domingo, 27 de septiembre de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA BENDECIDA CON AGUA DE LA PILA
En Comitán, el barrio de La Pila es proverbial. Acá aparecen elementos de dicho barrio: paredes, canales, agua, el frente de un auto y un hombre que se rasura.
La imagen sin el hombre sería una imagen común. La presencia del hombre le otorga una singularidad especial. El hombre tiene un espejo redondo en la mano izquierda y en la derecha tiene un rastrillo, de esos Bic (amarillo) que se consiguen por menos de lo que vale una tableta de manía.
Si los comitecos hiciéramos un ejercicio de imaginación e imagináramos que esta foto corresponde a mitad del siglo XX la única diferencia ostensible sería la del frente del auto, porque todo lo demás casi casi permanece intocado. Ya los canales de los chorros del agua han sido modificados, pero la tradición continúa y el sonido que se escucha cuando el agua cae es el mismo chachachá de entonces. Ahí, en donde está el auto estacionado, se “estacionaban” decenas de burritos que esperaban que sus dueños les colocaran los barriles llenos de agua, líquido que sería comprado en las casas de los ricos que vivían en el centro de la ciudad. Ahí, en donde está el auto, decenas de burreros chanceaban, platicaban los sucesos del día anterior, fumaban cigarros de manojito y, no faltaba uno que otro, bebían un poco de posh.
Ahora, en este lugar sólo se escucha el insistente caer del agua que, sin tregua, cae como una bendición. A veces, las personas llegan hasta los chorros y cierran los ojos y escuchan ese murmullo que viene de mucho tiempo atrás. Estos chorros de agua han servido para que los tojolabales se limpien los pies después de largas jornadas, para que se laven la cara y los brazos. Los indígenas se descalzan, dejan los caites al lado, suben los pies sobre los canales de cemento, llenan sus manos con agua de los chorros y se refriegan la piel, lo hacen con fuerza, pero con ternura, saben que esos pies y esas manos son sus compañeros a la hora de sembrar y a la hora de la cosecha. El ser humano y el agua aliados desde siempre. En Comitán, esta alianza se propicia sólo en La Pila, lugar de tránsito, lugar de origen. Nadie ha visto un hombre descalzarse al lado de la fuente del parque central.
Alguien podría decir que La Pila es el santuario donde los hombres y mujeres deben hacer un alto, bien para escuchar el canto del agua o para emplearla en el aseo personal. Y este hombre es lo que hace, se auxilia con el espejo y se humedece el rostro barbado con agua de La Pila. No es cualquier agua, es el agua que ha llenado de vida a este pueblo. El hombre coloca el rastrillo debajo del chorro, lo limpia y luego, de nuevo, lleva el rastrillo a su cara y, como si el chunche fuese una yunta, ara sobre su rostro de tierra y deja que el sol siembre la nueva semilla sobre su cara. Al final, el hombre guarda el rastrillo en su chamarra y, con ambas manos, reúne mucha agua fresca y se la echa en el rostro.
Esta agua ha acompañado a los comitecos durante mucho tiempo. Cae en forma constante, fluye eterna. A la hora que el campanero sube a la torre del templo y toca las campanas para convocar a misa, el agua también da el primer repique, el segundo toque y el tercero. También convoca a sus fieles a acercarse, a ser humilde y reconocer que esos chorros son como el sonido de una flauta líquida que canta un canto dedicado a Chac, la deidad maya. Hasta acá llegan los tojolabales y antes de subir al templo para pedir a Tata Lampo que llueva sobre las milpas, toman el agua y la invocan, así sacian su sed. Han caminado durante una larga jornada y acá es como si en el Santuario de Lourdes escucharan una ligera cascada que ayuda a cerrar los ojos y a meditar para oír el canto supremo de la vida, el canto ¡del agua!