sábado, 25 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, CON ALAS PARA EL VIAJE




Querida Mariana: la vida es un viaje. Eso dicen los que saben. Al nacer comienza el viaje, un viaje que no elegimos. Tal vez por ello me gusta la palabra viaje, el concepto. Quien viaja ¡elige! Ahora que estamos en vacaciones de verano, veo que muchos de mis amigos salen a pasear. Algunos van a Cancún (¡ah, privilegiados!); otros (los menos) van a Europa (¡París, ciudad bendita!); y la mayoría programa viajes más cercanos. Quienes tienen papás o abuelos que poseen o viven en ranchos viajan para allá. Mi tía Rome viaja a la Ciudad de México cada año, por estas fechas. Va a la Basílica de Guadalupe, a cumplir una manda.
A nosotros no nos tocó elegir nacer o no. Nacimos y punto. Pero, a partir de ese instante, el viaje nos da opciones de elección. Bueno, de pichitos tampoco tuvimos mucho margen para decidir. Los papás, en una carreola, orgullosos y felices, nos llevaban al parque o a Los Lagos de Montebello. Ya más grandes sí pudimos elegir. En compañía de amigos decidíamos ir a uno o a otro lugar. El ser humano, conforme crece, adquiere la capacidad para dar forma a su vida. Algunos eligen viajar a lugares con aires limpios y aguas cristalinas; otros eligen lugares llenos de smog. Los primeros son reductos poco habitados; los segundos están llenos de gente. Juan viajó a la India el mes pasado y a su regreso me contó lo impactante que fue todo lo que vio. Dice que en Delhi, un guía de turistas lo llevó a una zona donde era casi imposible pasar de una banqueta a otra, los carros, como cucarachas, transitaban sin orden alguno. El guía le dijo que no temiera, pero mi amigo no estaba temeroso, estaba deslumbrado. ¿Cómo los automovilistas lograban salir de ese laberinto que ellos mismos construían? Se mareó con el ruido de los cláxones, el humo de los tubos de escape y los gritos de las personas que, en las banquetas, ofrecían infinidad de productos. Como agregado apareció la bofetada del olor de las comidas y fritangas callejeras. Dice que el olor es muy penetrante, algo que hiere al olfato. Fue como estar metido en una cloaca donde miles de ratas iban de un lado a otro y él era una rata más. Después de registrar en su memoria ese caos cotidiano le pidió al guía que lo sacara de ahí. Pregunté: “¿Era como la Ciudad de México?”. No, dijo, eso era más alucinante, todo era como si alguien hubiese aventado mil objetos en un callejón y todos se movieran por inercia, con un movimiento continuo.
A mí jamás me ha tocado una experiencia similar. Como las multitudes me agobian elijo estar en lugares sosegados, donde la presencia humana sea casi imperceptible. Si viajo a Los Lagos de Montebello, casi al llegar busco un espacio donde pueda estar solo. A veces me imagino como un pescador. Veo que los pescadores practican un deporte solitario (¿es deporte?), que no requiere más que un bote lleno de gusanos, como carnada, y una buena caña de pescar. Claro, ¡el río! o la laguna son imprescindibles.
No imagino cómo es caminar por una ciudad como Tokio. Y no puedo imaginarlo porque Ramón, la otra tarde que lo acompañé a su casa, dijo que Tokio es la ciudad más poblada del mundo y dio una cifra que me dejó frío: ¡más de treinta y cinco millones de habitantes! No lo creí, pensé que bromeaba, pero él aseguró que es cierto. ¿Cómo poder imaginar una ciudad así si nosotros vivimos en una ciudad de cien mil y a veces ya se me hace grande? Tokio debe ser como un amontonamiento de bloques de cemento enredados con cintas neón y sus habitantes deben moverse con la misma habilidad con que las hormigas llevan hojas a sus nidos. No, no puedo imaginarlo, no quiero imaginarlo. A mí me gusta (siempre te lo he dicho) la imagen de la última escena de la película “Sueños”, de Akira Kurosawa: la imagen muestra a un joven que llega a un lugar donde hay un río que mueve ruedas de madera en medio del rumor del aire y de los pájaros. El joven cruza un puente de madera en cuyas riveras hay mazos de flores que parecen crecer como si estuviesen plantadas a mitad de una nube. Hay un instante en que la cámara se desplaza por el río y se ve el fondo, todo claro, todo puro, casi intocado por la mano depredadora del hombre. Estos lugares me gustan. Ya quedan pocos en el mundo. En Comitán (¡qué pena!) los lugares intocados ya no existen. Basta como muestra los botones de Los Lagos o del Río Grande. ¡Dios mío, qué le estamos haciendo a nuestro entorno!
