sábado, 19 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON AROMA A CAFÉ CON PANELA



Con un respetuoso abrazo para la familia Armendáriz Guerra,
por la ausencia física de María Luisa.



Querida Mariana: Fabio dice que nos perdemos en medio de lo nuestro. Lo dice porque el Comitán de hoy está muy lejos del Comitán de los años sesenta. Una vez, Fito, quien ahora radica en la ciudad de México, me dijo que cuando venía a Comitán se sentía un extraño porque a nadie reconocía. Fito me dijo esto hace más de quince años. ¿Qué diría ahora que ya Comitán tiene más de cien mil habitantes y muchos de éstos son gente llegada de fuera? Fito tenía la sensación de extravío, no se sentía chilango y ya había dejado de ser comiteco. Confesó que ya no era de aquí ni de allá. Una sensación extraña, pero comprensible.
Recordarás que Totó, el protagonista de la película “Cinema Paradiso”, regresa a su pueblo muchos años después; lo hace porque su mamá le avisa que su amigo Alfredo ¡murió! Alfredo era el proyeccionista en el cine Paradiso (el Saborío, de aquel pueblo, hacé de cuenta). La mañana del entierro, Totó (ya grande, ya convertido en uno de los grandes directores del cine italiano) comienza a ver, por en medio de la multitud desconocida, los rostros de personas que alimentaron su infancia. Son rostros ya viejos, pero son rostros aún reconocibles. Para quienes vivimos el Comitán de los años 60s nos sucede algo similar. Por eso, acá en Comitán cotorrean con eso de que preguntamos: “Y, vos, ¿hijito de quién sos?”. Lo hacemos en un intento de ubicar los lazos que colgamos y ahora son como hilos a punto de romperse para siempre. El otro día (¡qué pena!) una muchacha bonita (dieciocho años, si mucho) se acercó y me sonrió. Ella vestía una playera y unos jeans ajustados. La vi con la mirada que algunas de mis alumnas definen como intimidadora. Entonces me preguntó si yo era fulano de tal, dije que sí. ¿Por qué me conocía? ¿Había leído alguna de mis novelillas? ¿Era admiradora de mis textos? Ella sonrió y dijo que su abuelo me mandaba saludos. Al final resultó que es nieta de Alfredo, amigo de mi infancia. ¡Dios mío, nieta! Alfredo se casó a los diecinueve, tuvo una hija a los veinte; su hija (aprendió muy bien de su papá) se casó también cuando tenía diecinueve años de edad y ahora la nieta de Alfredo (diecisiete o dieciocho años) es una muchacha bonita. Ah, sentí el aire del parque como una bofetada que me recordó, como un balde de agua fría, que soy un viejo de cincuenta y ocho años. La lógica y los principios más elementales exigían que debería ver a esa niña con una mirada más limpia y desvié mi asquerosa mirada de sus pechitos. Todas estas niñas son las nietas precoces de mis amigos o de hombres y mujeres de mi generación que, si bien nunca fui amigo de ellos, sí puedo reconocerlos como parte de mí. Porque, niña mía, la gente que se mueve a nuestro alrededor conforma parte de ese paisaje que llamamos vida. Nuestra vida está hecha no sólo de los amigos y de los familiares, también está conformada por doña Sara Bigotes que tenía dos perros color miel y que era dueña de una tintorería; está hecha por don Arturo Rivera que vendía dulces y chocolates en un local del portal frente al parque; está hecha por el mítico tío Jul, que preparaba panes compuestos, unos deliciosos tamales de azafrán y, por supuesto, los huesos que aún llevan su nombre: huesos de tío Jul. La vida está costurada también por esos retazos que, junto a nosotros, caminaron las mismas calles y escucharon los mismos sonidos de la marimba, los pregones de: “¿Va’sté a comprar manía?” y los repiques para misa de siete en el templo de Santo Domingo.
Y Fabio dice que nos perdemos en lo nuestro, porque Comitán es nuestro y, sin embargo, ahora a veces caminamos como si anduviéramos en calles desconocidas y fuéramos extranjeros. Otros son ahora quienes se erigen como los dueños de este pueblo, ¡nuestro pueblo! Por ello, cuando camino por el entorno del parque central y encuentro a don Fili, en “La comiteca”, ¡me da gusto!, porque ahí está el Comitán eterno, el inmarcesible, el que, a pesar del tiempo, sigue dando cuerda a nuestro corazón. Qué bueno que el Hotel Delfín siga llamándose así. Y digo esto, porque ahora muchos negocios han cambiado su razón social. Ahora (son los signos de los tiempos) muchos locales comerciales ostentan nombres extranjeros. Por fortuna, detrás de toda esa parafernalia contemporánea, aún perviven lugares que siguen siendo faro para nuestro caminar. “La proveedora cultural”, después de más de sesenta años, sigue brillando. A veces, cuando entro al local (ya muy diferente a como era), mi memoria pareciera oprimir el botón de “rewind” y estoy dispuesto a no asombrarme si, en la caja, aparece don Rami Ruiz, el propietario original.
