viernes, 31 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA CANCHA DE BÁSQUETBOL




Al principio no lo creí. Sonaba como un absurdo: ¿una cancha donde jugaban una variante del básquetbol que incluía guineos? Debo aclarar que en Comitán, cuando vamos al mercado, a la hora que un amigo del Distrito Federal nos pide comprar plátanos, nosotros solicitamos guineos, como si esta fruta fuera exclusiva de Guinea y algún día un marinero africano hubiera llegado a Comitán, quién sabe en qué navío, y, en compensación por haberle dado posada, hubiese entregado una planta de plátano a la vieja Herlinda.
No lo creí, pero cuando llegué al lugar y vi que al lado de los tableros y de los aros había un platanar, pensé en la posibilidad. Y comencé a creerlo en el momento en que la gente llegó, colocó asientos al derredor de la cancha y comenzó a echar porras a un equipo y a otro. Un grupo de niñas, con pompones amarillos en las manos, y con una coreografía bien ensayada, movían los pies de uno a otro lado y luego brincaban, en el momento en que gritaban: “¡Guineos, guineos, ganarán!”. En el otro lado de la cancha, otro grupo de niñas, éstas con pompones rosas y con calcetas azules, brincaban y motivaban al equipo contrario: “Chinculguajes, chinculguajes, ¡ganarán!”. Romeo, el amigo que me invitó, me dijo que si nos sentábamos con los guineos nos ofrecerían platanitos deshidratados como botana y que si elegíamos la porra de los chinculguajes comeríamos estas deliciosas tortaditas rellenas de frijol. Elegimos a los guineos, porque eran los de casa y porque a mí me gustan los plátanos deshidratados que me recuerdan a una amiga colombiana de mis tiempos universitarios de la Universidad del Valle de México.
El árbitro se colocó en medio de la cancha, lanzó una moneda, dio a elegir cancha al vencedor, abrió los brazos e invitó a los capitanes a reunirse con sus compañeros en los límites de la cancha. Los equipos quedaron debajo de los aros. El árbitro levantó la mano, colocó un plátano macho en el círculo central y pitó. Los dos equipos, todos con rodilleras, corrieron para levantar el plátano. El choque de ambos equipos fue tan fuerte que yo esperaba que deshicieran el plátano, pero uno de los integrantes de los chinculguajes se apoderó del plátano y comenzó a correr hacia donde estaba la canasta donde debían meter el plátano. Romeo me explicó que el plátano del juego (un poco como decir el balón) era de madera, de hormiguillo, por esto no se deshacía y soportaba los embates de los jugadores. Lo que sí era fruto natural era el plátano que los demás integrantes aventaban al suelo. Fue cuando me di cuenta que cada jugador llevaba atado al cinturón un pequeño depósito de plástico lleno de plátanos dominicos. Los jugadores no podían detener al contrario con las manos, para evitar un enceste lo que hacían era aventar plátanos a los pies del corredor. Ya podrán imaginar cómo estaba la cancha apenas cinco minutos después del inicio del partido. Todo era como una pista de patinar y los jugadores, descalzos, resbalaban y caían. Cada caída provocaba alegría y carcajadas en los espectadores. Yo no salía de mi asombro, hasta que un enceste, casi de media cancha, causó el gran alborozo del respetable. Las muchachas porristas se levantaron, alzaron sus pompones y gritaron la porra. Una de ellas (morena, sonriente, con dientes blanquísimos y pechos que se movían a cada salto) me abrazó y dijo, en mi oído, que los chinculguajes ganarían. Sí, dije yo, y la abracé también, aplaudí y grité: “¡Chinculguajes, chinculguajes, chinculguajes!”. Ella sonrió, pero la porra brava de los guineos comenzó a verme feo. Romeo me dijo que mejor nos retiráramos, porque la gente de por ahí es gente bronca. Cuando salimos me recriminó. Me dijo que debía ser congruente. ¿Qué no había elegido la porra de los guineos? ¿Entonces por qué le iba a los otros? Mientras caminábamos rápido, le expliqué que la muchacha bonita… Sí, dijo mi amigo. Te tomó el pelo. A lo lejos oí otra porra y aplausos, sin duda que algún jugador había encestado. Pensé en la muchacha que era porrista de los guineos y que le iba a los otros. Y pensé que yo, al ser fuereño, era de los otros. Y pensé que tenía pechos lindos e imaginé que una tarde jugábamos, ella y yo, una variante de este maravilloso guineobásquet y la vi corriendo, en cámara lenta, y sus pechitos se movían como dos pompas de jabón y yo aventaba guineos a sus pies, pero lo hacía como si le aventara pétalos. Ah, deseé que resbalara tantito, sólo tantito, sin golpearse.