miércoles, 22 de julio de 2015

REGALO DE CUMPLEAÑOS




¿A Buenos Aires? “Sí”, me dijo Armando. Yo estaba en casa y había levantado el aparato telefónico en cuanto sonó. “Quiubo, carnalito”, me dijo y luego de preguntar por la familia y contarme cómo le iba, soltó la invitación: me invitaba a ir a Buenos Aires, ¡Argentina!, todo pagado; iríamos a un concierto de Joan Manuel Serrat; y escucharíamos a millones de argentinos hablar de vos. Esto lo dijo al final, lo dijo como broma: “Millones de argentinos hablarán de vos”. Siempre, desde la universidad, Armando ha hecho broma con ello, porque una vez, en casa de sus papás, en la Ciudad de México, le conté el chiste de doña Lolita Albores, el chiste del extranjero que visita Comitán y pregunta: “¿Acá es donde hablan de vos?, y la mujer responde: “Hablarán de su abuela, porque yo soy niña”.
¿A Buenos Aires? ¿Así, sólo porque sí? Sí, dijo Armando, sólo por el mero gusto de compartir la vida con vos, y recalcó lo de vos (iríamos a Argentina, así que más nos valía ponernos en la misma línea). Dijo que ya tenía los boletos de avión (que no necesitábamos visa para entrar a Argentina), que ya estaban hechas las reservaciones del hotel y los boletos del concierto. Dijo que todo lo de allá había quedado en manos de Manú, un primo que vive en Buenos Aires. “¿Tienes pluma y papel?”, preguntó. Dije que sí y anoté el número de la reservación del boleto de avión, de Tuxtla a México. “Tu vuelo sale el cuatro, a las nueve veinte”. ¡Dios mío, era sábado santo! “Dios estará con nosotros”, dijo y sonrió.
A mi Paty le comenté y dijo que aprovechara el viaje, era como la lluvia. Era el regalo generoso de Armando por mi cumpleaños (dos o tres de mis lectores saben que mi cumpleaños es el 4 de abril). El concierto de Serrat era el domingo cinco de abril de 2015. Redacté un oficio comunicando a la Presidencia Municipal que me ausentaría por dos días (lunes y martes) y preparé una maleta (una maleta para llevar en los compartimentos de arriba, porque Armando me dijo que, por el horario, ya no alcanzaría a documentar alguna maleta mayor).
El viernes, a las cinco de la mañana, Fidel hizo favor de llevarme al aeropuerto de Tuxtla. Hacía un calor de los mil demonios. En cuanto llegué a la Ciudad de México, antes de marcarle por teléfono a Armando, fui a una librería y busqué una novela. Compré “Le llamé corbata”, una novela de Milena Michiko, que estaba en la mesa de novedades. Saqué un billete de quinientos, pagué y quité el plástico que cubría el libro. Le marqué a Armando. En cuanto contestó, me dijo que ya me había visto, lo busqué en la sala de Aeroméxico, él tenía el brazo levantado. Nos abrazamos en cuanto llegué. El vuelo estaba programado para las once con treinta y cinco. Me ofreció un té que había comprado y me dijo que ya debíamos pasar a la sala. Estábamos justo a tiempo. Me preguntó qué estaba leyendo y le dije que apenas lo había comprado y le mostré la portada. “Ah, sí, habla acerca de un hikikomori”, dijo y me apuró. Lo seguí hasta el mostrador donde una muchacha bonita, con traje azul y mascada alrededor del cuello, nos dio la bienvenida y los pases de abordar. ¡Dios mío! En cuanto subimos al avión pensé que jamás había volado tantas horas. Un sonido como de armónica en do retumbó en mi columna. Buscamos los asientos y coloqué mi maleta en el compartimento de arriba.
