sábado, 4 de julio de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE UNA CASA ASOMA




Querida Mariana: ¿te acordás del cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar? Es un cuento que aparece en una gran cantidad de antologías; es uno de los mejores cuentos del siglo XX. Hay una línea que dice: “Cómo no acordarme de la distribución de la casa” y luego el autor da cuenta de cómo estaban distribuidos los cuartos.
A veces releo dicho texto. La historia está muy bien planteada, pero ya descubrí porqué dicho cuento me seduce: porque habla de una casa. Desde siempre las casas de nuestro pueblo me han gustado. Cuando logro entrar a una casa del centro de Comitán, de esas con corredores, pilares de madera, patio central y sitio, algo blando aparece en mi espíritu, algo como un calor tibio de fogón.
Esto no podrá entenderlo un habitante del Distrito Federal, por ejemplo. Una casa de cuatro corredores no dice mucho a quien creció en un departamento de los multifamiliares de Tlatelolco. Quienes crecieron en un departamento de la ciudad de México se sienten canarios; nosotros, los que crecimos en casas generosas, con patios llenos de luz y de sol, tenemos el alma llena de aire. Si yo entrara a un pent-house frente a Central Park, en Nueva York, si entrara a un lujoso departamento, me deslumbraría; me acercaría al cristal y vería, allá abajo, asombrado, los senderos de gravilla por donde las personas corren; asimismo (si ya el otoño estuviera próximo) disfrutaría el color amarillo y rojo quemado de las hojas de los arces, que nada tienen que ver con nuestros modestos ocotes; pero, una vez pasada la emoción primera, diría que eso de andar, como chango o como pájaro, trepado en las alturas no es lo mío. ¡No! Lo mío es el piso, el piso enladrillado, recién regado con agua limpia. Lo mío es la abuela que, con regadera en mano, riega las macetas que están colgadas de las paredes; lo mío es el abuelo que, en su mecedora, lee el periódico, mientras el perro roe un hueso. Lo mío, lo sé bien, no es el edificio alto sino la casa que está, como maceta, sembrada en la tierra y se levanta como bonsái, sin alardes de crecer más que el árbol de chulul. Los multifamiliares padecen el mal de la soberbia. Quienes habitan en pent-houses tienen la pretensión soberana de creerse por encima de los demás. Los simples habitantes de las casas que son de una planta son como hongos, satisfechos de estar cerca de las hojas secas.
¿Cuáles son los sonidos que escuchan quienes viven en departamentos? Escuchan las ráfagas que avientan los aviones y helicópteros; escuchan los ecos que suben desde la calle: las ambulancias, los cláxones y los gritos de los vendedores. Los que viven en entrepisos escuchan los ruidos que hacen los vecinos de arriba: los platos que caen, las aspiradoras sobre las alfombras, los pasos del que va de la cocina al comedor, los jadeos y los resortes de las camas. Los que viven en los departamentos no escuchan los grillos ni el rumor descalzo de la noche que camina y baila en los patios.
“Cómo no acordarme de la distribución de la casa”, dice Julio Cortázar. La mayoría de personas puede recordar la casa de su infancia y la distribución. Vos tenés el privilegio de seguir viviendo en la casa donde creciste. ¡Yo no! Ahora vivo en una casa muy diferente de la que habité de niño. Si aún viviera ahí, podría decir con precisión la distribución de la casa. Mi memoria es endeble. Hay cuartos que no sé para qué servían. Recuerdo (no sé si la palabra recuerdo es correcta en este caso) un cuarto grande, al lado de la sala. Dicen que siempre estaba cerrado, ocasionalmente se abría. Recuerdo, entonces, un cuarto en penumbras, húmedo y con una historia anexa. Sara, la sirvienta, me contaba historias en la tarde, a la hora que me sentaba al lado del fogón y comía una tostada que ella me daba. Sara decía que en ese cuarto había muerto una señora, hace muchos años. Sara juraba que el fantasma de la mujer se le había aparecido en varias ocasiones, decía que cuando iba de la sala a la cocina, la mujer (fantasma al fin) traspasaba la puerta cerrada, extendía la mano y algo le ofrecía. Sara decía que el miedo la impulsaba a correr hasta llegar a la cocina, lugar donde, con un poco de ceniza en el dedo, se persignaba. Ahora que lo escribo pienso que ella creía que la ceniza que tomaba del fogón era bendita, por aquello del miércoles de ceniza. Cuando yo le preguntaba qué era lo que el fantasma le ofrecía, ella cerraba los ojos y decía no saber, pero juraba que, a veces, estaba a punto de pararse, enfrentar su miedo y tomar lo que la mujer le ofrecía. ¿Y si es la llave de algún baúl lleno de monedas de oro?, decía, emocionada, pero un segundo después decía que no, que tal vez era la moneda del diablo, la que servía para comprar las almas de los niños. Cuando decía esto último abrazaba a Víctor, su hijo, y decía que por nada del mundo permitiría que el diablo se apoderara del alma de su niño y éste, con las mejillas aplastadas, decía que no, que no quería ser hijastro del diablo. Todo esto oía yo. A la hora en que mi mamá me llamaba para ir a cenar y debía pasar por el zaguán donde estaba el cuarto del fantasma de la muerta, caminaba con los ojos cerrados, abrazado a la cintura de Sara.
