sábado, 26 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ESTÁ LLENA DE LUCES




Querida Mariana: ¿qué sucede cuando hierve el agua? El agua ¡toma vida! A mí me sorprende ver cómo el agua comienza a despertar, a levantar sus brazos, poco a poco, hasta que (si no quito el vaso de peltre de la flama) es capaz de rebosar como si fuese un volcán.
No sé cuál es el proceso físico que ocurre, pero advierto que una sola gota de agua no me demostraría ese poder. Imagino que coloco una gota de agua en un vaso y lo caliento. ¿Qué sucede con la gota? ¡Desaparece! ¡Se evapora! Una sola gota de agua no podría darme el goce de ese maravilloso espectáculo cuando el agua hierve. ¡Ah, qué demostración de poderío, a la hora que un poco de agua comienza a hervir!
Por eso son impresionantes los ríos caudalosos y los mares abiertos. Millones de caballos de carrera corren desaforados en los campos del agua.
Lo mismo sucede cuando un hombre se manifiesta. Es una imagen triste. Una vez vi una serie de fotografías donde un hombre se paró a mitad de una plaza con la bandera de México. El hombre protestaba contra algo, no recuerdo qué, pero esto no es relevante, en este país ¡hay tanto porqué protestar! El hombre ondeaba la bandera, algunos peatones lo miraban y seguían su camino. Dos policías se acercaron al hombre, uno tomó la bandera y el otro lo tomó del brazo (casi casi como si lo invitara a desalojar el área) y el hombre bajó la cabeza y siguió a los policías. El manifestante desapareció, ¡se evaporó!, como si fuese una sola gota de agua.
¡Qué diferencia cuando la que se manifiesta es una multitud! ¡Qué mar tan lleno de vida cuando los manifestantes son miles y miles! Las calles se llenan de personas que levantan los puños cerrados, que mueven las banderas de la patria y que gritan consignas que revelan su coraje y su desencanto. ¡Ah, qué ríos inundando las calles!
Una manifestación provoca molestia en todos los demás que están como espectadores. Esto ocurre así porque no es un espectáculo común. No es común que miles de personas salgan a la calle con un mismo objetivo. Por lo regular, las personas salen a las calles por motivos muy diferentes: María corre con su mochila para alcanzar el transporte escolar; Juan aún se anuda la corbata mientras camina de prisa para no llegar tarde a la oficina (el jefe es tan severo); Rosario, todavía con los tubos en la cabeza y abrochándose la bata, sale a despedir a su hija universitaria. Así, millones y millones de personas salen de sus casas para ir al templo, al mercado o a la cita con el novio. Acá sí hay diferencia entre una persona y una gota de agua. De manera autónoma, las personas se mueven, arden en la llama de la vida, porque son la llama misma, se funden en ese mismo fuego. Pero esto es así cuando muchas personas caminan por las calles. ¿Qué sucede cuando la noche llega y medio mundo ya está en casa? La persona, entonces, se convierte en gota, simple y solitaria gota. Si el destino así lo decide, la persona desaparece como gota de agua expuesta a la flama.
Vos sabés, niña mía, que soy escaso. Las multitudes me apabullan. Como dice la gente “me engento” cuando estoy en un lugar que concentra muchísimas personas. Cuando, por cuestiones de trabajo o por azar, debo estar metido en medio de una multitud, procuro alejarme del centro, me escabullo y me quedo en la periferia, un poco (¡qué pena!) como si quisiera ser gota ardiendo en forma solitaria. No obstante, entiendo que hay ocasiones en que debo unirme a conglomerados que, aunque sean pequeños, exigen la integración.
