sábado, 6 de junio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DE UN NOMBRE



Querida Mariana: todos tenemos un nombre propio. Es uno de los postulados de los Derechos Humanos. Tengo un amigo que, en el sitio de su casa, sembró un árbol de tenocté. El día de la siembra armó un guateque, con manteado, cervezas, chicharrones, tortillas recién salidas del comal y salsa molcajeteada. Cuando la mayoría de invitados estábamos ya entrados en el arguende, él dio dos palmadas y una muchacha (bien bonita), con vestido de escocesa, salió del interior de la casa y tocó el violín. El compadre Ramón, quien ya se había resbalado dos o tres pitutazos de comiteco, alzó los brazos y, como si fuese Anthony Quinn en la película “Zorba, el griego”, se puso a bailar a mitad del patio, levantando una pierna ahora y después la otra, con un ritmo de garza tullida. El amigo (dueño de la casa y del árbol plantado), al término de la melodía, dijo que nos presentaría al nuevo integrante de la familia, extendió el brazo y señaló: “Acá está Venancio” y todos aplaudimos. ¿Venancio se llama el árbol de tenocté? ¡Así es! No es un nombre muy comiteco que digamos. Cualquiera pensaría que debió llamarse Caralampio, pero, bueno, cada quien nombra a sus hijos como quiera. Y mi amigo quiso llamarle así. Ahora, cuando vamos a su casa, preguntamos por su esposa, por sus hijos, incluso por su mascota, y al término de la relación, no falta el nombre de Venancio. Él nos dice que está muy bien y nos lleva al sitio y vemos que, en efecto, Venancio ha crecido fuerte y ahora ya florea y da vida al sitio de la casa de mi amigo.
Te cuento esto para que veás que nuestra costumbre de poner nombres propios se extiende a mascotas, árboles y plantas. No nos basta el nombre científico de un árbol, sino que procuramos hacerlo más íntimo y le ponemos nombre que debiera corresponder a seres humanos.
Martha bautizaba a sus mascotas y muñecas con nombres extraños. Tuvo una muñeca de trapo, negra, con vestido de bolitas rojas y blancas, que la llamó Puntitos. Rodolfo, que era un maldoso, el mayor de los primos, la molestaba y le preguntaba por qué la había bautizado con el nombre de “putitos”. Martha lloraba, se cubría los ojos con su brazo y lloraba. ¿Cómo le regresaba la risa a Martha? Ella volvía a sonreír a la hora que el tío Ausencio entraba a la sala, se quitaba el cinturón y daba un par de cinturonazos en el trasero de Rodolfo; luego enviaba a Sara (la sirvienta) a comprar una nieve de vainilla en “Nevelandia”. Martha lengüeteaba la bola de helado y sonreía. En una mano sostenía el cono y en la otra cargaba a Puntitos.
Pero, ya lo dije, no sólo a las muñecas bautizaba con nombres extraños, también acostumbraba poner nombres raros a sus mascotas. Incluso, sus mascotas no eran las mascotas comunes y corrientes que todo mundo tiene en su casa. Ella no tenía gatos ni perros, ella tenía como mascota a una tortuga enorme y a un cachorro de jaguar, que su tío Romeo le había traído del rancho. Cuando el tío entró cargando el cachorro todo mundo se opuso. ¿Cómo era posible que una fiera salvaje estuviese en la casa? Todos dijeron que era un peligro. Sí, dijeron, el cachorro era como un inocente gatito, pero crecería y cuando creciera habría necesidad de enjaularlo. Además, dijo la tía Roselia, algún vecino podría dar aviso a las autoridades y se volvería una tragedia. Pero, era el cumpleaños de Martha y la niña ya le había conseguido una mantita para cubrirlo en las noches y lo había bautizado con el nombre de “Pechuguín”. Los papás consintieron en que se quedara un año. Al año, Martha permitiría que el animal regresara al rancho. “¿Es un trato?”, dijeron todos y la niña, muy seria, parada a mitad de la sala, dijo: “¡Es un trato!”. Así, Pechuguín se quedó en casa. El cachorro se hizo muy amigo de la tortuga “Perestroika”. ¿De dónde Martha sacó el nombre? De un programa de televisión. Mientras el papá escuchaba el noticiario (lo escuchaba porque siempre veía la televisión con los ojos cerrados), el conductor dijo que Gorbachov estaba desarticulando la estructura comunista en la URSS a través de dos ejes: la transparencia (glasnost) y la reestructuración (perestroika). Como Martha tenía una amiga que se llamaba Alicia Pérez, desde esa tarde, dijo que su amiga era la Péreztroika y también llamó así a su mascota, que era tan grande que siempre la llevaba sobre la plataforma de un carrito. Era maravillosa la escena: Martha jalaba el carrito que parecía tener un enorme caparazón y detrás del carro iba el cachorro como si participara en un desfile.
