domingo, 19 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA SEMILLA




Todos vivimos en un vecindario. La vecindad hace que nos llamemos vecinos. Cada vecino tiene su forma particular de ser. Hay vecinos (¡Dios nos libre!) que son repachangueros y constantemente hacen guateques. La tarde menos pensada escuchamos los ruidos de una tarola y sabemos que habrá fiesta. Vamos al buró, abrimos la gaveta y sacamos los algodones para los oídos. Hay otros (¡Dios nos libre!) que les encanta la bebida, a las doce de la noche llegan a su casa (al lado de la nuestra), abren las puertas delanteras de su auto y suben el volumen del estéreo. Ahí se están, chocando vasos, platicando en voz altísima, gritando. Tampoco faltan los que son argüenderos por naturaleza, los que, desde su balcón o desde la ventana, hurgan a todo el que pasa y son los primeros en abrir la puerta para ver quién toca en la puerta de al lado. Pero también (¡Dios nos los mande!) hay vecinos que procuran la buena vecindad, tocan la puerta, uno sale a abrir y la hija de la vecina dice: “Acá le mandó esto mi mamá, que es para el hoyito de su muela”. Y uno abre la manta blanquísima que cubre el canasto de mimbre y halla cuatro chayotes hervidos, con la lengua de fuera. La niña completa: “Que dice mi mamá que están bien sabrosos, bien sequitos”, dice adiós, da diez pasos y entra a su casa. Lo hace con tal rapidez que casi no da tiempo para decir gracias. Porque uno debe dar gracias cuando aparece la buena vecindad.
Porque la buena vecindad logra los prodigios como el que acá se muestra. La maestra (vecina buena) está empecinada en hacer un jardín común que bendiga la mirada de todos los vecinos. Se ha dado a la tarea de obsequiar estas hermosas macetas de barro para que los vecinos las pongamos en la banqueta, así, al paso de todos los caminantes.
Los pesimistas advertimos que se robarían las plantas (ya lo han hecho), pero ella insiste. Como si supiera que en algún instante la tormenta pasará y el sol brillará de nuevo. Ella aplica ese apotegma clásico de hacer la gran obra en la pequeña parcela. Sí, la gente no puede transformar el universo, pero el universo puede comenzar a llenarse de luz cuando alguien (ella, bendita sea) transforma su pequeño espacio.
Algún día, la cucaracha vecina (que nunca falta) y el tzucumo vecino (siempre aparece) entenderán que la maestra también fomenta esta acción para ellos, para ellos que joden la siembra. La maestra insiste, como si regara estrellas abre la mano y obsequia macetas y plantas para que los vecinos las coloquemos sobre las banquetas. Nada pide. Ella llega y, como si fuese la niña hija de la vecina, abre la mano y suelta la lluvia tenue.
Ella es como el aire. De manera inadvertida se entrega a los demás con la generosidad del que da vida a los pulmones.
La otra mañana (¡nunca falta!) algún vecino llegó a dejar al lado de estas macetas una maceta quebrada. Era una maceta toda sholca. ¿Cuál era el mensaje? Lo entendimos, porque sabemos hacer lecturas de la vida. Entendimos que quiso opacar la luz que la vecina buena riega. ¡Pobre quien deja macetas torcidas! No hace más que embarrar su pobreza en su espíritu.
La maestra insiste, insiste en compartir el agua buena. Mientras en el mundo abunda el polvo y la mierda, ella, de su corazón, riega vida. ¡Larga y abundante vida para ella que piensa en los demás! Es apenas una pequeña parcela, pero ella sabe lo que debe hacerse en una ciudad, en un país. Ah, si más gente, como ella, regara luz en su pequeño espacio, todo se volvería más humano, más río de agua limpia.
Hay vecinos para todo y de todo. Ojalá que haya más vecinos como ella, la mujer que abre la mano y riega luz, riega oro, para que los demás vivan contentos.
En nombre de todos los comitecos ¡gracias! Gracias por querer enseñarnos cómo la vida no sólo es lo cercano sino también lo ajeno.