sábado, 11 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA MEMORIA ES ¡UN ÁRBOL!




Querida Mariana: la memoria es una de las más altas montañas. Desde arriba podemos ver todo, alcanzar el horizonte. La pregunta, probablemente, es: ¿cómo llegar a la cima? ¿Cómo abarcarlo todo? Ah, si uno fuera como Carlos Monsiváis o como Lolita Albores, nuestra cronista eterna. Ellos recordaban cada ventana, cada rama.
Yo poseo una memoria endeble y sin embargo recuerdo muchas cosas. A veces pienso en todos los aromas que he guardado en mi memoria escasa. ¡Son tantos! En casa, Sara ponía a calentar el café en el fogón de la cocina. El aroma del café borbotaba no sólo en la jarra de barro sino también en mi corazón. Pero no sólo el café arrimaba su aroma en la tarde, también el chocolate y el pan soltaban sus cuerdas y se entrecruzaban en un tejido insólito, único.
Quienes han leído la novela “En busca del tiempo perdido”, de Proust, cuentan que el protagonista toma una cucharada de té con un trozo de magdalena (una galleta) y en el instante en que esos sabores mezclados tocan su garganta, algo como un estallido ilumina su mente y su corazón: ¡recuerda! Sí, en muchas ocasiones, mi niña querida, las personas son “tocadas” por un aroma y ¡recuerdan! A veces me sucede que paso por algún lugar y un olor hace que aflore un recuerdo de mi niñez; en ocasiones son aromas dulces los que estimulan mi memoria, pero también el olor nauseabundo remueve mi cerebro y hace que recuerde. El otro día caminaba por el barrio de Yalchivol y pasé por un canal con aguas hediondas, esa pestilencia alertó mi memoria y me mandó a los años de infancia, al instante en que (quién sabe por qué) caminaba al lado de compañeros de escuela por en medio de un camino angosto que cruzaba “la labor”, el basurero de Comitán en ese tiempo. “La labor” era un terreno cercano al templo de San José en donde la gente acostumbraba tirar su basura. Ahí corrían pequeños arroyos de agua puerca que llevaban desechos de todo tipo, los hilos de agua estancada estaban llenos de ligas gelatinosas. Esa vez caminábamos y uno de mis compañeros tomó una bolsa de papel y agarró el cadáver de una rata y nos la pasó por la cara. Nosotros movimos los brazos en intento de alejar al animal (al animal compañero). Otro compañero salió corriendo, pero tropezó y cayó. Sus manos las metió en el agua hedionda y su cara pegó contra el cadáver de un perro. No pudo evitar que su cara se metiera en medio de la tripazón del animal recién tirado. Apenas logró incorporarse, pero una de sus manos se apoyó en una piedra donde había excremento seco de algún animal (¿de cuatro o de dos patas?). Nuestro compañero no resistió, las arcadas aparecieron y comenzó a vomitar. Nosotros no nos movimos. ¿Quién se iba a acercar para tenderle una mano? Él seguía vomitando, al lado del cadáver del perro, al lado de la piedra sucia. Mientras vomitaba, refregaba su mano sobre otra piedra, en intento de deshacerse de esos pedazos que se habían pegado a su cuerpo. Quien sostenía la rata la tiró y salió corriendo. Nosotros también salimos de ahí. Al doblar la esquina volví la mirada: ahí estaba mi compañero, tirado en medio del basurero, como si fuese un perro más. Seguía vomitando, llorando.
¿Imaginás el disco duro que sería necesario para guardar todos los recuerdos del mundo? Comitán, como cualquier pueblo, intenta preservar su memoria. El pueblo sabe que una palabra no guardada corre el peligro de extraviarse para siempre. Por ello, los cronistas insisten en redactar textos donde aparecen todos los sucesos. ¿Imaginás que sería el pueblo sin memoria?
En mi cabeza están pegados, como con chicle, cientos de nombres de hombres y mujeres. Al lado de sus nombres aparecen etiquetas con algunos datos de su vida. Tengo nombres de cineastas: al lado de directores de cine como Woody Allen aparecen nombres más modestos, por ejemplo el de Juan Orol, quien en los años cincuenta del siglo pasado dirigió películas mexicanas en blanco y negro. Algunas películas de Orol las vi en el Cine Comitán. Y cuando escribo Cine Comitán recuerdo las butacas con respaldo de madera, respaldos curvos como si estuviesen hechos con triplay de seis milímetros. Las butacas estaban pintadas en color rojo. Recuerdo del Cine Comitán un aroma húmedo que brincaba del piso recién regado, como si fuese un jardín. Las ventilas de las paredes eran tan pocas que no lograban evitar la humedad de la sala. En ese cine recuerdo nombres épicos: Jorge Saborío, por ejemplo, quien laboraba ahí y era el encargado de proyectar los filmes. De vez en vez, cuando la imagen salía de foco y una niebla la ofuscaba, algún espectador gritaba: “¡Saborío, deja la botella!”, como si alguien en cualquier sala del país gritara: “Cácaro”.
