miércoles, 8 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL VIENTO PASA




Perdón. Se veían tan lindas que no pude evitar tomar la fotografía. Ustedes no me vieron, porque las aves mayores no se fijan en gusanos. Yo estaba sentado justo al frente de las gradas, de esas gradas por donde ahora caminan. Pedir que tuvieran el mismo paso ¡sería un exceso! Ustedes no desfilaban, ustedes simplemente ¡caminaban!, pero, por instantes, parecían a punto de iniciar un vuelo: ¡levitaban!
Perdón por tomar una foto que ustedes no aprobaron. Lo siento, se veían tan llenas de vida, caminando, con las manos entrelazadas. Cualquier lector despistado pensaría que ustedes forman una valla. Tal vez sí. Tal vez, las personas necesitan tomarse de las manos (como acá ustedes lo hacen) para formar vallas contra la desidia, contra el mal de empacho y contra la pandemia del flato. Ustedes tienen, en las manos y en los corazones, la fórmula para conjurar el hartazgo.
Se veían tan lindas, tomadas de la mano. Caminaban. Tomarse de las manos impide que cada una vaya por su lado. Esto lo entendí cuando una de ustedes (la niña bonita del pantalón blanco) intentó caminar hacia la izquierda, pero las otras dos tomaron el camino de las gradas. Sonrieron. La niña bonita de blanco se dejó llevar, como si fuese un barco y las otras dos formaran el oleaje por donde debía correr el viento. Vean que escribí “debía”, porque cuando tres niñas van enlazadas de las manos, el viento corre por donde ellas indican.
Perdón, por robar un instante de su intimidad, pero se veían tan flamas de velas, tan mariposas de aire, tan papalotes, tan chupamirtos de caramelo.
Esa tarde aprendí la lección: para caminar a mitad del mar es necesario tomarse de las manos. Es un movimiento tan sencillo y sin embargo ¡tan escaso! Porque esa tarde vi a mi alrededor y miré que todas las demás personas caminaban sueltas. Vi parejas que caminaban ¡separadas! Sólo ustedes, mis niñas bonitas, caminaban como cuerda para saltar, como vasos comunicantes, como líneas de agua para bendecir el aguacero.
Recordé los momentos en que mi mamá y mi papá me tomaban de la mano y caminábamos por los parques. Yo me sentía feliz, protegido; me sentía como si fuese aire y ellos, mis papás, la rama para cobijar el ave. Yo era el de en medio. Por instantes me columpiaba, los brazos de mis papás eran cuerdas, eran lianas, eran líneas de viento y yo ¡me columpiaba! Subía los pies, no tocaba el suelo, pero gracias a que estaba suspendido de los brazos de ellos, yo seguía caminando, avanzaba. Este es el prodigio cuando la triada se sostiene y forma figuras que asemejan triángulos, pirámides. Ustedes eran una triada divina. Siempre las recordaré así, viendo hacia el frente, caminando decididas, tomadas de la mano. Las recordaré así, por un instante. Sé que más noche, alguien de ustedes se despidió, tomó rumbo a su casa y soltó a la amiga; se soltó como se sueltan los cometas, como se suelta el ave que ensaya el vuelo. Y más tarde, la otra amiga también se soltó, como se sueltan las cuerdas de los buques que abandonan el puerto. Fueron entonces tres individuos solitarios, volvieron a ser lo que somos todos los días: simples humanos sin alas. Y digo alas, porque si ven bien el enlazamiento de ustedes fortalece el movimiento que hace el ave a la hora que vuela. Basta levantar un brazo para que el otro se levante y, a pesar de que la lógica y la física indican que tres cuerpos pesan más que uno, la posición de sus brazos y de sus almas permite pensar que pueden alcanzar el vuelo. Basta levantar los brazos, unir las cuerdas, empalmar los espíritus, correr sobre la pista, sentir el viento, vencer el aire y volar, volar como vuelan los deseos y los pensamientos.
Perdón por robar la fotografía, pero, esa tarde, en Comitán, eran un ejemplo.