domingo, 6 de septiembre de 2015

UN ÁRBOL DIFERENTE




Es un recuerdo de hace muchos años. El tío Romeo nos llevó a Los Lagos. Por la tarde de un día anterior llegó a la casa y le dijo a mi papá que iría a Montebello y pidió permiso para que yo fuera. Yo no sabía nada del viaje. Mi papá dijo que sí. Yo no quería ir, porque significaba cambiar la función de matiné por la salida. Mi mamá me preparó un itacate con paquitos de frijol y no me quedó que, contra mi voluntad, el domingo a las cinco de la mañana, subir a la camioneta del tío. En el asiento del copiloto iba Angustias (Dios mío, qué nombre eligieron para mi prima) y en el asiento posterior estaba Romeito, quien era apenas un niño de dos años. ¿Cuántos años tenía Angustias? Creo que la misma edad que yo, siete, más o menos.
Llegamos a Montebello, después de un viaje de más de tres horas, a través de un camino de terracería, que dividía en dos el bosque lleno de pinos y de cantos de pájaros. El tío estacionó la camioneta en un claro del bosque, ya en las orillas de un lago y dijo que era hora de desayunar. Todo mundo sabe que desayunar, sentados sobre el césped húmedo, debajo de las sombras de pinos verdes, es muy disfrutable. El aire limpio renueva todo. Abrí la servilleta donde mi mamá había colocado los paquitos de frijol y ofrecí a todos, tal como me habían enseñado en casa. Mi tío sacó huevos duros, salsa verde y más paquitos (con chorizo y huevo) y me dijo que tomara lo que deseara. Tímido alargué la mano y tomé dos tortillas con chorizo y huevo. Ah, me supieron a gloria.
El tío dijo que en cuanto termináramos de desayunar iríamos a pescar al Lago Esmeralda. En el compartimento de las maletas de la camioneta el tío traía cañas de pescar (improvisadas con varas de membrillo, cáñamo y clavos en forma de anzuelo, que preparaba en su herrería) y una buena dotación de lombrices que había arrancado en el sitio de su casa. Angustias y Romeito gritaron de alegría y subieron sus brazos demostrando emoción. Yo, que nunca me he distinguido por expresar emociones de alegría, dije que sí, que estaba bien, cuando el tío me preguntó si estaba de acuerdo. Al terminar de desayunar, Angustias se hizo para atrás y quedó acostada, boca arriba; su hermanito hizo lo mismo. Angustias colocó sus manos detrás de la cabeza, Romeito lo imitó. Fue cuando mi primo abrió los ojos como boca de olla y dijo: “¡Mirá, papá, un árbol de gotas!”. Mi tío vio el árbol y sonrió. Sí, dijo, son gotas de rocío. Las ramas del árbol estaban llenas de cristales. El árbol era como una gigantesca lámpara. Romeito ya no preguntó más, porque el tío se levantó y nos apuró a ir a la camioneta para preparar los aperos de pesca. Angustias abrió un frasco y sacó las lombrices que ensartó, casi satisfecha, en los anzuelos. Me dio una caña y echó una carrera, pocos metros adelante se paró y gritó: “¿A que no me alcanzás?” y continuó con la carrera. Yo caminé a paso normal, pensé que no la alcanzaría ni me interesaba ese tipo de competición. En realidad ni me importaba la actividad pesquera. Algo en mi cabeza había quedado sonando: “¡Un árbol de gotas!”. Y es que sí, cuando mi primo señaló el árbol y lo vi pensé lo mismo, pensé que esas gotas crecían en cada una de las ramas. Pensé entonces que los papás (los tíos, sobre todo) son quienes se encargan de cancelar los sueños. Aunque, el tío no había dicho nada más. Se concretó a decir que era el rocío. ¿Y qué era el rocío?