domingo, 7 de junio de 2015
EN EL NOMBRE DEL ESPÍRITU SANTO
Los caminos están llenos de cruces. No es una mera metáfora de la vida. Es una realidad. Cada vez más, los caminos están llenos de cruces. A veces, cuando voy en una carretera veo, en la orilla, casi en la cuneta, pequeñas cruces que recuerdan el fallecimiento de algún peatón o algún ciclista o algún automovilista. Hay tanta gente que muere lejos de casa. Me aterran esos autobuses que llevan un letrero en el parachoques que advierte que si el conductor ya no regresa a casa es porque ya está con Dios. ¡Padre eterno, qué manera de invocar la desgracia!
Cruces por todos lados. A mí me gustan esas cruces que se llaman Cruces del milagro. Están colocadas sobre unas bases de cemento. La gente acude a esos lugares y deja flores. También, en fechas relevantes del catolicismo, sirven como puntos de reunión. Algunos grupos de fieles que acuden a la entrada de flores del Padre Eterno, en La Trinitaria, se reúnen en un lugar donde está sembrada una cruz del milagro. Ahí, el rebumbio de los hombres y mujeres que tocan el tambor o el pito se desgaja como mazorca.
¿Tiene algo que ver el color de la cruz? La mayoría de cruces que he visto están pintadas de azul, hermoso contraste entre el verde oscuro de las montañas lejanas y la claridad del cielo.
Los caminos están llenos de cruces. Cada vez hay más. Me gustan las cruces que no tienen imágenes de cristos miserables. Me provocan pavor las imágenes de esos cristos desfallecientes que están descoyuntados.
Cuando una cruz está sin imágenes, cuando está limpia, cuando sólo es un par de maderos colocados en forma perpendicular, algo como un colibrí revuela por mis cielos. No me causa un sentimiento de rechazo, al contrario. Esas cruces las veo como estructuras que bien se integran al paisaje, las veo como tendederos para colgar nubes, esas nubes que, amenazadoras, están llenas de agua. Imagino que si las cuelgo sobre esa cruz azul, el viento las irá secando y no soltarán su furia húmeda en contra de los techos de las casas.
Los caminos están llenos de cruces. A veces, desde la ventana del auto las veo como estatuas, como simples espantapájaros.
Algo de espiritualidad tiene esa forma. Es una forma tan simple y sin embargo es cautivante. Los católicos se persignan y, cuando lo hacen, hacen la forma de la cruz. Llevan su mano derecha a la frente y dicen: En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. El padre está en la parte superior de la cruz, el hijo está en la parte media del madero vertical, y el espíritu santo está en el pecho, en cada una de las tetillas, una teta es el espíritu y otra es el santo. En la teta izquierda está el espíritu. Qué simpático. Por ello, un amigo, siempre que ve una muchacha que tiene unos pechos hermosos, dice que tiene “un espíritu santo lleno de vida”.
A veces, cuando voy en la carretera y veo una cruz del milagro, veo a un pájaro que se posa en la parte superior, pienso que no es que se cague sobre el padre, sino que es el espíritu del padre, del padre juguetón. Me gusta el atrevimiento de esa ave. Si yo fuese un pájaro sería un pájaro tímido y no me atrevería a pararme sobre esa base breve. Sé que si fuese un ave me pararía sobre el travesaño, tal vez me atrevería a ir de uno a otro lado del madero horizontal, brincaría con delicadeza y con cuidado. Mis amigos dirán que lo haría porque me gustan los pechos de las muchachas bonitas, me gusta ir de un lado del espíritu al otro lado de la santidad.
Los caminos están llenos de cruces. Es bueno que haya cruces de milagro, porque son como recordatorios de que la vida está lleno de ellos. Las otras cruces recuerdan a la muerte. Debería haber una campaña intensiva para sembrar más de las primeras y erradicar las segundas. Los caminos deberían estar más llenos de colgaderos de nubes que de cruces que señalan fosas.