El año se cumplió y Pechuguín ya no entraba en la casa de madera que había sido el hogar de “Atenas”, la perrita French que había sido mascota de la tía Romelia. Una tarde llegó el tío Romeo y dijo que afuera estaba la camioneta para llevar al cachorro. Todos respiraron tranquilos. La amenaza de la fiera en casa terminaría. Martha (contra todos los pronósticos) no se opuso. Muy tranquila vio que subieran al cachorrito en la góndola de la camioneta, que lo amarraran a una esquina y le pusieran un poco de comida. Cuando su mamá le dijo que se despidiera de Pechuguín, la niña entró a su cuarto y sacó una maleta que ya tenía preparada. “Me iré con Pechuguín”, dijo. La mamá rió y dijo que, por favor, metiera su maleta al cuarto, pero dos horas después, todos los vecinos vieron cómo la niña subió a la góndola, abrazó a su mascota y dijo adiós, con la mano levantada. Cuando, al día siguiente, la abuela le preguntó al papá de Martha por qué había permitido que la niña se fuera, él dijo que le haría bien, que ya regresaría cuando comenzara a extrañar la casa. Lo cierto es que Martha creció toda su infancia y adolescencia en el rancho. El tío Romeo la traía todos los fines de semana a Comitán, la inscribió en la prepa abierta y así sacó su bachillerato. Ahora, mi prima estudia un doctorado relacionado con la atención a animales y trabaja en una reserva en Sudáfrica. El otro día me mandó una fotografía en el Facebook y me dijo que ese cachorro de león tenía mucha semejanza con el carácter de Pechuguín.
Los nombres, querida Mariana, permanecen más allá de la vida. Recordamos a nuestros muertos gracias a los nombres que tuvieron. A veces, cuando los amigos vamos a comer a un restaurante aparece, por ejemplo, el nombre de Miguel y, de inmediato, todos recordamos a nuestro querido amigo, quien falleció ya hace muchos años. A veces, Javier me manda un mensaje al celular para recordarme que es aniversario del fallecimiento de Miguel, y vamos a su tumba y dejamos algunas flores en la entrada de la capilla. Adentro de la capilla hay una placa de mármol que dice su nombre. Los nombres nos acompañan durante toda la vida y se prolongan más allá.
El otro día, mis compañeros de trabajo y yo, fuimos a la escuela de una comunidad rural del municipio, llevamos “El mushkac de bolsillo”, que, vos sabés, es un espectáculo de cuarenta y cinco minutos donde contamos cuentos, presentamos mímica, música y trucos de magia. En la pared externa de un salón está escrito el nombre de la escuela: “Maestra Mirna Vera Téllez”. ¡Uf, qué remolino! De manera instantánea apareció la hormita de la maestra, quien (fue mi privilegio) me honró con su amistad. No fuimos uña y carne, pero siempre que me topeteaba con ella me saludaba de manera afectuosa. La maestra Mirna fue diputada local por este distrito y, por desgracia, falleció cuando la avioneta en que viajaba se olvidó de aletear y se vino hacia abajo. Pero ahí está la permanencia del nombre, en una pared de una comunidad modesta. En ese momento, la maestra Mirna volvió a revolotear en mi memoria.
Hay libros que tienen una relación extensa de nombres para bebés. Cuando una pareja se entera de que un bebé está en camino, de inmediato comienza a pensar “qué nombre le pondremos, matarile rile ron”. No es cosa sencilla. El nombre elegido será el nombre que lo acompañará toda su vida. No es poca cosa. Hay personas que aborrecen sus nombres; hay otras que los toleran y otras que sí están conformes, incluso que aman sus nombres.
Mis libros están firmados sólo por mi primer nombre y mi apellido paterno. Es como una tendencia: Günter Grass, Roberto Bolaño, Ornán Gómez, Óscar Bonifaz, Ernest Hemingway, Juan Rulfo, Juan Gelman, Álvaro Mutis. Son pocos los escritores que firman con dos apellidos: Gabriel García Márquez, Gustavo Ruiz Pascacio. Pareciera que si el nombre y el apellido son muy comunes existe una necesidad de extender un poco más la cuerda. A final de cuentas, los famosos, muy famosos, pierden un poco el nombre y se quedan sólo con el apellido. Si alguien dice Di caprio o Stallone no hay necesidad de decir más.

Posdata: Vos no necesitás más. Muchos de mis lectores sólo me piden saludar a Mariana. Es como si tu nombre estuviera por encima de tus apellidos, encima de los techos de las casas de Comitán, encima de los cielos.