¡Ah, cuántos chunches guardo en mi memoria! Uf, ¿cuántos Terabytes caben en los discos duros de gente memoriosa, de gente como el recordado Carlos Monsiváis, cronista y escritor que poseía una memoria casi fotográfica?
A veces, en mi memoria, aparece un dromedario. ¡Dios mío, jamás he visto uno en vivo y a todo color! No, he visto un tacuatz, algún puerco espín y un armadillo, pero nunca un dromedario, pero sé que está en mi memoria porque alguna vez lo vi en el cine. No que lo haya visto comprando palomitas, sino que apareció en una película. En mi mente hay imágenes “tachilgüileadas”, imágenes que corresponden al pueblo, a la realidad, e imágenes que han salido de libros y de películas. ¡Dios mío, son tantas!
En casa, como en cualquier casa del mundo, hay álbumes de fotos. En unos están mis papás, en otros mis suegros o mis hijos. Hay uno en especial que guarda imágenes de fiestas (pocas, pero existentes). Pero, estoy seguro, cien mil álbumes no alcanzarían para guardar todas las imágenes que tengo en mi cerebro. Si las Tablets de hoy son una maravilla porque alcanzan a almacenar más de cinco mil libros, la mente es absolutamente prodigiosa porque almacena miles y miles de imágenes, vividas, leídas, vistas o imaginadas.
Procuro no pensar en los mecanismos del cerebro porque cuando quiero hacerlo ya de inicio estoy apabullado. El otro día, mi amigo Fernando recordó nuestro paso común por la escuela Matías de Córdova. Sólo de esa escuela tengo mil imágenes: las galletas saladitas del recreo, los botines del compañero que un día me pegó una patada en la espinilla, los tableros de cristal donde jugábamos básquetbol, Lupita Utrilla cantando “La patita” y contoneándose al ritmo “…del rebozo con bolitas…”. Y veo la calle donde mi papá construyó la casa y escucho el ruido de los camiones pesados y me paralizo con el recuerdo de la noche en que escuché el paso de un caballo y creí que era el caballo de El Sombrerón. Recuerdo asimismo la noche en que dos borrachos se pararon frente a mi cuarto que daba a la calle y comenzaron a contar cómo iban a asesinar a un hombre que se llamaba Elpidio o Emilio. Esa noche tomé mis cobijas y, con delicadeza, toqué en el cuarto de mis papás y le pedí a mi mamá que me hiciera un huequito en su cama. Dios mío, ya tenía más de dieciséis años.
El sitio de la casa de las tías de Carlos Robles, con árboles inmensos; la casa del árbol del rancho de Adolfo y el perro que siempre nos correteaba. La biblioteca que estaba en el pasillo exterior de la presidencia municipal, las bancas de granito del parque central. Asimismo recuerdo el vestido azul de la niña que me gustaba y que veía desde los corredores exteriores de la Prepa, y la decepción dos minutos después cuando su pretendiente formal la tomaba de la cintura y ella sonreía. Recuerdo un árbol lleno de duraznos, el niño que subía al árbol y leía el cuento del pollito que se alarmaba porque creía que el cielo estaba cayendo. Las noches en que Javier llevaba serenata, el sabor amargo del brandy pasando por mi garganta, el frío de la calle. Cientos de imágenes, ¡miles!
El patio central de mi casa de infancia; los pájaros a las seis de la tarde; el humo de los camiones urbanos; los cláxones al mediodía y las muchachas con uniforme que corren de una a otra banqueta. Recuerdo el aroma del jocoatol, el calor afectuoso del jarro que acaricia mi mano; el sonido de los nombres de mis amigos y de mis afectos, algunos suenan como tambor, otros suenan como una tablilla de marimba y algunos más hacen el mismo sonido que hacen las nubes cuando se posan arriba de los árboles.

Posdata: Cuando alguien muere se lleva todo lo que su memoria conserva. Mentira que vamos a la muerte como vinimos a la vida. ¡Mentira! Toda vida condensa millares de imágenes, cuando alguien muere es como si apagáramos una pantalla o quemáramos un libro. Se pierde tanto cada vez que alguien olvida cómo se llama y comienza a andar el pedregoso camino del Alzheimer.
Te quiero, porque sos como una vocal que sirve para nombrar mi mundo, para apuntalar mi memoria.