¿Qué se hace arriba de un avión en un viaje de diez horas? Lo que Armando hizo, colocarse los audífonos, un cubre ojos y ¡dormir! Yo abrí el libro y leí a Michiko. En la página ochenta y cuatro recordé que era mi cumpleaños. Estaba sobre las nubes. Vi los asientos del derredor, todos, con excepción de una muchacha bonita, dormían. La muchacha veía una película, comía cacahuates, de vez en vez se acomodaba el cabello con la mano derecha y volvía la mirada para ver si alguien la veía.
Pusimos los pies sobre el aeropuerto Ezeiza a la una de la mañana. Manú ya nos esperaba. Ellos se abrazaron, Armando me presentó, cambié el libro de mano y extendí la derecha. “¿Vos también hablás de vos?”, dijo y sonrió. Yo hice lo mismo. Era la primera ocasión que, en suelo argentino, escuchaba el clásico tono de ellos. Pensé, ¡qué bobera!, que hablábamos el mismo idioma. Armando me jaló para integrarme a ellos y dijo: “Acá no te toparás con algún hikikomori” y sonrió. Manú hizo lo mismo y abrazó a Armando, Armando me abrazó a mí y caminamos por debajo de una nave con estructura convexa metálica, como si fuese una extensión del avión en el que habíamos viajado. Llegamos al estacionamiento. Manú abrió la cajuela y dejé mi maleta. Yo estaba cansado. Armando se veía fresco, como si el viaje hubiese sido de la Ciudad de México a Puebla, con escala en Tres Marías, para comer quesadillas de huitlacoche y para pasar a los sanitarios. Abrí la puerta de atrás del auto y miré la estructura del aeropuerto. Manú dijo: “Che, hasta hace poco era el aeropuerto más grande del mundo”. Y lo vi iluminado, como una lámpara gigantesca que era como un hongo dando luz para gnomos lectores. Manú tomó por General Paz, yo recliné mi cabeza sobre el cristal y vi los edificios del otro lado de la autopista, como si alguien apagara la luz, caí rendido. Volví a la hora que Armando entró al cuarto que me habían asignado y me habló: “Alejandro, Alejandro, ya nos vamos”. Me costó un poco reconocer que estaba en Buenos Aires y que íbamos a un concierto de Serrat, en una vieja terminal de trenes, llamada Estación Tigre. El concierto era gratuito, algo así como si un precandidato a puesto de elección popular en México contratara al Komander. Pero Manú tenía boletos especiales para nosotros. Cuando entramos a la explanada respiré el aire de ese Buenos Aires querido. Ah, fue como si todos los afectos argentinos fueran gaviotas y volaran sobre mí: los libros de la Editorial Austral, así como los libros de Borges y de Cortázar; el mate, La Maga, las librerías, el tango y una compañera que tuve en la Facultad de Arquitectura, de la Universidad del Valle de México, plantel roma, y que era de Colombia pero decía que besaba como las argentinas. ¡Quién sabe qué quería decir, pero besaba rico!
El espacio estaba llenísimo. Una noche antes Joan Manuel debió cantar en Mar del Plata, pero tuvo un problema de salud (una simple gripe, que en un cantante es como si un basquetbolista sufriera un esguince en la mano derecha). Pero, la información es que acá, en esta Estación Tigre, ¡sí cantaría! Vi el cielo. Manú me apuró. Nos sentamos: fila cinco, casi bastaba extender el brazo para tocar el escenario. Ya dije: el espacio estaba llenísimo. Siempre me ha impresionado un lugar lleno de gente. ¿Cuántos éramos? He estado en pocos espacios con multitudes. Las multitudes me apabullan. No sé cómo miles y miles de personas se concentran para escuchar a un cantante, para oír el mensaje de un político (me apabullan esas fotos donde Martin Luther King habla ante miles y miles de personas). Asimismo me sorprende ver videos donde Los Beatles tocan y cantan y decenas de muchachas, en la histeria total, gritan y se desmayan al ver a sus ídolos. Ahora, un día después de cumplir cincuenta y ocho años, gracias a Armando, estaba en medio de una multitud para ver y oír a Serrat. Nunca lo hubiera imaginado en los tiempos de la Ciudad de México cuando con Enrique escuchábamos “Aquellas pequeñas cosas” y nos ganaba la nostalgia, porque, en efecto, uno creía que las había matado “el tiempo y la ausencia”, pero esas pequeñas cosas estaban ahí, para saltar en cualquier instante y pasaban sobre nosotros como un tren, como una avalancha y nos sacudían y nos mandaban a un pozo y, no sabíamos por qué, si dos minutos antes estábamos tan bien, teníamos ganas de llorar.
