viernes, 5 de junio de 2015

POR LOS LUGARES DONDE HAY POLVO



Hay una coincidencia. Muchos aseguran que uno no debe volver a los lugares de infancia. Coetzee, Premio Nobel de Literatura, dice: “Es mejor no visitar los lugares del ayer y salir de ellos añorando lo que se fue para siempre”. Sabina, el famoso cantante, dice en una canción: “En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”; y el poeta Sabines dice lo mismo en uno de sus poemas. ¿Por qué esta advertencia? Porque todo cambia. Nada permanece inmutable.
Pero ¿qué sucede si le damos vuelta a la tortilla y rascamos las paredes y cavamos en el suelo? He escuchado el reclamo de muchos comitecos que añoran el Comitán de antes. Son compas que dejaron esta tierra y fueron a vivir a territorios ajenos. Vuelven, después de muchos años, y encuentran un Comitán desconocido. Apenas algunas calles, algunas casas, algunos parques permanecen inalterados. Las costumbres han cambiado, dicen, y lo dicen con una nostalgia de tarde lluviosa.
¿Qué sucede si, en lugar de buscar los vestigios, buscamos detrás de las paredes el espíritu que nos alimentó? Detrás de todos los cambios está un espíritu permanente.
El otro día, buscando un libro, hallé una carta, en medio de las hojas. Era una carta que me envió un amigo que ya falleció. Ahí estaba su letra, torcida, titubeante, pero llena de vida. Algo como una capa de nostalgia me cubrió, pero de inmediato la deseché. Deseché una añoranza que nada bueno me dejaría. Por el contrario, lo que hice fue sentarme y leer su carta pensando que lo hacía en el siglo XXI y no en el XX que fue cuando recibí la carta.
Conforme leí la carta entré en un diálogo con mi amigo muerto. Ah, le dije, si vivieras (sin tono de nostalgia, sino con tono de charla en cantina) ahora no escribirías estas cartas con letras torcidas, ahora escribirías en la pantalla de una computadora y yo no tendría necesidad de esperar la llegada del cartero; bastaría abrir mi correo para hallar tus letras y te respondería de inmediato, con la misma inmediatez recibirías mi respuesta. Vos, como lo hacés en tu carta, me contarías cómo te va en esa ciudad de Inglaterra, ciudad donde estudiaste un posgrado; y yo te contaría de mi trabajo en la Universidad y de cómo tengo alumnas bien bonitas y de cómo, a veces, les leo algunos poemas de Sabines, poeta que tanto te gustaba. Te contaría, querido amigo, que, con frecuencia, voy al parque de San Sebastián y me siento en la banca que compartíamos; veo cómo los pajaritos se pelean en las ramas y hacen una bulla infecunda; te contaría que quise darle la vuelta a la tortilla y no añorar los tiempos en que vos y yo caminábamos con rumbo a la casa de tu novia y yo te dejaba en la puerta y subía solo por la calle hasta llegar al parque central y, mientras vos platicabas con tu novia y la tomabas de la mano y caminaban juntos, yo abría un libro y leía poemas de Sabines. Te contaría que Sabina recomienda no volver al lugar donde uno fue feliz, pero, a veces, es inevitable y, cuando terminé de leer tu carta y te despediste con un “nos veremos en diciembre, llego el 14”, mis ojos se llenaron de agua. Se llenaron de agua, porque supe que el 14 no estarás acá.
Hay una coincidencia: no volver a los lugares del ayer. Quien regresa no encuentra lo que dejó.
Por eso, yo procuro no volver a los lugares de mi infancia, ni a los lugares donde fui feliz, pero a veces, camino por una banqueta y, como si sucediese un temblor, una pared se viene para abajo y un patio queda al descubierto y sé que en ese patio jugué una vez, cuando niño y, entonces, no puedo evitarlo: entro, entro porque hay una fuerza de atracción que me obliga a hacerlo. Ya después, a pesar de que hago lo posible por no caer en el tobogán de la añoranza, una tenaza me aprisiona el corazón y no me suelta hasta que la lluvia me obliga a resguardarme debajo de una cornisa de este siglo.