lunes, 22 de junio de 2015

TARDE LEJOS DE CASA




No lo creí al principio, pero Mariana insistió que había un bicho gigante en el parque. Cerré la computadora y dije que iríamos a verlo. Caminamos por el parque de Guadalupe, pasamos por donde anteriormente estaba sembrado el chulul y subimos por la lateral del Hotel Río Escondido. Al llegar a la esquina del parque central, ella puso sus manos sobre sus caderas y dijo: “¿Ya mirás que es cierto?”. Sí, frente al módulo turístico estaba estacionado El Bicho, un autobús, Mercedes Benz, modelo más para allá que para acá. Nos acercamos a curiosear. El camión procedía de Argentina y pertenece a un grupo de trashumantes que andan por toda la América.
Por lo regular, los bichos son pequeños. Tal vez, para hacer contraste, los dueños del autobús lo bautizaron con ese nombre, para que, como sucedió con Mariana, los niños que van de la mano de su mamá lo señalen y digan: “Mirá, mamá, mirá, qué bicho tan grande”.
Este autobús, ya se dijo, tiene años de traqueteo, quién sabe cuántas carreteras ha recorrido, quién sabe cuántos países ha visitado. Es un bicho travieso y paseador, le gusta ir de un lado a otro.
Los grupos de trashumantes son atractivos. Cuando era niño, grupos de húngaros llegaban a Comitán. Los niños rodeábamos sus casas de campaña y nos sorprendíamos antes esos modos diferentes de vida. Romeo dice que invento, pero no. Una vez, los húngaros trajeron un oso negro, que caminaba en dos patas y bailaba al ritmo de un pandero. El hombre sostenía con la mano izquierda una cadena que sujetaba al oso de una de sus patas y con la mano derecha tocaba un pandero contra su muslo derecho. El ritmo del pandero era sostenido, como si un campanero llamara a misa de seis. El oso se movía como un árbol mecido por el viento. Era imponente verlo en su gran altura, sometido como un perro pequeño y con cara de temor. Los osos no eran así, cuando menos, en las revistas de monitos que leíamos, los osos negros eran terroríficos, si un cazador se topaba con uno de ellos y el oso se paraba en sus dos patas traseras, el cazador se convertía en un mínimo bicho, asustado, indefenso. Los osos de las revistas tenían garras que eran como cuchillos, como hachas que podían trozar ramas de árboles gruesos o partir en dos los pechos de leñadores carnosos. El oso de Comitán se movía lento, al ritmo del pandero, un ritmo que era como una gota de agua cayendo tímida sobre una tarja. Todos los espectadores formamos un círculo para ver el espectáculo, sin valla protectora de por medio. Los niños, cogidos de las manos de sus mamás, chupaban paletas de dulce y miraban cómo el oso movía sus patas como si pesaran, como si tuvieran artritis. El baile del oso no duró más de dos minutos. El oso se puso en cuatro patas y se echó sobre el piso, a mitad del círculo que formábamos los espectadores. Una mujer húngara, con vestido holgado y con pulseras en ambos brazos, tomó el pandero del hombre y lo pasó pidiendo una moneda. Algunas mamás abrieron los monederos, escarbaron en el fondo y echaron una moneda en el pandero. El sonido de las monedas al caer era un sonido diferente al que hacía el dedo entrenado del hombre al rasgar la superficie del pandero. Por esto, el oso ya había cerrado los ojos y descansaba. El oso, igual que los húngaros, venía de lejos, de quién sabe qué territorios. Los osos negros no son comunes en estas regiones de quetzales, de venados y de tigrillos. Cuando la mujer agotó el círculo, el hombre agradeció y dijo que el espectáculo del oso había terminado. Todos los espectadores se desperdigaron. El hombre se acercó al oso, le hizo una caricia sobre la cabeza y, jalando la cadena, obligó al animal a pararse en cuatro patas. Pasó cerca de mí, era un bicho gigante, parecía estar cubierto con un abrigo completamente negro.
Siempre llama mi atención los grupos de trashumantes, están tan lejos de sus casas. Los habitantes de El Bicho no tienen hogar, su casa es la panza del autobús en el que viajan, en el que comen, en el que duermen, en el que hacen el amor, en el que sueñan. Están tan lejos. Por ello necesitan transportarse en animales que no sean frágiles. Por ello, este grupo de trashumantes argentinos viaja en la panza de un bicho gigante. El oso que una vez vi era más grande que diez gatos juntos, pero parecía tan frágil, como si no supiera que era oso. Bailaba con el entusiasmo de un niño que es obligado a participar en un festival de fin de curso; bailaba como si fuese un viejo que tenía que sostenerse de un bastón para levantarse e ir al baño.
Mariana insistió: “¿Ahora sí me creés?”. Sí, dije, este bicho es enorme y es una pena que esté tan lejos de casa, tan lejos de sus papás.
Y entonces, Mariana y yo, caminamos, felices, porque estábamos en casa.