sábado, 20 de junio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UN BARRIL EXTRAVIADO




Querida Mariana: hubo un tiempo en que bebí cerveza de barril. La anunciaban como “la crema de la cerveza”. En Sudamérica, al papalote lo llaman barrilete. Y digo lo del papalote porque Jorge siempre decía: “Te invito una de barrilete”. Entrábamos al local donde ahora está el restaurante “Cancún”, ahí estaba la cantina que vendía cerveza de barril. Sobre el mostrador estaba colocado un barril con llave. El cantinero abría la llave y colocaba un tarro debajo. Una vez lleno el tarro veíamos cómo sobre la superficie quedaba una franja de espuma. El primer tarro lo disfrutábamos, ¡cómo no!, estábamos bebiendo la crema de la cerveza. Pero, a partir del segundo tarro todo se volvía cotidiano y nos embolábamos igual que si hubiésemos bebido de ese trago que llaman “hinchapie”.
Hoy, ya no bebo cerveza. No sé si en algún bar venden cerveza de barril. Los barriles han desaparecido. Existe una fotografía de Comitán, que data, más o menos, de los años cuarenta del siglo pasado, donde se ve un grupo de burreros en el barrio de La Pila. Cuentan los cronistas que una actividad cotidiana era la venta de agua. Los burreros jalaban a sus burros y los llevaban a la pila donde cargaban barriles con agua. La fotografía en cuestión muestra una multitud de burreros. Si uno aguza el sentido de la vista logra también potenciar el sentido del oído, se escucha el barullo de decenas de hombres que, mientras los barriles se llenan, cuentan chanzas, chistes y anécdotas. Brincan los apodos con que se nombran, saltan las risas que se mezclan con el agua que cae de los chorros. Es un Comitán en blanco y negro, que mueve a nostalgia.
Mi papá tuvo un barril, pequeño. Le servía para hacer sus preparados con trago. En el oratorio de la casa había un entremetido, como una alacena, que siempre estaba en penumbra. Ahí, mi papá conservaba el barrilito con trago. De vez en vez íbamos a Los Lagos de Montebello. El domingo, muy temprano, subíamos a la vieja Willis verde y Jorge, el chofer, nos internaba por un camino de terracería que avanzaba a mitad de un bosque. Al llegar, mi mamá nos ofrecía los paquitos de frijol y de chorizo con huevo. ¡Ah!, es imposible describir la sensación de comer frente a un lago con agua limpísima. Los cielos eran altísimos, mucho más altos que los más altos pinos; mucho más altos que las más altas orquídeas, que los más altos vuelos de los pájaros. Todo parecía intocado, sólo el espíritu era tocado por la mano de la naturaleza, una mano húmeda pero tierna; después de comer, nos internábamos en el bosque y cortábamos moras. A mí me gustaba exprimir los frutos, me encantaba llenarme las manos con ese color rojo que brotaba de cada mora. Me fascinaba la forma de ese fruto, porque me recordaba la forma redonda de los animalitos con que jugaba en el sitio. En Comitán llamamos cochinillas a esos animalitos cuyo caparazón es un prodigio de diseño. Los tocaba con un palito y como si fuese un acto de magia el animalito se hacía bolita. Hay lugares en México donde le dicen bicho bolita. Imaginaba que la mora era un amontonamiento casi perfecto de cochinillas y cuando aplastaba la mora pensaba que todas las cochinillas sangraban. ¿Por qué las cochinillas se hacen bolita? Gustavo decía que era la forma de protegerse cuando se sentían amenazadas. Tal vez sea cierto, porque yo los amenazaba con una ramita. En cuanto sentían el extremo del palo sobre su “caparazón” ellos se convertían en pelotita. Gustavo jugaba con esos bichos al fútbol sobre la mesa del comedor. Eso era prodigioso. Con un dedo los “pateaba”, los bichos rodaban, pero había un instante en que recuperaban su forma original y era como si una transformación milagrosa ocurriera. Nunca pude imaginar qué harían los aficionados si vieran, en un estadio, la transformación de un balón. A veces, en el corredor de la casa, pensaba que a mí me gustaría tener un “caparazón” como esos bichos, me ayudaría a protegerme cuando me sintiera amenazado. Fuera de casa muchos me amenazaban: me amenazaba el cabrón que me exigía darle la moneda que mi papá me entregaba para comprar un refresco y unas galletas a la hora del recreo; me amenazaba el maestro con golpearme con una vara si no aprendía los nombres de las capitales de todos los países del mundo; me amenazaba el perro negro que vivía en la casa de Nacho. Me hubiese gustado, fuera de casa, ser un bicho bolita.
