domingo, 13 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON UN PASEO POR LA FERIA DE LA VIDA




Querida Mariana: Encontré a Paco y a su papá en la Feria del Libro que organizó Coneculta, apenas el mes pasado. Paco es mi amigo y su papá fue mi maestro del cuarto grado de primaria, en la Fray Matías de Córdova. Impartía las materias que todo curso exige, pero, a la hora que ya la matemática nos había puesto como zanates acalorados, él nos decía que sacáramos nuestro cuaderno de dibujo y copiáramos lo que en el pizarrón dibujaba. Con una gran facilidad dibujaba un loro y luego, con gises de colores, le daba vida. Nosotros, muy aplicados y contentos por el respiro, nos empeñábamos en hacer nuestro trabajo lo mejor posible. No recuerdo que alguno de mis compañeros haya superado al maestro (a veces sucede que en un grupo aparece un Miguel Ángel que pinta mejor que el maestro), pero tampoco recuerdo que alguien haya pintado una mesa o una silla en lugar del loro. El loro que dibujábamos tenía panza de danta y cabeza de toro, pero era verde y estaba parado en una rama de árbol.
Ya luego supe que mi maestro Javier impartía clases de modelado en la escuela preparatoria y los muchachos se divertían modelando el loro en plastilina. Era la consecuencia lógica: pasar del plano, al mundo en tercera dimensión.
Mi niña, vos sabés que mi memoria es como un trozo de plastilina azul expuesta al sol del mediodía, pero conservo dos recuerdos de mi maestro Javier. El primero es el día en que nos dijo que guardáramos los útiles y nos acercáramos al escritorio de madera. Todos le hicimos caso (en ese tiempo, los alumnos respetábamos las indicaciones del maestro). Cuando todos estuvimos sentados en el piso, alrededor del escritorio, él sacó un radio portátil, forrado con una carcasa de piel en color café. La carcasa tenía muchos hoyitos en el lugar donde estaba la bocina. Prendió la radio, escuchamos el himno nacional y luego la transmisión del partido México-Francia, en el mítico estadio de Wembley. Era el 66 y en Inglaterra se celebraba el Mundial de Fútbol. A mí nunca me ha llamado la atención el fútbol, ni oído, ni visto, ni practicado, pero esa mañana me volví parte de ese grupo y grité a la hora que Enrique Borja anotó el gol del empate.
El otro recuerdo que tengo es la tarde en que, cinco o seis integrantes del equipo de básquetbol, fuimos a la casa del maestro Javier y le pedimos favor que nos pintara un águila en nuestras playeras. Él colocó todas las playeras sobre el escritorio que tenía en su estudio y, con gran habilidad, dibujó, con un plumón, la cabeza de un águila en cada playera blanca. Ya a nosotros nos tocó ponerles color con pintura café. Ahí fue donde estuvimos a punto de echar a perder el trazo magistral. La playera de Mario quedó como si el café de la taza la hubiese manchado.
Paco tiene la bendición de tener a su papá con vida. Así lo ha entendido. Siempre que puede se da el tiempo para acompañarlo. El día de la Feria del Libro los vi juntos. Mi maestro estaba con las manos agarradas por encima de su estómago, una actitud cotidiana en él. Si alguien no lo conoce, sabrá que ese rasgo lo describe a la perfección: un hombre ecuánime, casi sabio.
Querida mía, he escuchado muchas historias donde los hijos lamentan no haber estado más tiempo con sus padres. Paco es excepción a la regla. Paco, siempre que puede, va a casa de su papá y sale con él. Mi maestro disfruta la compañía del hijo, sigue modelando su figura. Casi puedo verlo, Paco aún es como un trozo de plastilina, pero ya casi es mármol y el maestro Javier es un Miguel Ángel que cincela el espíritu de su David.
Cada vez que veo a Paco al lado de su papá siento que un aire fresco, como pajarito, se para en mi árbol. Sonrío, porque los veo sonreír. Ellos modelan la vida y lo hacen de manera sosegada, con la actitud del sabio: ¡con las manos unidas al frente!