viernes, 19 de junio de 2015

LA VERDAD DE LA MENTIRA




A don Jorge le gustaba la canción “La mentira”. Cuando contrataba un trío, después de dos o tres cervezas, pedía “La mentira”. Le gustaba mucho. Siempre llamó mi atención el modo como lo decía: “La mentira”. Nada más decía. Nada más debía decirse. Todo mundo sabía lo que él deseaba. Los integrantes del trío preparaban el requinto, el bajo y las maracas, un, dos, tres, y se reventaban la canción: “Se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices…”
Siempre llamó mi atención, más que la letra, más que el ritmo sabrosón de la melodía, más que los ojos de puesta de sol que las muchachas asumían, la forma tan sencilla de pedir la canción. Porque no era solo pedir la canción, en la petición estaba implícita toda una historia.
Siempre es así, cuando alguien “pide” una canción la pide porque detrás de ella está un instante de vida. No a todo mundo le gusta la mentira, hay gente que le gusta la verdad.
Don Jorge la pedía con la misma facilidad con que nosotros pedíamos las cervezas. “Otra ronda, tío Tavo”. Y don Tavo sabía perfectamente a qué nos referíamos.
A veces me gustaba jugar y llegaba a otros espacios y hacía lo mismo que en la cantina de tío Tavo: “Otra ronda” y la señora que vendía chinculguajes me quedaba viendo como si un fantasma hubiese hablado. Pasado el momento de desconcierto, cuando la mujer decía: “¿Qué dice?”, yo dejaba el juego y decía “Sí, por favor, que me venda una docena de chinculguajes”; la mujer sonreía, abría la manta donde los guardaba y comenzaba a contar para, luego, meterlos en una bolsa de plástico, y ya, totalmente dueña de la situación, decía: “¿Le pongo salsa?” y yo contestaba que sí. Sólo una vez me atreví a llevar el juego más allá, cuando ella preguntó si me ponía una bolsa de salsa yo dije: “La mentira” y ella miró a la izquierda y a la derecha, como buscando auxilio por si el loco que tenía enfrente la atacaba. “Sí, póngame salsa”, respondí un segundo más tarde, para que se calmara. Pero ya no se calmó. Cuando pagué la vi temerosa, como pidiendo a Dios que el martirio terminara. Cuando tomé la bolsa con los chinculguajes y la salsa, ella tapó la canasta y vio hacia otro lado, pero yo estuve seguro que me siguió viendo mientras yo caminaba en el pasillo.
La señora tenía razón. Uno espera siempre que los diálogos sean congruentes con el instante y con el entorno. Los integrantes del trío sabían que don Jorge o cualquier otro cliente cuando levantaban la mano y pedían algo se referían al título de una canción o a un verso de la misma. “Grabé en la penca de un maguey tu nombre…” decía uno de la mesa de a lado, esa mesa donde estaban sentadas dos parejas, una de las mujeres con lentes oscuros como si estuviera de cruda o desvelada. Otro, al término de la de la penca, levantaba el brazo y pedía: “Somos novios” y el líder del trío decía que no se la sabían. La mujer que estaba al lado de quien había hecho la petición lo lamentaba, decía que no era posible que no la supieran, cómo no saberla, y entonces tarareaba un poquito y decía: “…mantenemos un cariño limpio y puro”, y entrecerraba los ojos mientras su acompañante la abrazaba y pedía: “Reloj” y los del trío asentían moviendo la cabeza, uno de ellos le daba vuelta a una de las llaves del cabezal de la guitarra y cuando creía que ya estaba afinada, marcaba: un, dos, tres y se reventaban “… que marca las horas…”
Don Jorge pedía “La mentira”; Don Alfredo pedía “Reloj”; Martha pedía “Ferrocarril de los altos” y Eugenia pedía “Dios nunca muere”. Y todo mundo se quedaba tranquilo. Cuando el entorno se modifica entonces aparece la torcedura. La gente voltea ver a quien lo dice y piensa que está loco. Una vez, en la sala de la casa de Toña, en medio de una fiesta familiar, doña Rosita (mamá de Toña) me dijo que si quería agua de horchata y yo dije: “Dios nunca muere”. Toña rio y varias de sus amigos hicieron lo mismo, pero doña Rosita se quedó muda, sonrió, pasó de largo y ofreció la horchata a Mario, quien alargó el brazo, tomó el vaso, dio las gracias, luego un sorbo y dijo: “Está muy sabrosa”. Doña Rosita creyó pertinente darme otra oportunidad, regresó y dijo: “Alex, ¿de verdad no querés un vaso de horchata?”. Toña me vio y vi en su mirada la súplica de que no jugara, ella conocía mis juegos. Tomé el vaso y le dije: “Ferrocarril de los altos”. Doña Rosita se destanteó de nuevo, pero luego tomó aire y dijo: “Esa canción es bien bonita. Tu papá me la traía de serenata”, le dijo a Toña. Ésta respiró tranquila. Yo probé la horchata y dije: “La mentira”, y doña Rosita dijo que don Eugenio también la incluía cuando le llevaba serenata. Todo, entonces, retomaba la cara cotidiana.