ¿No te acordás del día que me extravié por la zona de los Zanjones? Por favor, dijo ella, ¿cómo creés? Eso nunca pasó. Dios mío. Me hubiera yo muerto. Tu papá y yo nunca dejamos que salieras solo. Tu papá siempre te mandaba con algún empleado de la casa. Seguro que si te hubiésemos dado permiso alguien habría ido por vos a la hora convenida. Esto fue lo que dijo mi mamá.

Posdata: me gustan los libros. Me entero de cosas que pasan en otras partes del mundo. Es como si tuviese la capacidad de estar presente en salas, patios y recámaras de otras casas. A veces llego a querer a personajes que un mes antes no conocía. Se vuelven tan cercanos que los llevo en mi corazón.
Me gustan las casas que tienen libros. Me gustan las personas que, también, les gustan los libros. Disfruto mucho cuando veo a una muchacha bonita con un libro. Pienso que me gustaría ser amigo de ella, que leyéramos juntos algún capítulo y lo comentáramos.
Soy amigo de Margot, porque a ella le gustan los libros. Me cuenta que es lectora desde que su abuelo la subía a la hamaca y le leía cuentos infantiles. Cuando su abuelo murió, ella, en lugar de depositar una flor a la hora que bajaron el cajón, aventó un barquito de papel, que era una hoja que había arrancado del libro de cuentos que él le regaló cuando cumplió diez años. Siempre me gustó esta imagen. Hacer un barquito con una hoja de libro. A final de cuentas esto es lo que son los libros: barcos que nos llevan a conocer regiones muy distantes. He viajado mucho, muchísimo, gracias a los libros. Lo he hecho sin algún riesgo, sin resbalarme en las laderas llenas de lodo amarillo, sin mancharme los pantalones, sin la amenaza de que me regañe mi mamá al regresar a la casa. Lo he hecho sin el temor de toparme con los “enagüitas”, que son unos cabrones que se visten de mujer para raptar a los niños.
Me gustan los libros. Han sido mis mejores amigos. Siempre me acompañan cuando regreso a casa. Nunca me dejan solo.