lunes, 13 de julio de 2015

LA HISTORIA QUE JAMÁS CONTARÉ




A Pedro le dije que no podía narrar ese don que Plutarco posee. ¿Cómo escribir de un tema escabroso? A Pedro le dije que sí, que soy desenfadado, que mis lectores me conocen, que no soy colconabe en dulce, pero que procuro no cruzar esa raya que delimita el territorio de lo grotesco. Pero Pedro insistió, dijo que por anormal, debía consignar el comportamiento de Pedro; dijo que era un don no común, que debía darse a conocer al mundo. No, no escribiré acerca del don de Plutarco, le dije y alcé la mano para llamar al mesero. Cuando el mesero llegó (estábamos en el Restaurante “La Casona”) le pedí que sirviera otra cerveza a mi amigo y una limonada para mí. Antes que se retirara, Pedro tomó del brazo al mesero y le dijo que le sirviera otro plato de longaniza, porque estaba deliciosa.
Pedro alzó el brazo, dijo ¡salud! y bebió de la cerveza que le habían servido. Hacelo por mí, dijo. No, dije. Procuré que mi tono sonara como un mazo de hierro para que mi amigo notara que no estaba a dispuesto a ceder en su propuesta.
Entonces, Pedro, dando otro sorbo a la cerveza y preparándose un taco de longaniza, cambió de táctica. Recordó los tiempos en que íbamos al Cine Comitán (en la década del setenta) y nos emocionábamos con las películas donde aparecía Leticia Perdigón, Meche Carreño, Lyn May, Isela Vega y Sasha Montenegro. Y cuando mencionó a Sasha dijo, dando otro sorbo a la cerveza, que era el apellido mejor puesto: ¡La Sasha tenía el monte negro! ¡Negrísimo! ¿Por qué íbamos a ver ese cine de cabareteras?, preguntó y se respondió: Para ir a ver los montes de Venus de esas chuladas. ¡Ah, qué montes tan deliciosos, matas supremas! ¡Qué diferencia con los de ahora, ahora los montes están como la selva, cada vez más deforestada!, dijo, alzó la mano y pidió otra cerveza y otra limonada. No, no, dije, para mí ya está bien así. No, dijo, tomate la limonada caminera, dijo. ¿Entonces qué? ¿Vas a escribirlo? No, de veras, no.
Puso el brazo sobre el respaldo de la silla y se echó para atrás: Ah, qué pinche modosito me estás resultando, dijo. E insistió: ¿A qué íbamos al burlesque en la ciudad de México? ¿Te acordás que había uno que se llamaba Apolo? No, no, no recuerdo, dije. ¡Ah, qué joder! Nos sentábamos al centro, éramos puros hombres. A la hora que el telón corría y las luces del escenario se prendían ¡éramos felices! ¿Sí o no? Sí, dije. Y cuando ya las muchachas se habían quitado el sostén y habían dejado sus pechos al aire libre, moviéndolos de un lado para otro, ¿qué pedía toda la perrada? Ah, ¿qué pedía? “Pelos, pelos”, dije yo. ¡Claro!, íbamos porque nos maravillaba ese pequeño triángulo que era como la corona de la cima de la entrepierna. ¿Verdad que sí? Sí, dije. ¿Verdad que éramos felices? Sí. ¿Entonces? ¿No te parece una maravilla el don que posee Plutarco? Y entonces volvió a contar que Plutarco tiene un don (que Pedro llama divino) que le permite saber qué mujer tiene rasurado el pubis y cual otra tiene el pubis lleno de vellos. Ah, si lo vieras, dijo, si lo vieras, ¡es sorprendente! Le basta mirar a una mujer en el parque o en el café o en el antro para decir: está rasurada o está peludita. ¿Qué cómo lo hace? No sé, te digo que le basta ver los ojos de la mujer, apenas uno o dos segundos, y dice: Ay, mamita, ¡qué chango tan trepador!, o, ay, mamita, le falta agua a tu cosita porque ya la mata desapareció. Te digo, es un don maravilloso. Nunca falla. De cien cien, de mil ¡mil! Atina a todas. Es como si tuviese una mirada de Superman, pero sin necesidad de mirar allá abajo. No, no, si eso es lo sorprendente, no las mira por debajo, le basta mirar sus ojos. ¿Cómo un hombre puede, con solo mirarlas, decir si una mujer tiene la cosita rasurada o velluda? Escribilo, contalo, que lo sepa el mundo. Él ya autorizó que lo escribás.
No, le dije, no lo haré, lo siento. Ah, sos un culero, me dijo y levantó la mano para pedir la cuenta. Desde entonces estoy con la resmolición, pero no, no lo contaré, se me hace una historia banal, sin mayor trascendencia; una historia que camina en el filo de lo grotesco, de lo vulgar.
No dudo de lo que Pedro me cuenta acerca del don de Plutarco. Hay seres que son bendecidos con un sexto sentido. A veces he estado a punto de decirle a Pedro que me presente a su amigo, pero no lo he hecho, porque sé que él aceptaría y yo me sentiría desgraciado, casi disminuido. ¿Qué sensaciones alcanza Plutarco a la hora que entra una muchacha bonita, con bolso debajo del brazo, y él la ve a los ojos y aplica su don?