Desde mi regreso de Puebla, que ocurrió en 2008, me he dedicado a descubrir las huellas de los 60s. No lo hago con el interés del arqueólogo ni, mucho menos, con la carcasa del investigador o con el teodolito del cronista o el bisturí del historiador. ¡No, Dios me libre! Lo hago, simple y sencillamente, para alimentar mi espíritu. Lo hago un poco para decirme que soy de acá; para reafirmar mi convencimiento de que, a pesar de que Comitán ya está en un proceso irreversible de transformación, aún hay balcones que muestran corazones limpios y nobles. Porque el Comitán de los 60s fue un pueblo sencillo, en el que, como dice la tía Elena, todo mundo se conocía; es decir, conocíamos nuestras fortalezas (que eran muchas) y reconocíamos nuestras debilidades (que eran pocas). ¿Ahora? Ahora, como dice mi Paty, no sabemos qué pata puso ese huevo y por eso, con cara de extranjero, le preguntamos a la muchacha bonita: “¿Hijita de quién sos?”. Mientras esperamos la respuesta, hacemos changuitos, y deseamos que nos digan el nombre de algún conocido, de alguien que nos demuestre que Comitán aún sigue siendo de los comitecos de siempre.
Por esto, mi querida Marianita, cuando mirás que mis ojos se humedecen a la hora que, en el atrio del templo de San Sebastián, una bola de ejecutantes somata la marimba, debés comprender que ese sonido me remonta a los recuerdos más sublimes de mi infancia y adolescencia. Los de mi generación todavía crecimos con el sonido de la marimba. La marimba iluminó los desayunos donde los amigos festejaban su primera comunión o las comidas donde los papás celebraban los cumpleaños en medio del baile y de la copita de comiteco. Ese sonido estaba aliado con el aroma de la juncia regada en el piso o convertida en lianas atadas de uno a otro pilar de madera; y este sonido y este aroma estaban unidos al sabor inconfundible de los tamales de bola con su chile de Simojovel y del espumoso aroma del chocolate caliente. Esas esencias nos formaron, de ellas estamos hechos. Por eso nos duele que ahora estén agazapados detrás de los pilares, como si tuviesen pena por mostrarse, como si sintieran estar en un pueblo ajeno.
A veces voy al parque central y pienso en qué momento la marimba se hizo a un lado para que entraran los mariachis. ¿En qué momento los maravillosos mariachis (hijos del centro del país) patearon a los marimbistas y los quitaron del estrado de honor en que siempre estuvieron? Los jóvenes de mi generación aún dieron serenata a sus novias, con marimba (yo nunca lo hice, porque no tuve novia). Ah, era emocionante ir a cenar chalupas antes de que llegaran las once y media de la noche, y luego caminar a la casa de la novia del amigo, en donde ya el camión de “Manuel Hijo” (Manuel te hago uno) estaba estacionado y uno de los marimbistas (el más joven) trepaba sobre el toldo del camión para robar la luz que haría funcionar el ya “metidito” teclado. ¡Dios mío! No nos dimos cuenta, pero la intromisión de ese teclado electrónico ya nos advertía lo que pronto se nos echaría encima. Una tarde (tampoco nos dimos cuenta bien a bien) las serenatas comenzaron a darse con mariachi, y luego fueron con tecladistas y luego con los estéreos de los carros y, Dios mío, las serenatas con marimba ¡desaparecieron! Y esto fue, también, ¡oh, Señor!, el presagio de que los de antes se irían apagando como velas en medio de un ventarrón.
¿Qué queda del Comitán de los 60s? Aún quedan trazas, pero ya son como líneas pintadas con gis. Por eso, mi niña amada, cuando me topo con un compa de aquellos tiempos, ¡me da mucho gusto! Me da gusto porque ahí también estoy yo. A veces voy a echarle gasolina al auto, voy a la Gasolinera de Arnulfo (amigo de mis tiempos de siempre), pido doscientos pesos y, mientras busco el billete en mi cartera, oigo que alguien me saluda: “¡Qué tal, Alex!”. ¡Ah, bendición, es El güero! El güero lleva años de años vendiendo chunches para autos, chunches como limpiaparabrisas y forros para volantes. Me da mucho gusto verlo y sé que él, con ese ¡Qué tal, Alex!, también se reconoce en el Comitán nuestro, el Comitán infinito. Le pido, entonces, que, por favor, cambie los limpiaparabrisas y él, con una gran sonrisa, hace su chamba, la chamba que ha ejercido desde hace añísimos. Y cuando le pago, quisiera decirle: ¡Ah, querido güero, qué bueno que seguís acá, haciendo lo de siempre, lo de cuando no tenía carro, pero iba en el auto de Jorge y dábamos vueltas y vueltas al parque, las tardes de domingo!

Posdata: Aún hay huellas. Se trata de buscarlas con denuedo, sólo para que sean como ungüento para el alma; sólo para evitar el camino que Fabio presagia.