Mis pasiones en la vida son actividades solitarias. Por esto no me gusta el fútbol o los juegos en donde es necesario la participación de muchos. Asimismo no me gustan las fiestas particulares. ¡Ah, cómo sufro cuando alguien me invita a un cumpleaños en el salón “La reja” o en el salón “El Laurel”! Sufro desde que recibo la invitación. Pienso que sería muy bueno que quien tuvo la gentileza de invitarme ¡me ignorara! Pero entiendo que esa persona me invitó por afecto y entonces, ¡ay, Señor!, me siento comprometido a ir, aunque sea diez minutos. Pero estos diez minutos son como si estuviese en un potro de tormento, de esos que eran comunes en las salas de la Santa Inquisición. Se trata de entrar al salón; se trata de ver si (por casualidad) hay un conocido sentado en alguna de las mesas. Pero (siempre es así) cuando ubico a algún conocido; es decir, alguien con quien no me sentiré extranjero, cuando estoy a punto de ir a saludarlo, veo que llega otro compa, se abrazan y el recién llegado ocupa el lugar que me correspondía, el que era mío. Entonces no me queda más que sentarme en la primera silla que encuentro vacía, saludo. Los que están en la mesa responden a mi saludo, pero advierto (los miro en sus caras) que mi presencia no es agradable, casi lo contrario. Ellos estaban esperando a uno de sus conocidos. Las señoras tuercen la boca en signo inequívoco que he sido nombrado “persona non grata”; los señores fingen una sonrisa. Quienes están sentados a mis costados se ladean tantito, con lo que sus espaldas son como esos muros que levantan los gringos para que no pasen los indocumentados. Me convierto, en automático, en un indocumentado y sé que estoy en territorio extranjero. La plática que se da en la mesa redonda suena como si se desarrollara en chino y yo me voy sintiendo cucaracha. Es cuando me levanto y veo que mis vecinos se acomodan felices y las señoras botan sus sonrisas de piraña y retoman sus rostros de gansos dispuestos a gozar la fiesta de cumpleaños. Me levanto y voy entre las mesas, como si fuese en medio de un laberinto, y me topo con el cumpleañero, le doy un abrazo con todo mi cariño y pretexto que tengo una reunión urgente, digo que acabo de recibir una llamada telefónica del secretario particular del Primer Ministro y debo salir, de inmediato, hacia el aeropuerto de Tuxtla, para de ahí volar al Distrito Federal y de ahí a Londres. No sé si el cumpleañero lo cree o no, pero yo sí me lo creo, así que me despido y camino tropezando con las mesas. Los dejo ahí, con su festejo. Perdonen, me gustaría quedarme hasta la hora en que ya ustedes (señoras bonitas) tiran las zapatillas y se suben a bailar a las mesas; a la hora en que ya ustedes (señores apuestos) tataratean de bolos y se quedan viendo feo y se retan a golpes. Me gustaría acompañarlos, pero, qué pena, debo volar de inmediato con rumbo a Londres, me espera el Primer Ministro. ¡Uf!
Por eso, cuando debí estar en un festejo comprometedor y vi a don Robert sentado en una mesa redonda para doce y vacío el asiento a su lado, y él levantó la mano y me saludó, supe que ahí era yo bienvenido y él también estaría gustoso de estar conmigo. Y así fue. Estuve durante una hora (tiempo récord) y me sentí muy a gusto. Tal vez fue porque con don Robert no fui gota solitaria, sino agua solidaria. Él y yo fuimos compañeros de trabajo durante buen tiempo. Él fue encargado de hacer la limpieza y entregar oficios en el Pabellón Municipal, oficina en donde laboré. Me daba gusto verlo al entrar al pabellón. Antes de las ocho de la mañana él ya estaba, con el trapeador en la mano, cumpliendo con su labor. A las doce del día entraba a la oficina y limpiaba el escritorio y pasaba una escoba por los entresijos de las paredes para evitar la proliferación de telarañas, porque, ah, qué necias, las arañas disfrutaban mucho hacer sus puentes en la viga que daba sobre mi cabeza. Me encantaba el momento en que don Robert revisaba el basurero. El basurero de la oficina estaba colocado en una esquina distante como cuatro metros de la puerta. Don Robert tomaba el basurero de plástico, vaciaba el contenido en un contenedor que dejaba a la entrada de la puerta, entonces, yo suspendía mi labor, dispuesto a gozar el momento en que mi amigo, como si fuese un experto jugador de boliche, flexionaba sus piernas, llevaba su brazo derecho hacia atrás y, con el basurero apenas tocando el piso, extendía el brazo y soltaba el basurero que, como si fuese la bola de boliche, se desplazaba por el piso recién trapeado y quedaba justo en su lugar original. Yo aplaudía y don Robert sonreía, sabiendo que cumplía su trabajo con gran alegría. Sólo en una ocasión (de cientos) don Robert erró el tiro, el basurero chocó contra la pata del escritorio y no logró la chuza. ¡Qué paso, don Robert!, le dije y, bromeando, le concedí (¡pucha!) una última oportunidad. Don Robert levantó el basurero, caminó hasta la puerta, se concentró, cerró tantito los ojos, y soltó el brazo, el basurero se desplazó en línea recta y suspendió su movimiento dos centímetros antes de la pared: ¡Chuza, chuza!, gritamos ambos. Sonreímos. Casi estuve a punto de pararme y abrazarlo; casi a punto de invitarlo a subir al pódium de los vencedores y oírlo entonar el himno nacional mientras la bandera mexicana ondeaba en el pabellón en honor a don Robert, el campeón mundial del boliche con basureros de plástico.

Posdata: me gusta arder en la llama solitaria de Dios, pero, a veces, es un privilegio de la vida estar con gente amable y buena. Salud, don Robert, ¡salud!