¿Por qué mi papá tenía el barrilito de sus preparados en el oratorio? A veces entraba al oratorio y mi mamá no sabía (nunca pudo saberlo) si mi papá entraba a rezar un rosario o a meterse dos pitutazos de ese trago de mora que preparaba.
En la década del setenta, del siglo pasado, una canción de Carlos Mejía Godoy, cantautor nicaragüense, se escuchó en todas las radios: “Quincho barrilete”. Hablaba de un niño que “por un chelín hacía cometas prodigiosos”. Entonces, a Joaquín, que vendía pan en el mercado le pusimos “Quincho barrilete”. Cuando, muchos años después, ya como becario del Centro Chiapaneco de Escritores, conocí al enormísimo poeta ¡Joaquín Vásquez Aguilar!, nada le dije pero pensé que él también era Quincho barrilete, porque sus palabras volaban como el más alto papalote de estos cielos. Cuando alguien mencionaba a Quincho yo, en lo íntimo, así con voz de ratón, decía: ¡Quincho barrilete!, y lo veía elevarse como dicen que se elevó Remedios, la bella, en “Cien años de soledad”, novela escrita por Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura.
¿Por qué en Sudamérica llaman barrilete al papalote? ¡Andá a saber! Nosotros, Jorge y yo, y Quique y Javier, y Miguel y Pedro, y Armando y Carlos, volábamos cada vez que entrábamos a ese bar y bebíamos (como Jorge decía) “una de barrilete”. Claro, el problema era que después de seis o siete tarros bebidos terminábamos como papalote a mitad de un huracán, papaloteábamos de una a otra banqueta, de una a otra pared. Algunas veces, como cometa desorientada, terminábamos enredados en las ramas de un árbol inexistente y quedábamos botados como bultos de maíz. Volábamos, pero sólo al principio; al término éramos como camionetas viejas sin gasolina.
Nunca volé un papalote. ¡Qué envidia de los niños que iban a los llanos a volar papalotes en la temporada de ventarrones! ¡Qué envidia al ver los papalotes encumbrados en el cielo! Los miraba desde el patio de mi casa. Yo estaba parado en el centro del patio y veía cómo un papalote, igual que las gaviotas, se asomaba por encima de los tejados. Los papalotes volaban muy lejos, tan lejos como las manos del niño que detenía el cordel y que le daba más cuerda, más, más, para que el papalote volara más alto. Nunca tuve esa satisfacción, pero tampoco nunca tuve la desgracia de perder un papalote. No sé qué pensaba el niño que perdía un papalote. A veces cuando salgo a la calle veo un papalote enredado en un árbol o en los alambres de los postes de luz. Miro las caras deshechas de los papalotes e imagino las caras de los niños que lo perdieron en intento de que volaran más alto. Todo, querida niña, todo es un mero sueño. Le damos cuerda a los papalotes en intento de que vuelen muy alto, sabiendo que en cualquier instante se vendrán a pique y terminarán deshechos en el suelo. Así son los sueños, todos terminan en el piso, botados como si hubiesen tomado cerveza en tarro y terminara embriagados.
Tomábamos cerveza. Gastábamos nuestra paga y nuestro tiempo sentados alrededor de una mesa. Alzábamos los tarros y brindábamos, por la amistad o por las muchachas bonitas que, o no nos hacían caso o nos iban a dejar en la orfandad cuando se fueran con otros. Te digo, todo es como un papalote. Las relaciones humanas también deseamos que vuelen, pero todas, todas, oílo bien, terminan en el suelo. Es tan difícil dar cuerda, más, más y evitar que el hilo se rompa. Uno no lo advierte bien a bien, pero todo termina rompiéndose: los sueños, la vida misma.
No sé si algún bar de este pueblo vende cerveza de barril. No lo creo. Vivimos tiempos en que lo desechable impera. Cuando voy a casa de un amigo, no falta el que abre el refrigerador y saca tarros del congelador. Cuenta que los compró en Oktoberfest (la gran feria de la cerveza que realizan en Alemania). Los tarros los coloca en la mesa de centro de la sala y los rellena con cerveza de bote. No da para más nuestro pueblo. Cuentan que en Alemania hay miles y miles de empresas familiares que fabrican cerveza casera y la guardan en barrilitos y de ahí la sirven en tarros. Acá también se acabaron los barrilitos que conservaban el comiteco. Los barriles ya sólo existen en algunas empresas que insisten (en buena hora) en el rescate de esa bebida alcohólica tradicional que tanta fama nos procuró y nos sigue procurando.

Posdata: Nunca volé papalotes. Aspiro, ahora de viejo, a lograr que alguna de mis palabras vuele, que revolotee por tu cielo y que vos, embriagada, volés a la par.