Nos tocó sentados. Después de un cierto número de filas hacia atrás, una valla dividía dos secciones, quienes estaban en la otra sección les tocaba estar parados. Me sentí mal. No me gusta recibir privilegios cuando alguien no está en las mismas condiciones, pero ya estaba ahí, no iba a pararme y ceder el asiento, ¡no!, pensé, después de todo que era algo así como una cortesía para un mexicano. A finales de los años setenta estudiaba en la Facultad de Arquitectura y ahí recibimos cátedra de argentinos exiliados. Nosotros, los mexicanos, siempre generosos, habíamos abierto la puerta de la casa para que ellos entraran, ahora ellos, también generosos, me brindaban un asiento de quinta fila para ver y oír a Serrat.
Armando, con un vaso de café en la mano, preguntó a Manú: “¿Cuántos somos?”, y Manú dijo que las autoridades esperaban más de sesenta mil personas y que tal vez la cifra había sido rebasada. Sí, éramos miles y miles.
Y, de pronto, lo esperado. Los músicos entraron al escenario, iluminado en tonos azules y rojos. Al fondo una cinta con luces de neón que entendí era la firma de Serrat. La firma de Joan Manuel. La gente expectante, esperando el instante esperado. Sólo el escenario estaba iluminado. El director hizo una señal y el guitarrista, como si fuera un integrante de Los Rolling Stones, comenzó a tocar un solo y el baterista, adentro de algo como una pecera, azul, azul como el mar, tocó las tamboras y tarolas y todo comenzó a ser la gran fiesta. Vi a quienes estaban sentados delante de nosotros y vi que eran personas de nuestra edad más o menos, a mi lado también estaba sentada una mujer de más de cincuenta años, tenía un bolso sobre el regazo y repasaba sus manos una y otra vez, como si fuese la lámpara de Aladino y la urgiera a cumplir el deseo. Mientras el guitarrista, con una gorra de beisbolista, seguía guiando el camino por donde también caminaba el pianista y el del sintetizador, por donde aparecieron las primeras notas de “El carrusel del Furo” y, en medio de la penumbra, apareció ¡Joan Manuel! Entendí que así debió ser el instante en que el ángel se le apareció a María, el rostro de María debió ser el mismo que puso la mujer que tenía al lado. Ésta aplaudió en forma frenética y miles y miles de personas hicimos lo mismo. Algunos (así lo habían preparado) sacaron pañuelos blancos y los extendieron como gaviotas en ese playón que de día está lleno de nubes, sol y aves. Todos, sin excepción, levantaban los brazos y aplaudían. Serrat también dio palmadas y sonrió. Se acercó al centro, donde estaba el micrófono en un pedestal, y cantó. Así, como si fuese un duchazo de agua tibia, su voz (ya desgastada, ya cansada, apenas recuperada de la gripe) nos mojó y su lluvia fue como de pétalos tiernos. Debajo de un saco abierto, aparecía una camisa y debajo de ésta: una playera con cuello alto, ¡claro!, para proteger su pecho. Serrat nunca ha sido un gran cantante, pero interpreta con gran emoción las canciones que ¡sí son grandes letras! El primer instante es el inmortal. Siempre es así. Cuando alguien baja del tren el abrazo del otro suelta todas las emociones, ya luego como que todo entra en un sendero donde lo cotidiano asoma. Así fue acá. A la hora que Serrat apareció, aplaudimos con intensidad y botamos lo que teníamos acumulado. La mujer que estaba a mi lado sacó