sábado, 18 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, CON DOS O TRES CANCIONES INCLUIDAS




Querida Mariana: El Cholo me cae bien. Siempre juega con las letras de las canciones. Este juego lo juegan muchos en nuestro país. La letra de una canción sencilla e inocente se convierte en una letra picaresca y llena de humedades. Es bien conocido el caso de las canciones de Cri Crí: “El chorrito se hacía grandote, se hacía chiquito”. La gente cambia la palabra chorrito por una palabra que suena como jujum y que en mentes perversas hace volar la imaginación: “El jujum se hacía grandote, se hacía chiquito, estaba de jujum jujum”.
A mí me encantan las palabras. ¡Todas! Y también me gusta jugar con ellas. Vos y yo hemos jugado; así como otros juegan tenis, básquetbol, billar o montan bicicleta, vos y yo jugamos a las palabras. Uno de los juegos que más me gusta es cuando quitamos una letra a una palabra o cambiamos las vocales y transformamos el sentido.
El Cholo, desde siempre ha sido juguetón con todas las cosas. Su mamá cuenta que de niño salía al patio cuando llovía, levantaba los brazos, daba vueltas y vueltas, cantando: “Que llueva, que llueva, la jujum de la cueva, que llueva, la jujum de la jujum”. Y es que jujum puede ser todo. En mentes perversas puede ser lo peor y en mentes puras puede ser como un chocolate o una cuerda.
Una vez fui a una reunión y un grupo de maestras, entre treinta y cinco y cincuenta años de edad, jugaban el juego: “Por detrás y por delante”. Ah, cómo me divertí. Una maestra, la de los pechos más grandes y de escote generoso, se paró a mitad de la sala y repartió papelitos, aclaró que eran títulos de canciones conocidas. Cada jugador, antes de leer el título de la canción, debía decir: “Por detrás tengo”, y luego decir: “Por delante tengo”. Repartió los papelitos. Destapé el mío y en silencio leí: “1.- Amor chiquito. 2.- La negra noche”. ¡En efecto, dos títulos de canciones! Fui el primero a quien le tocó leer. Me paré y leí: “Por detrás tengo: La negra noche” y “Por delante tengo: Amor chiquito”. Ah, todo mundo rio. A mitad de la lectura, hubo una maestra que se paró y fue al baño. Literalmente, se orinaba de la risa.
Ya te conté que siempre fui muy inocente y, en una ocasión, mi papá me jaló las orejas, porque, al regreso de la escuela, entré cantando: “Dame tu cu, dame tu cu, dame tu cubeta de agua, para mi ve, para mi ve, para mi verde jardín”. A mí me gustó la tonadita, aprendí la letra, pero jamás le vi la torcedura que sí le vio mi papá, que, en esa ocasión, tuvo la mente más negra que la noche en que se perdió el cuch.
Me encanta estar en tu casa. Disfruto mucho cuando tu novio está de viaje y tus papás ven televisión en su cuarto y vos me invitás a estar en el patio. Me gusta sentirme consentido, aprecio que vos me ofrezcás un té y luego tomés un libro y leás una palabra, cualquiera, y comencemos a jugar. “El abuelo come poro”, leés y yo le quito la pe a poro y transformamos la oración: “El abuelo come oro”. Me gusta verte reír. Me gusta cómo seguís el juego: “Si come oro, ¿qué hace cuando va al baño?”. “Defeca una moneda”, digo y vos, como si fueras el tren bala, continuás el juego: “¿Moneda? ¡Menudo!, dirás”, y yo río y me sorprendo ante tu agilidad mental al cambiar las vocales de manera prodigiosa.
El lenguaje da para mucho. Al Cholo le gusta hacer retruécanos, que son esos juegos en que se invierte el orden de las palabras para que asuman otro sentido. Es famoso el que dice: “No es lo mismo huele a traste que atrás te huele”, o el de “No es lo mismo un camaleón que la cama de un león”, o el que dice: “No es lo mismo la cómoda de tu hermana que acomódame a tu hermana”.
El otro día fui a casa de El Cholo. Antes fui al mercado Primero de mayo a comprar jocoatol, porque a él le gusta mucho. Supe que estaba en cama, porque tenía gripe. Su mamá abrió la puerta, dijo que a su hijo le daría mucho gusto verme. Le pedí que pusiera el atol en una taza. Cruzamos el patio, lleno de luz, pleno de aire, y la acompañé a la cocina. Mientras ella abría la alacena para sacar la taza, escuché que El Cholo cantaba, su voz apenas se escuchaba. Su mamá dijo que era un imprudente: “Está enfermo y ahí está dale y dale con las canciones. Se lastimará la garganta”. Sonreí y tomé la taza para llevársela. Al entrar al cuarto le dije a mi amigo que acercara la taza a su nariz y oliera. Ah, dijo, qué rico huele el jocoatol, huele a agrio, completó y rio. Estaba con la colcha hasta la nariz. Se sentó en la cama y tiró la colcha. No tengo gripe, dijo, estoy bien crudo.
