viernes, 26 de junio de 2015

UN DÍA PARA VIAJAR




Rofu, el gato, miró la mesa. Desde el piso pareció calcular la altura y, con las manos en posición de ataque, dio el salto. Quedó justo en el borde de la mesa, pero ya a salvo. Caminó sobre la mesa, como si caminara por un sendero del parque, y llegó al extremo. Desde ahí, de igual manera que lo había hecho en el primer salto, pareció calcular la altura hasta el borde superior del mueble donde la abuela conservaba la cristalería y las vajillas de porcelana japonesa. Se impulsó y, uf, de nuevo, alcanzó la altura y quedó al borde, como si fuese un hombre que, en el pasamano de un puente, viera el río. Y eso fue lo que el gato pareció hacer: vio hacia abajo, como si viera el lento caminar del agua. Luego, caminó sobre la tabla superior del mueble y llegó hasta el borde. De nuevo repitió la operación y saltó hacia el candelabro. Logró sujetarse de una bombilla y luego, como si fuese un malabarista, se instaló a mitad de la lámpara. En menos de dos minutos había logrado pasar del piso al techo, a través de movimientos magistrales y calculados. ¡Ah!, pensó Martín, ¡quién fuera gato! Había acabado de pensarlo cuando vio que Rofu, con sus cuatro patas blancas, como calcetines, y su cuerpo negro, se preparaba para otro salto, pero ¿adónde? Ya el gato estaba en la parte más alta. Después del candelabro sólo estaba el techo de madera de cedro: el plafón. Martín vio que el gato repitió el cálculo y saltó. Vio que, sin problema, cruzó el techo y desapareció. Martín, confundido, se paró, abrió la puerta y salió al jardín, llegó hasta donde estaba el árbol de durazno, se paró en puntillas y vio el techo, buscó al gato. ¡Ahí estaba! El gato caminaba orondo, soberbio, movía la cola de uno a otro lado, se acercó al límite izquierdo, hizo el mismo cálculo y saltó, saltó a la parte más alta del árbol de mango, ahí quedó balanceándose como si fuese un cuervo. El gato se mecía, de izquierda a derecha, parecía un barco en alta mar. Martín se reclinó sobre el tronco y esperó a ver el siguiente movimiento del gato. Ya no había más, pensó Martín, pero cuando vio que el gato, en medio del movimiento de metrónomo, se preparó a dar un salto dejó de respirar y abrió los ojos como si fuese el hueco de un bambú. El gato, igual que lo había hecho en el primer salto, puso sus manitas al frente y se impulsó. Quedó en el borde y, como si fuese un niño travieso, subió una pata y luego, con cierto trabajo, subió la otra. Caminó sobre la nube y se acostó en el centro. Era una nube pequeña, apenas un poco mayor que el gato. El gato parecía agotado, pero, después de dos o tres minutos, se paró, caminó al borde, vio hacia abajo, como si estuviera en un puente y mirara el río. ¡Saltará!, pensó Martín, pero el gato hizo un mohín, como hacen las señoras de la alta sociedad, se dio la vuelta y caminó al otro extremo de la nube, repitió la operación, dio el salto y desapareció a mitad del cielo. Martín pensó que el gato, una de dos, había entrado a uno de esos que llaman hoyos negros o a la burbuja de otra dimensión. Todo en menos de diez minutos. Hubo movimientos normales, casi anecdóticos: el salto a la mesa, a la vitrina, incluso el salto hacia la lámpara, si bien no es un movimiento común en el común de los gatos, sí fue un salto anecdótico, pero ¿qué decir del salto hacia el techo de la casa? ¿Qué decir ante el salto hacia el infinito? ¡Nada!, pensó Martín. Mejor nada qué pensar. Abandonó el jardín y regresó a la casa, fue a la cocina, abrió el refrigerador, tomó una cerveza de bote, jaló una bolsa de frituras que estaba sobre la mesa y entró a la sala. Ahí, echado sobre el sofá, estaba Rofu. Martín abrió la cerveza, dio un trago largo, duradero, y acarició al gato que ronroneó. Martín pensó que todo lo había imaginado, pero luego pensó en la posibilidad segunda: si Rofu había entrado a otra dimensión ¿qué estaba haciendo ahí en la sala, al lado de él, ronroneando como siempre? Martín pensó en la posibilidad y pensó que entonces él había cambiado a otra realidad. Recordó que a la hora que había vuelto a casa, a la hora de abrir la puerta, sintió algo como una corriente de aire, un aire tibio, pero no le dio mayor importancia porque siempre al entrar a su casa, después de estar en la calle, sentía una sensación de alivio, como si el aire de la casa fuera el suéter que le ponía su mamá cuando él iba a la escuela. Vio al gato, echado sobre el sofá, parecía un suéter enorme, tibio, recuperado. Martín, entonces, dejó el bote sobre la mesa de centro y, temeroso, fue hacia la puerta y, antes de abrirla, cerró los ojos y pidió que todo estuviese como siempre, que en el árbol de durazno siguiera el crío, con el pico abierto, esperando que la mamá mirlo llegara a darle de comer, que el árbol de mango tuviera sus ramas llenas de fruto, inclinadas de tanto fruto. Martín, entonces, abrió los ojos y luego la puerta y vio un profundo vacío, lleno de luz. Martín llegó al borde de la puerta y vio hacia abajo, como si fuese un hombre en un puente y viese el lento paso del río allá abajo, muy en el fondo, casi infinito. En el sofá, el gato lamía su pata y luego se acicalaba.