miércoles, 24 de junio de 2015

AL FINAL DE LA CALLE




Se trata de llegar a la esquina. Mientras uno camina por la calle no hay muchas opciones. Apenas detenerse a ver un aparador o entrar a comprar un refresco y unas papas en el tendejón o atreverse a entrar a una vivienda. Hay casas que son como vecindades, como multifamiliares, con un patio común. Esas son las excepciones, la mayoría de casas son privadas, tienen ventanas con cortinas y puertas con una o dos cerraduras. Cuando caminamos por una calle no nos queda otra opción que llegar a la esquina. Las esquinas sí plantean más opciones, son como una encrucijada, permiten que uno se detenga un instante y decida si avanza a la otra calle o da vuelta a la izquierda o a la derecha. Si uno es peatón ocasional y no tiene bien definido el trayecto, si no tiene bien determinado el destino, puede jugar tantito con las posibilidades. Es bonito plantearse ese dilema de no saber a dónde ir.
En Comitán, como en cualquier lugar del mundo, hay esquinas a cada final de calle, pero hay una opción que permite alargar el juego. Quien llega a La pila puede, perfectamente, caminar hacia abajo y llegar a un entrecruzamiento de calles que se llama “Las siete esquinas”. ¡Ah, qué maravilla! Es como una mano de siete dedos, de siete posibilidades. El caminante tiene mil caminos para elegir. Dependiendo de la elección puede llegar al Cenicero, al Cedro, a La pilita Seca, a la Ciénega, a la casa de Mariano Penagos Tovar (Premio Chiapas de algún año) o al Terrazo o cerca de El trompo.
Se trata de llegar a la esquina. Las calles están delimitadas por paralelas, con como esas avenidas por donde corren los caballos en las carreras de ferias de pueblos miserables. La gente debe caminar por la banqueta y no le queda más opción que avanzar o, sólo como juego, detenerse y cruzar la calle para llegar a la otra banqueta, como si fuese un zigzag de sastrería. En cambio, al llegar a la esquina se advierte que las posibilidades se ensanchan, como si uno fuese un barco y el mar mostrara mil islas para encallar o para volar por mil cielos.
No es casual que María, la putita de la cuadra, se pare en la lámpara de la esquina todas las noches. Ella, aburrida de su vida que era tan sosa como una calle, decidió una tarde vender su cuerpo. Lo hizo sin mucha conciencia, colocó un cartel en su espalda: “Se vende”. Un amigo cercano, afectuoso, la llamó y le quitó el cartel y, sólo por broma, le dijo: “Te compro”. Pensó que otro compañero le había hecho la broma, jamás pensó que ella misma se había puesto el letrero. “Por mil, hago lo que quieras”, dijo ella, tenía catorce años. Dijo lo que dijo, porque así lo había visto en la televisión. El amigo titubeó, se hizo para atrás, se apoyó sobre el escritorio del maestro. Los demás compañeros se burlaron, pero Jaime, quien era el más grande del grupo, quien era el cabrón, sacó dos billetes de quinientos y los pasó por la cara del amigo. Luego, Jaime, se acercó a María, le tomó una de sus manos, la abrió, puso los dos billetes en su palma y, tomando de la barbilla a su compañera, dijo: “¿Así que estás dispuesta a hacer lo que yo quiera?”. María, quien ya había decidido ser una putita, metió los dos billetes en su pecho (lo hizo así, porque así lo había visto en la televisión) y como si fuese Andrea Palma en película en blanco y negro, entornó los ojos y dijo que sí, que su boca era la medida, lo tomó de la mano y lo llevó al sanitario, al de hombres. Desde entonces, María es conocida como la Putita de la esquina.
Llama mi atención que es la única que no tiene más opciones en la vida. Parece que la esquina no es tan sabia como a primera vista ofrece. A veces, la vida es una encrucijada y cancela las demás opciones. Ella tiene cuatro años de ejercer el oficio y aún no decide atreverse a desafiar las otras opciones. Su destino es simple: recibe los billetes, los guarda en su pecho y sube las escaleras del departamento, se acuesta, abre las piernas y deja que el hombre camine por ella, como si fuese una calle, una calle sencilla, sin aparadores ni viviendas con patios comunes.