¿Cantabas?, le pregunté. Sí, dijo, estoy jugando con canciones. Y cantó. Era como un cenzontle con moquera. Cambiaba palabras en las letras de las canciones. Reía. Yo reía también. Algunos cambios eran simpáticos, otros eran grotescos. Estaba casi borracho. Su mamá pasaba por el corredor y tosía. Pero, mi amigo no le hacía caso. Una canción de José José que se llama “Cuarenta y veinte”, que habla de una relación entre un hombre de cuarenta y una muchacha de veinte, la cambió por “Calienta y vente”. Sé que vos sos una niña bonita y no sabés de torceduras perversas, pero cualquier mente con más de treinta y seis grados entiende que al decir “vente” se refiere al último paso de una relación sexual.
Cambiar el sentido de los objetos o de las acciones a través del cambio de palabras es un juego divertido. Por eso te quiero, porque vos jugás un juego intelectual y contigo no me aburro. Cuando nos vemos, cuando estamos en el parque o en la biblioteca y abrís un libro y decís una palabra es como si vos fueras la encarnación de aquella cita bíblica que dice: “Basta una palabra tuya para sanar mi alma”. Sí, la palabra sana. No importa que esta palabra sea una de esas palabras que los otros usan para dañar, para ofender. No. En tu boca, querida mía, las palabras son como papalotes o como columpios. Recuerdo que la otra tarde, mientras mirábamos caer la lluvia, con truenos y demás efectos especiales, abriste un libro donde estaba la palabra papalote y le cambiaste una vocal: papalito y luego le diste el sentido juguetón y separaste: papá lito y me contaste que a tu abuelo lo llamabas Lito, porque no podías pronunciar Luisito. Pero, luego, mientras granizos del tamaño de una canica chocaban contra el cristal de la ventana, pronunciaste la palabra con otra separación: pa’ palito, y pusiste la mano derecha sobre tu muslo y la deslizaste, vi la curvatura que hiciste con tu mano y sentí que el rayo que se dibujaba en el cielo gris me tocaba.
Toda palabra puede convocar otro sentido. Depende de la entonación, depende de la forma en que la tomamos de la mano. Hay palabras que son como muy solemnes, pero si las sacamos al patio y las ponemos a brincar la cuerda o a saltar sobre los charcos toman otra dimensión. Mariola cuenta algo simpático. Dice que su papá se llama Jaime, y desde hace dos o tres años comenzó a perder la memoria. Al inicio, cuando alguien le preguntaba qué tenía su papá, que parecía como un libro olvidado, ella tomaba del brazo a la persona, la sacaba de la sala y, en voz baja, le decía que tenía Alzheimer. Pero un día, quién sabe por qué, ella jugó con la palabra y pensó que su papá tenía “Aljaime”. Le gustó la palabra y anduvo todo el día cantándola: “¡Aljaime, aljaime!”. Cuando entró a la sala, su papá le dijo que le gustaba esa canción y preguntó quién la cantaba. Mariola dijo que la cantaba Juan Gabriel. ¡Sí, sí, recuerdo!, dijo el papá y cantó, en voz baja, como si fuese un fonógrafo tullido: “Aljaime, aljaime”, lo cantaba al ritmo del Noa Noa. Mariola se emocionó, se dejó caer sobre un sillón y vio a su papá, que era como un canarito fuera de la jaula y no volaba porque ya había olvidado para qué servían las alas.
Julio Cortázar, autor de esa novela llena de aire que se llama “Rayuela”, en uno de sus cuentos menciona uno de los más famosos anagramas que se han escrito en el mundo. Vos sabés que los anagramas son esas palabras que emplean las mismas letras, pero con un acomodo diferente. Tal acomodo hace que se abran más ventanas. El anagrama es: Salvador Dalí; Ávida dollars. ¿Mirás que prodigio? El anagrama del pintor catalán lo retrata de cuerpo entero: era un chucho para la paga, para los dólares.

Posdata: El Cholo me cae bien. Es muy aficionado a jugar el fútbol, pero también es un gran lector y le encanta jugar con las palabras. Me cuenta que a veces se desconcentra en el juego. Mientras corre a medio campo y levanta la mano para pedir el balón, escucha que el Drácula, jugador que corre dificultosamente por la panza de rotoplás que se carga, pide el balón a gritos: “Pasala, pasala”. Él se desconcentra. Piensa en la palabra que escucha y la divide en dos: pasa y ala y ahí se jode el juego de fútbol y es cuando el entrenador lo regaña y le advierte que para la otra y la otra asoma pronto y entonces lo sacan del juego y él se enoja y al término va a la cantina y toma una caguama y luego la caminera y así, jujum, jujum…