lunes, 28 de septiembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY CALVOS RECICLADOS




Querida Mariana: La imagen es común y un poco indigna. Después de un partido Chivas-América hay aficionados que “pelonean” a otros. Con gran seriedad, casi casi como si se jugaran la vida, dicen: “Deudas de juego, son deudas de honor”. Y el cabello del perdedor cae al piso, como símbolo de que, de igual manera, “cayeron” los jugadores de su equipo favorito.
Llama mi atención ver cómo los aficionados no sólo apuestan dinero, casas o carros (un amigo me contó una vez que no sólo carros, que también mujeres. No quise creerle). Los aficionados también apuestan, como Sansones ingenuos, sus cabelleras. ¿De dónde proviene esa práctica? Debe venir de la lucha libre, donde algunos encuentros son ¡máscara contra cabellera! Los aficionados al fútbol no pueden apostar la máscara, a pesar de que, ya nos han dicho los sicólogos, estamos llenas de ellas. Los espectadores, parece, se quitan las máscaras al entrar al estadio; ¡ah!, las máscaras que la sociedad exige colocarnos en las oficinas, en los restaurantes y en los demás lugares donde tenemos un rol asignado. El estadio es el espacio para la catarsis, para embolarnos, para mentársela al árbitro y para orinar adentro de los vasos vacíos de cerveza y, a la hora del gol, aventarlo al graderío de abajo. Ya al otro día, en la oficina, los ejecutivos recuperarán sus máscaras y serán los alineados de siempre, de acuerdo al status asignado.
En los años setenta, las cabelleras largas de los muchachos eran símbolo de rebeldía. Los papás ponían el grito en el cielo (también los peluqueros, porque perdían clientes). Los setenteros andaban con pantalones acampanados, camisas floreadas y cabelleras larguísimas, pavoneándose por todos los corredores de la escuela preparatoria. Y ahí, ¡oh, Dios mío!, ocurría la mayor afrenta. Cuando iniciaba el ciclo escolar, los del segundo año hacían la novatada a los de primer ingreso, parte del jolgorio era cortarles el cabello. Vi, juro que vi, muchachos que, mientras caía su cabello (tijereteado), aguaban sus ojos. Vi, juro que vi, algunos de reciente ingreso tomar la máquina y pasárselas ellos mismos para que la afrenta no fuera tan severa. Al día siguiente ¡ni sombra de los chavos con cabello largo! Medio salón ostentaba las cabezas rapadas, al estilo de Yul Brynner. La mitad de esa mitad se ponía gorras para disimular la pelona, pero, a la hora del recreo, los del segundo año (muy pendientes) se las quitaban y las aventaban por encima del techo o les prendían fuego. Los novatos entendían que la calva debían mostrarla a los cuatro vientos hasta que la naturaleza (siempre generosa) hiciera el prodigio de sembrarles pelo de nuevo.
A mí, niña bonita, no me pelaron nunca. Esto fue porque el inicio del primer año de preparatoria lo cursé en la prepa de San Cristóbal de Las Casas. Como no hallé lugar en la matutina, me inscribí en la vespertina. Y en este horario mis compañeros eran personas mayores que no tenían la costumbre de hacer novatadas. Recuerdo, creo que ya te lo conté un día, a dos de mis compañeros que llevaban sus pachitas de trago en la bolsa interna de la chamarra y, con popotes, daban sorbos pequeños para mantenerse en calor. Con esto digo que ya era gente grande. Después de dos o tres meses regresé a Comitán y el doctor Elías Macal, director de la prepa de Comitán, me aceptó. La temporada de la novatada ya había quedado en el olvido, a mis compañeros del primer año ya les había salido cabello, pero uno de ellos no quiso esperar el principio del otro año para hacer la novatada con los de primer ingreso y dijo que yo debía estar pelón. Como siempre ocurre cuando la masa se impone, un grupo de cuatro cabroncitos dijo que sí, que debían pelarme así como ellos fueron pelados. Uno consiguió la tijera, mientras los otros me arrinconaron, pero (por fortuna) los cuatro abusivos comenzaron a gritar: ¡pelo, pelo, pelo! Esto hizo que el maestro Rey, que por ahí pasaba, se diera cuenta y amenazara con expulsarlos de inmediato si cometían su “fechoría”. El pelador guardó la tijera y los otros se escabulleron. Me gritaron “culero”, pero yo caminé como si fuese una dama a la que no podían tocar “ni con el pétalo de una rosa”. Mi cabellera siguió creciendo generosa y blonda. Meses después mis compañeros recuperaron sus cabelleras maravillosas y estuvimos al parejo. Mi amigo “El carracas”, que es tan malcriado, dice que “No me pelaron, ¡me la pelaron!”. ¡Ya conocés cómo es El carracas!
¿Por qué los aficionados apuestan sus cabelleras? ¿No están dispuestos a empeñar sus máscaras?