un pañuelo de su bolso (así lo había preparado) y se secó las lágrimas. Yo no tenía un desechable, así que dejé que mi emoción corriera sobre mi cara. “Cuando la llama de la fe se apaga y los doctores no hallen la causa de su mal señoras y señores, sigan la senda de los niños…”, fueron las primeras palabras que brincaron sobre el escenario. En un instante, en el momento en que Serrat cantó: “…no se sorprenda si al girar la luna le hace un guiño, que un par de vueltas le dirán cómo alucina un niño…”, él hizo lo mismo que había hecho yo al llegar: ¡vio el cielo! Y pensé que ese momento era un privilegio: estaba cobijado por el cielo de Buenos Aires, por su aire, y estaba al lado de Armando, de Manú, ¡de Serrat!, y por más de sesenta mil almas que ahora aplaudían el final de la primera canción y ya Serrat daba las buenas noches y decía: “Bienvenidos a esta fiesta que es la suya”, y fue la nuestra y entonces cantó: “De vez en cuando la vida”, y supe que en ese instante la vida “me besaba en la boca” y me sentía “en buenas manos”. Y ahí estaba el gran Nano y yo estaba a pocos pasos, estaba abajo y él arriba, pero en ese instante todo era como una mera casualidad, porque, al otro día, yo estaba arriba y él, tal vez, seguía en el suelo de Buenos Aires. Yo, al lado de Armando, iba en avión, sobre las nubes, de regreso a mi pueblo. Armando, con los audífonos y el cubre ojos, dormía, y yo intentaba leer a Michiko, pero leía dos o tres líneas y luego entrecerraba los ojos y recordaba, recordaba los brazos abiertos de Serrat mientras cantaba, los brazos abiertos de miles y miles de espectadores que, fieles, aplaudían cada canción de Serrat.
Cuando Armando me despidió en el aeropuerto para que yo regresara a Chiapas, me dijo que un día de éstos me invitaría a un concierto de Bublé, siempre y cuando fuera en París. Yo nada dije. Lo abracé y él, en voz baja, dijo que todo era por la vida, por compartir la vida. En cuanto subí al avión olvidé lo que Armando dijo. ¿París? ¡Uf, sería tanto! Lo olvidé porque lo único que no puede olvidarse es lo vivido y lo vivido era Serrat y Buenos Aires y el cielo y la multitud congregada, mientras, a lo lejos, cientos de carros pasaban por la autopista y esos cientos y cientos de automovilistas ignoraban lo que en El Tigre acontecía, ahí el aire movía la cabellera de Serrat y, como si fuese una barca lo azotaba directo en su pecho y la multitud le cantaba “que los cumplas feliz”, porque en una pausa del concierto había dicho que estaba cumpliendo cincuenta años de estar en escenarios. Y entrecerraba los ojos para volver a ver el negro intenso del cielo de Buenos Aires, que, a final de cuentas, es primo hermano del cielo de París y del cielo de Comitán.
De broma digo que de Chacaljocom no he pasado. Mis paisanos saben que Chacaljocom es una ranchería cercana a Comitán, que está con rumbo a San Cristóbal, a México, a Estados Unidos, a Canadá. Pero por rumbo al Sur, ah, el Sur, gracias a Dios sí he pasado. Ya comprobé lo que dijo Benedetti: ¡El Sur también existe!
Todo fue como una pausa, como un suspiro. El miércoles 8 ya estaba de nuevo en la oficina. Había vuelto a mi ciudad, a mi Paty y a mi mamá, y a mi trabajo. Todo estaba como intocado. Nadie volteaba a verme. ¿Quién sabía que yo había estado a escasos metros de Serrat, el autor de Penélope? ¡Nadie!