lunes, 6 de julio de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UN CAMIÓN REPARTIDOR



Cuentan que en Comitán, las “gaseositas” de don Jorge Soto eran repartidas en burritos. Los burreros conducían a los burros por las calles empedradas. Cuentan que el trote de los burritos por las calles empedradas obligaba a que las botellas chocaran e hicieran un sonido peculiar.
Ya para finales de los sesenta, el camión que acá se ve servía para el reparto de la coca cola. Muchas calles ya estaban pavimentadas. Los burritos repartidores habían desaparecido. De hecho, las famosas “gaseositas” habían cedido terreno ante el embate de la bebida trasnacional. Comitán ya estaba metido de lleno en esa etapa de transformación y cambio que aún continúa. Tal vez, digo que sólo tal vez, este camión fue el que atropelló a “El Deley”, un borrachito que siempre andaba “toreando” los autos y camiones, y que cuando le decían que dejara de beber porque el trago lo iba a matar, él defendía su bebida y le echaba la culpa al refresco que acompañaba la cuba: “El trago no mata, la coca sí”; y como si hubiese vaticinado su muerte, un mediodía “toreó” al camión repartidor y el chofer no pudo esquivarlo y lo aventó, provocándole la muerte.
El cambio de los burritos a los camiones repartidores fue señal de que los tiempos sosegados habían terminado. A partir de ahí, los cambios se fueron desarrollando de manera vertiginosa. Pasar de la máquina mecánica (que usaban en el Registro Civil) a la máquina eléctrica (que comenzaron a usar las secretarias de los colegios) llevó tiempo; pero pasar de la máquina eléctrica a la computadora y ahora a la Tablet requirió lo que un parpadeo.
Este camión repartidor me llevó a conocer una “casa mala”. En temporada de vacaciones yo subía al camión y acompañaba a los trabajadores a repartir el refresco. Me gustaba esa dinámica de ir de tienda en tienda ofreciendo el producto. El ayudante (que iba colgado de un pescante en la parte trasera) bajaba en carrera a ver qué hacía falta en el tendejón. La dueña de la tienda le decía que le dejara dos docenas y buscaba el importe en la gaveta. En ese tiempo, la mayoría de transacciones se hacía con monedas. Pagar con billetes significaba una compra mayor. Toda la mañana acompañaba a los repartidores. Yo iba en el asiento del copiloto, apoyaba mi brazo en la ventanilla y desde ahí veía el movimiento que se daba en las calles de Comitán: la señora que medía el metro de manta sobre el mostrador; el hombre que tocaba el silbato ofreciendo el afilado de cuchillos; las canasteras que llevaban flores al mercado; el mapa invisible que trazaban las moscas en la carnicería. Veía todo, oía todo, olía todo. Por encima del olor penetrante de la carne (¿fresca?) aparecía el aroma de los chicles motita, sabor plátano, o el aroma del atol de granillo.
Una de esas mañanas, el chofer se estacionó frente a una casa y me dijo que esperara. Me sorprendió la prohibición, porque yo bajaba a todas las tiendas para argüendear y ver lo que había en los estantes de madera. Él agregó: “Es una casa mala”. Quedé como estatua, no tanto por su negativa, sino por lo que había dicho. Mucho tiempo después (pero mucho tiempo después) me enteré que esa casa era la casa donde funcionaba el burdel de la famosa Tía Lola.
A mi papá nunca le comenté lo de la casa mala. Pensé que si hablaba sí sucedería algo malo, tal vez mi papá me prohibiera salir con los repartidores y eso sería desastroso. Nada dije. Tampoco, al otro día, dije algo al chofer. Subí como todas las mañanas, bajé a todos los tendejones, miré lo que había sobre los estantes de madera o sobre los mostradores. Pero jamás olvidé ese concepto. Hoy sé que no hay casas malas. Todas las casas de mi pueblo son casas buenas, en todas entra el sol sin hacer distingos; en todas la lluvia baila como si fuese una danzarina de Mozambique, de un lado para otro sin descanso. Otra cosa es hablar de quienes habitan esas casas. ¡Ah, esa sí es otra historia!
El camión bajaba temerario por las calles empinadas del pueblo. Si el tendejón estaba en una bajada, el chofer, al apagar el motor, daba vuelta al volante de tal suerte que la llanta delantera topara contra la banqueta. El ayudante, más previsor aún, colocaba una piedra en la llanta trasera. En una ocasión, el ayudante olvidó quitar la piedra y cuando el chofer movió el volante y creyó que podía avanzar de manera libre, el camión saltó como chapulín y las botellas chocaron entre sí. Un sonido de botellas en burrito apareció.