lunes, 27 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE HAY CONSTANCIA DEL DÍA EN QUE APARECIÓ UN MILAGRO




Querida Mariana: desde siempre me gustó la fotografía. La busqué por todos lados. Acá, en esta fotografía que tomé en algún paraje de los Lagos de Montebello, un milagro asomó.
Hoy todo mundo tiene celulares y toma fotografías. La mayoría toma las fotos de la misma manera que yo las tomaba. Nunca tuve pretensiones artísticas. Tomaba fotos sólo por el gusto de hacerlo y dejar en papel constancia de algún instante. Sabía que esos momentos eran únicos, así fuese el acto más sencillo, el más simple. Tal vez hoy mi vocación de escritor busca lo mismo: dejar constancia de la vida.
En los años sesenta, ¿cuántos niños tenían cámaras? Pocos, muy pocos. Todo mundo tenía baleros, canicas, cochecitos de madera o trompos, pero no todo mundo tenía cámaras fotográficas. Así como pocos eran los poseedores de pistas eléctricas. En el mundo de los adultos sucedía lo mismo: no todo mundo tenía teléfonos en su casa (uf, los números en Comitán no llegaban a mil). De igual manera, pocos adultos tenían carros (por ello, caminar por las calles comitecas era un deleite). Con las cámaras sucedía lo mismo, no todos los adultos las poseían, porque no todo mundo tenía esa aprehensión por capturar instantes. No todo mundo quería dejar constancia de los instantes, si era necesario conservar un recuerdo de la familia ¡para eso estaban los estudios fotográficos! Hoy vemos fotografías tomadas en los estudios del señor Crócker o de don Enrique Cancino o del señor Martínez o de don Roberto Gordillo.
Don Polo Torres no sólo era uno de los pocos que en los años sesenta tenía un aparato de televisión en su casa (blanco y negro, por supuesto), además poseía cámaras fotográficas, porque su negocio era ese, precisamente: vendía (entre otros chunches) cámaras y rollos y ofrecía el servicio de revelado, porque, mi niña querida, en aquellos tiempos se tomaban fotografías y luego había que mandarlas a revelar para tenerlas en papel.
La tarde de esta fotografía, yo jugaba a levantar piedrecillas cerca de donde este grupo de “señores” platicaba y tomaba un aperitivo. Desde temprano había visto a don Polo con una cámara que colgaba de su cuello. Con ella captaba las fotos del instante al grito de “Vean el pajarito”. Con ese grito aparecían las bromas aludiendo al pajarito.
Puedo asegurar que sólo don Polo y yo teníamos cámaras esa tarde. Por ello, ahora puedo presumir que nadie más tuvo una fotografía de ese día, como la que acá se observa. Alguien le sirvió un poco de licor y él recibió el vaso metálico con la mano izquierda, dijo ¡salud! y se lo tomó de un solo trago, porque así estaba medido. Así era el juego que estos hombres jugaban, contaban hasta diez en voz alta, mientras el chorro de la botella caía en el interior del vaso y luego ofrecían el vaso a quien aún no había bebido. Todos bebían, todos decían salud, como un homenaje a la vida. Don Polo, esa tarde, bebió el trago y regresó el vaso, pero, en lugar de que uno de ellos volviera a rellenarlo, él les indicó que hicieran un grupo más compacto, que don Jorge, por ejemplo, que acá aparece separado, se uniera a quienes estaban sentados o recargados en el tronco y vieran hacia la cámara, pero don Polo no usó la cámara que había estado usando toda la mañana y parte del mediodía, ¡no!, fue hasta un árbol donde había dejado un maletín y sacó otra cámara. Yo, que estaba a dos o tres metros, me acerqué a ver el nuevo dispositivo. Don Polo, con ambas manos, tomó la cámara y dijo que vieran hacia el pajarito y oprimió un botón. El clic fue casi similar al que mi cámara hacía, pero luego algo como un ruido de motor de rasuradora apareció y por una hendija que la cámara tenía al frente comenzó a aparecer una lengüeta. Don Polo me vio y dijo: “Es la fotografía”. ¡Dios mío! ¿Qué era eso? Todas las cámaras llevaban un rollo cuya película se enredaba en un extremo y era preciso hacerlo avanzar para que pudiera tomarse otra fotografía. Los rollos que mi cámara usaba permitían tomar doce fotografías. ¡Nada más! Don Polo dejó que la lengüeta de papel quedara colgada como si fuese lengua de vaca, la retiró y, con su mano izquierda, con la misma que momentos antes había usado para beber el trago, comenzó a abanicar el papel como si hubiese mucho calor o intentara alejar a los moscos. Los compas ya bromeaban, ya servían otro trago, ya lo ofrecían a otro tertuliano, ya reían. Sólo don Polo y yo permanecíamos serios, él abanicando el papel y viendo, de vez en vez, una de sus caras; y yo sin perder ninguno de sus movimientos. ¿Qué había vomitado el aparato? Don Polo había dicho que era la fotografía y, en efecto, hubo un momento en que don Polo comprobó que todo estaba bien, me llamó y me enseñó la fotografía: ahí, frente a mis ojos, estaba revelada la fotografía. ¡Milagro, milagro! Apenas habían bastado unos minutos para tener frente a mí la prueba del instante vivido. “Es una polaroid”, me dijo don Polo y luego se acercó a sus compas para enseñarles la foto. Sé que ninguno de ellos se asombró como yo, porque, ya lo dije, no todo mundo reconocía la magia.
Después de haber conocido el prodigio de lo que hacían esas máquinas, me fue más fácil entender el milagro de Lázaro. Supe que todo era posible.
Por desgracia mi máquina no era polaroid, así que al día siguiente debí llevar el rollo al negocio de don Polo para que lo revelara. Tres o cuatro días después pasé a su negocio y pude ver todo lo que había tomado en ese viaje a Los Lagos. Entre ellas, estaba esta fotografía que hoy comparto con vos, mi niña.
Sé que igual que aquella tarde, vos no reconocerás el prodigio de lo que te cuento. Y esto es así porque hoy todo mundo tiene celular con cámara que no tiene límites en el número de las tomas. Ahora, todo mundo toma una fotografía y, de inmediato, la observa, pero en aquel tiempo ver lo que vi era inusual. Por eso hoy la gente no cree, duda en la posibilidad del milagro. Hoy todo es tan cotidiano.
En el instante en que don Polo, el fotógrafo oficial del grupo de mi papá, toma un trago, con la mano izquierda, yo, con la mano derecha, oprimí el botón de mi pequeña cámara. En el acto que hice también hubo un milagro, un milagro que hoy revive. Si yo no hubiese estado ahí ¡nada habría! Eran otros tiempos.
Me sigue gustando la fotografía. Por ello reconozco cuando un ojo mira lo que los demás no miran. Cuando, por ejemplo, veo una foto de Carlos Gordillo o de Antonio Barro o de Toño Aguilar o de Carlos Mario Delacruz o de Ángel Gabriel digo que ellos son cuelgan sus hilos en árboles de luz, árboles diferentes a los que en el bosque son tan comunes. Pero aún, los árboles comunes tienen mi admiración porque algún día, a finales del siglo XXI serán muestra de que hubo una mano izquierda que llevó el vaso a la boca y brindó ¡por la vida!