Vos sabés que no he pasado de Chacaljocom, pero tengo amigos que sí han viajado. Cuando regresan me cuentan lo que vieron. Algunos me cuentan que escucharon un concierto en un teatro monumental; otros, alumbrados, me cuentan de la visita que realizaron a un museo y describen a la perfección uno de los cuadros, el de Matisse, y comparan sus azules con los azules de nuestros cielos y cuando vuelvo a encontrarlos, ellos tomando un café en “La Techumbre”, cerca de la mesa donde Marco Tulio Guillén escribe, y yo caminando con rumbo al Palacio Municipal, alzan el brazo y me dicen que vivimos bajo un cielo Matisse y sonreímos, ellos porque recuerdan su viaje y yo porque vivo un cachito de lo que ellos vivieron.
Los viajes ilustran, decían los mayores. Yo no sé si el viaje tenga la misión de ilustrar. Más bien creo que un viaje sirve para lo mismo que sirve caminar, cantar, reír, llorar, correr, treparse a los árboles y ver llover; es decir, el viaje es la vuelta a la esquina en ese camino que llamamos vida. Sí, los viajes están llenos de vida, como llenos de vida están los espacios en los que viajamos. Recuerdo con claridad el viaje que hice en tren, en compañía de mis papás. Viajamos de la Ciudad de México a Guadalajara. Mi papá me dijo que él se encargaría de enseñarme a viajar en todos los transportes habidos y por haber (bueno, parece que lo único que nos faltó fue subirnos a un elefante o a un dromedario. Mi papá me quedó a deber el viaje a África). Ese viaje lo recuerdo, porque no dormí. Subimos al tren a las nueve de la noche y buscamos el vagón que nos correspondía. El boletero nos explicó que debíamos pasar al siguiente vagón e indicó que ahí llegaría a solicitarnos los boletos. Yo tenía las imágenes vistas en el cine. Esperaba hallar un gabinete, con asientos y camastros en la parte superior, especial para nosotros tres. Cuando llegamos al vagón correspondiente hallé que todo era como una galera. Muchas personas ya estaban sentadas, frente a frente, porque los asientos eran bancas para dos viajeros y estaban acomodadas de tal modo que yo quedé sentado frente a una señora gorda, que se secaba el cuello a cada rato y tosía como si algo se le hubiera trabado en la garganta. Mi papá se sentó al lado de ella. Mi mamá y yo quedamos frente a ellos, mi mamá frente a mi papá y, ya lo dije, yo frente a la señora. “Duérmete”, dijo mi mamá. ¿Cómo iba a dormir con la luz prendida? Toda la noche, el vagón permaneció con las luces encendidas. No podía, ni siquiera, ver por el ventanal amplio, ver la oscuridad y las siluetas oscuras de la montaña, no podía hacerlo porque si miraba la ventana sólo veía el reflejo de los cuatro que estaban sentados en las bancas de mi izquierda. Si cerraba tantito los ojos, el grito de un niño o un tosido (tal vez un pedo) hacía que los abriera de nuevo y al abrirlos me topaba con la mirada de la mujer que se secaba el cuello y me veía como si esperara que yo cerrara los ojos para abalanzarse sobre mí y ahorcarme. No dormí. Ni siquiera lo hice cuando estaba muy cansado. Tal vez el sueño llegaba por el agotamiento, pero tenía pesadillas donde sentía cansancio porque subía a la cima de una montaña, con la esperanza de llegar a un pueblo, pero subía a lo alto y más montañas aparecían, montañas que debía ascender. Llegamos a Guadalajara a las nueve o diez de la mañana. Ese día, en cuanto mi papá metió la llave en la puerta del cuarto de hotel, dejé la maleta en el piso y me tiré a la cama. No sé cuántas horas dormí, pero cuando desperté un rayo de sol se filtraba por el ventanal, ya estaba amaneciendo. Juré jamás volver a subir a un tren. Bueno, a menos que ellos sean como los que aparecen en las películas, esos trenes que circulan por los valles de Francia o en la ladera del Fujiyama.
Poseemos la capacidad de elegir a donde viajar. ¡Qué bueno! Unos amigos y familiares de Paco elijen, cada semana santa, viajar a Comitán, para ir a su ranchito que está en el entronque de la carretera internacional y la que va a Villa de Las Rosas. Tienen capacidad económica para viajar a París, a Montreal, a Tokio o a Sidney, pero eligen viajar a un pequeño ranchito porque ahí, como dijera el poeta, están “lejos del mundanal ruido”. Ellos deciden, ¡qué bueno!, vivir la vida sosegada, la que permite oír el canto de los pájaros, respirar aire puro y caminar por en medio de las hojas secas. El rumor de los pasos por las hojas secas es como un retorno al origen.

Posdata: a la tía Elvira le gustaba decir: “¿Por qué viajo? Viajo para no hacerme vieja”. Viajó mucho y vivió más de noventa años.