Quienes viven en un departamento pueden recordar casi con precisión la distribución de los espacios. Quienes viven en una casa tradicional de Comitán se les dificulta decir qué árboles habían en el sitio de su infancia. Del sitio de la casa recuerdo un espacio donde estaba el gallo y los conejos; pero no sé decir por qué el gallo no estaba en jaula como sí lo estaban los conejos. El gallo se escondía cuando yo llegaba. En cuanto pasaba frente a las jaulas, el gallo aparecía, casi casi como el fantasma de la señora, y se subía a mi espalda, yo corría, lloraba, levantaba las manos tratando de ahuyentarlo, pero él, necio como hierba mala, seguía trepado. ¿Acaso me veía cara de gallina ponedora? A los demás niños que llegaban a la casa ¡los ignoraba!
Recordar la distribución de un departamento no tiene gracia. Es de lo más fácil. El departamento de Adrián y de Alfredo, en la colonia Roma, era de lo más sencillo. Igual de simple es el departamento de San José Mayorazgo, en Puebla: una sala comedor con cocineta incluida, un baño y dos recámaras a los lados.
Hubo un tiempo en que deseé vivir en una casa de dos pisos. Las ventanas de los pisos superiores siempre me han seducido por su posibilidad de ver sin ser visto. Y para poder ver bien se precisa cierta altura. Quien vive en un departamento ubicado en el quinto piso de un multifamiliar puede ver todo lo que sucede abajo. Imaginá un edificio construido frente al parque de San Sebastián, al lado de la casa de doña Mariana. Imaginemos que vivís en un departamento del quinto piso y que el gran ventanal de la sala da a la calle, al parque y, desde ahí, podés ver todo lo que sucede. Si te acercás al ventanal mirás el campanario y el tejado del templo; mirás cuando la gente se arremolina porque habrá un matrimonio; y basta mirar a la izquierda para ver todos los árboles del parque y los niños que ahí corren, las parejas que platican o, más noche, fajan. Esta visión no la permite la casa de una sola planta. A ras de piso, no queda más que abrir el ventanillo de la puerta y husmear (práctica muy común en Comitán); no queda más que correr tantito la cortina y fisgonear. Las casas amplias, de cuatro corredores, tienen balcones y desde ahí la gente “come” vecino.
Los departamentos permiten pasar desapercibidos. ¿Quién eleva la vista para ver lo que sucede en el departamento del cuarto piso? ¡Nadie! En el cuarto piso, los moradores argüenderos pueden, perfectamente, instalar telescopios que sirven, más que para ver estrellas, para ver lo que hacen los vecinos. Hay un morbo natural. Siempre llama nuestra atención el comportamiento del otro.
¿Cómo era la distribución de mi casa de infancia? No lo sé. Recuerdo, con cierta nitidez, la otra casa, la que construyó mi papá y que habité desde los ocho a los cuarenta y dos años. ¡Toda una vida! Ahora que lo escribí me doy cuenta que viví treinta y cuatro años en la casa que mandó a construir mi papá. Es la casa, a la fecha, donde he vivido más tiempo. Mi papá la construyó para nosotros, para mi mamá, para él y para mí. En la familia no fuimos más. Ya luego la habitó mi Paty y mis dos hijos. En la familia no fuimos más. Hoy, la casa que habito con mi mamá y mi Paty, es pequeña. La distribución es sencilla, casi simple. En un pasillo, el que va de un cuarto que funciona como bodega a lo que será el oratorio, tengo un librero de madera, con libros y devedés.

Posdata: Yo soy mi casa, las casas que he habitado. ¿Cómo es la distribución de mi casa interior? Aún estoy por descubrirla, pero reconozco, a primera vista, un espacio lleno de luz que bien puedo llamar: cuarto de meditación. ¿Cómo estás distribuyendo la casa de tu espíritu, mi niña?