viernes, 4 de septiembre de 2015

LA MASCOTA MÁS RUIDOSA DEL MUNDO




Margarita recibió el regalo que pidió: una mascota, ¡un cuyo! Era como un vagón de tren de juguete, pero con una consistencia suave, con ojos como canicas negras. Como fue su regalo de cumpleaños, la mamá de la niña no pudo echarlo de casa cuando descubrió su problema: ¡era un cuyo pedorro! ¿Pedorro? Sí, pedorrón. Por fortuna, sus soplados poseían las tres características del agua: eran incoloros (se dice que los pedos de las marmotas expiden un aire gris), no tenían sabor y eran, ¡qué bueno!, inodoros. El problema era su sonoridad. Ah, los pedos de Cuyorrón (que así bautizó la niña a su mascota) sonaban como si una fragata inglesa lanzara salvas de diez cañones o como si el propio Big Ben enloqueciera y marcara una hora como si fueran doce.
La niña fue feliz cuando tuvo el animalito en su poder. El cuyo, en la palma de la mano de su ama, movió su nariz como si reconociera un campo lleno de flores. Ya en confianza caminó por su brazo y trepó al hombro. Ahí se quedó un buen rato. Margarita imaginó que su mascota quería decirle algo, como si en voz baja le dijera un secreto, pero lo que no tuvo en cuenta fue que Cuyorrón tuvo ganas de echarse un pedo. ¡Oh, Dios! El cuyo alzó la colita y se echó un sonorísimo soplado. La mamá, que lavaba un plato en la cocina, tiró el plato y corrió hacia el patio gritando: “Está temblando, está temblando”; el papá, que en ese momento estaba en el taller, al fondo del patio, se machucó un dedo con el martillo y, chupándose el dedo martillado, también corrió, saltando sobre un macizo de claveles. Padre y madre se encontraron a mitad del patio y se abrazaron; un segundo después se separaron, se quedaron viendo y, al unísono, preguntaron: “¿Y Margarita?”. Corrieron hacia la casa y ahí encontraron a su hija muerta de la risa. La niña se espantó al principio, porque ella escuchó el bombazo y su eco repetido en forma estruendosa, pero pasado el temor inicial le cogió un ataque de risa que pareció agradar al animalito, porque subió y bajó por el brazo de su ama, como si estuviera en un juego de tobogán. La mamá preguntó qué había sucedido y la niña contó. Sus papás no creyeron y tampoco dieron esta explicación a los dos vecinos que se acercaron a preguntar qué había sido ese estruendo que parecía haber salido de su casa.
Margarita entendió que su mascota era única en el mundo. Cuando el cuyo se echaba uno, los cristales de las casas vecinas se cimbraban como si en una montaña cercana una compañía carretera desintegrara rocas con explosivos o como si un cantante de ópera alcanzara las más altas notas.
La niña llevó su mascota a la escuela. La escondió muy bien, en un compartimento de la mochila. A la hora de matemáticas, sacó al cuyo y lo enseñó, debajo de los pupitres, con todos sus amigos. A la hora del recreo le dio migajas del pan de su sándwich y, cuando vio que el animalito paraba la colita, lo colocó debajo de su suéter. El animalito se echó un pedo sonorísimo, parecía feliz entre tanto niño. La maestra Eugenia, vestida con su suéter amarillo de siempre y con medias negras, se recargó en el tronco de un árbol, llamó al conserje y lo instruyó para que fuera al campo de entrenamiento a decirles a los integrante de la banda militar que no tocaran tan fuerte los tambores. Los amigos de Margarita disfrutaron esa muestra de poderío del pequeño animal.
Pronto, muchos vecinos se enteraron del prodigioso animal y de su habilidad. ¿Era posible programar al animal para que, por ejemplo, la noche del día de la Independencia, a la hora de la pirotecnia, él lanzara las salvas de honor? ¿El sonido espectacular podrían emplearlo como arma para ahuyentar a la plaga de zorros que azolaba la región? Como nunca falta el aprovechado que traduce todo acto a dólares, un hombre pensó que podía convertir al animal en una atracción espectacular. Imaginó estadios llenos de personas (cada boleto costaría un dólar) en espera del animal que, traído directamente del Amazonas, emite el sonido de mil monos aulladores. Pasen, pasen. Si antes de la creación todo estaba en silencio, ese animalito, de no más veinte centímetros de largo, emitía el sonido cuando el Big Bang explotó.
Así pues, una noche, un hombre se introdujo en la casa de los papás de Margarita y fue directo al cuarto de la niña y sacó al animalito que dormía plácidamente en su rueda de ejercitar. El animalito no pudo defenderse. ¿Cómo puede defenderse un cuyo que está atenazado en una manaza de un hombre de más de un metro con ochenta y cinco centímetros de estatura?
Al día siguiente, Margarita buscó a su mascota y no la halló. Sus papás lo buscaron por todas partes, en medio de los macizos de flores, tiraron toda la basura de los botes y subieron al techo, al lado del tiro de la chimenea. ¡Nada! Margarita no fue a la escuela ese día, dedicó toda la mañana en pegar, en los postes de luz, copias fotostáticas donde aparecía la foto del animal y el monto de la recompensa; mientras su papá fue a la estación de radio y a la emisora de televisión local para solicitar la ayuda de los moradores del pueblo. Toda la ciudad se preocupó, los niños y niñas decían: “Se robaron a Cuyorrón”. Los amigos más cercanos, después de las clases, fuero a casa de Margarita y le dijeron que organizarían brigadas para ir por toda la ciudad. Colocaron un plano sobre la mesa y se distribuyeron las zonas que marcaron con diferentes colores. Ya estaban a punto de salir a la calle cuando el papá de Margarita los detuvo. “No, no, niños, la ciudad es muy grande, no podrán dar con él”, y les explicó que la solución era simple, bastaría tener paciencia. El cuyo se echaría un pedo y todo mundo sabría dónde estaba retenido. Apenas acabó de decirlo cuando se escuchó un estruendo mayúsculo. Todos salieron a la calle, aplaudieron y escucharon con atención. Ahí estaba el animalito, sin querer, emitiendo su llamado de auxilio. ¡Ah!, nunca un pedo causó tal alegría a tanta gente. Dos policías echaron a andar las torretas de sus patrullas y se dirigieron al lugar de donde provenía esa andanada de salvas. Los vecinos de la casa donde estaba el epicentro del sonido acudieron de inmediato y hallaron al animalito encerrado en una jaula. Nadie más había en la casa. Después se supo que el secuestrador huyó del pueblo y olvidó sus sueños de grandeza.
Ahora, todo mundo está pendiente de la hora en que el animalito avienta sus salvas, es un poco como el grito de los vigilantes del siglo pasado que decían: “Las once y sereno”.