miércoles, 16 de septiembre de 2015

EL ALMA DE ALMA




La actriz Alma Muriel murió un día de 2014. Era un día luminoso, pero luego se enredó en una bufanda de neblina. Alma tenía que llamarse, como decir Mahatma (alma grande).
El edificio que acá se ve, era el edificio que veíamos todas las mañanas. En este edificio vivía Alma. Es un edificio que está en la calle Tlacotalpan, de la colonia Roma, en la Ciudad de México. Nosotros vivíamos en la casa del frente. Bastaba cruzar la calle para llegar a la banqueta donde, una mañana, vimos a Alma barrer. Ahora que acabo de escribir estas dos palabras “Alma barrer” pienso en cómo puede barrerse un alma.
¿Quiénes veíamos a Alma? Miguel, Enrique y yo, que habíamos ido a la Ciudad de México para estudiar en la universidad. Los tres en la UAM, de recentísima creación. Miguel en Xochimilco, Enrique en Azcapotzalco y yo en Iztapalapa. Después de un trimestre fallido, malogrado, me cambié a la UNAM y por ahí anduve cinco años, en la Facultad de Ingeniería.
El día que vimos a Alma fue prodigioso. El cuarto de Miguel daba, precisamente, frente a ese edificio. El cuarto nuestro daba a un patio interior. Miguel, la mañana del prodigio, entró corriendo a nuestro cuarto y nos dijo que fuéramos, rápido. Enrique y yo nos paramos y seguimos a Miguel por el pasillo hasta llegar a su cuarto. Se llevó un dedo a la boca, indicándonos que guardáramos silencio, y con su mano derecha nos convocó a acercarnos a la ventana. Así lo hicimos. En la banqueta de enfrente, una muchacha barría. Enrique fue el primero que descubrió de quién se trataba, dijo: “Es Alma Muriel”. Yo me pegué al cristal de la ventana y dije que sí, que era Alma. Nos quedamos en silencio, admirándola. A la distancia era una mujer común y corriente, con dos piernas, dos manos, un torso no muy generoso y una escoba, pero nosotros sabíamos que ella era como una diosa, era Alma, la famosa actriz. Nada dijimos. En Comitán habíamos visto su película “Bikinis y rock”, en donde, por consenso, nos quedamos con las imágenes de los bikinis.
Vimos a Alma barrer la banqueta, nos quedamos embobados, casi casi como si estuviésemos en el cine y la viéramos en una película (como sí la vimos después, ya en 1978, en la cinta “Amor Libre”, donde el asqueroso de Manuel Ojeda, muy galán, muy piloto de aeronave mexicana, la seduce y ella, tonta, mil veces tonta, cae redondita y deja que el Ojeda le meta la mano, y tal vez algo más, en la cabina de un avión, mientras vuelan quién sabe a dónde).
El otro día, por esas cosas de la nostalgia, entré a Google Maps y busqué la primera casa en donde Enrique, Miguel y yo vivimos en aquella ciudad. Y “caminando” a través de las cámaras de Google logré llegar al edificio de departamentos de Alma. Acá en este edificio vivió esa maravilla de mujer. ¿De qué murió en el 2014? No lo sé. El día que supe que había muerto estuve triste un rato. Ah, pensé, mi vecina se fue.
¿Por qué salía a barrer? ¿Qué nos quería decir? No sé si debo entenderlo como un acto de humildad o como un acto snob. Voto por lo primero. Y voto por lo primero, porque Alma no vivía en el Pedregal de San Ángel, ella vivía en un modesto edificio de la colonia Roma. Tal vez, muchos años después, ya con más paga vivió en otra colonia y en otra casa, dejó el modesto departamento de la Roma y fue a vivir a donde viven los artistas glamorosos, porque ella estuvo en medio del glamour, pero cuando la vimos una mañana barriendo la banqueta era tan común como nosotros.
Miguel dijo que bajáramos a pedirle un autógrafo, un poco para que, cuando regresáramos a Comitán, lo enseñáramos a los amigos y dijéramos que nosotros vivíamos frente a la casa de Alma Muriel. Enrique y yo fuimos al cuarto por un cuaderno y Miguel se adelantó, bajó las escaleras, cruzó el zaguán y salió a la calle. Alma ya no estaba. (Ahora que escribí “Alma ya no estaba”, algo se me quedó trabado en el teclado). Cuando Enrique y yo bajamos sólo encontramos a Miguel. Éste propuso que, la próxima vez, bajaríamos los tres con escobas y barreríamos nuestra banqueta, seguro que ella sonreiría y sería el pretexto ideal para acercarnos a platicar con ella. ¡Uf, sería grandioso estar cerca de Alma! Pero las clases en la UAM comenzaron y debíamos tomar nuestro camión temprano, en las tardes íbamos al boliche y luego al cine. A veces llegábamos tarde a la casa, tatarateando porque habíamos comido en algún restaurante de carnitas al estilo Michoacán y tomado cervezas y dos o tres cubas. Antes de meter la llave en la cerradura de la puerta mirábamos el edificio de Alma y Enrique proponía que le lleváramos serenata. ¿Lo imaginan -decía- que le diéramos una serenata con marimba? Cerrábamos los ojos tantito y lo imaginábamos, pero, como dijera doña Lolita Albores: “Caso hay”. Además no sabíamos en qué departamento vivía, tal vez su departamento era uno de los departamentos interiores. Ah, hubiera sido tan bonito que su departamento diera a la calle.
El otro día me ganó la nostalgia y caminé, virtualmente, por esa calle de Tlacotalpan, la calle de Alma Muriel.