sábado, 19 de marzo de 2016
CARTA A MARIANA, CON LUZ DE FLASH
Querida Mariana: Ahora todo mundo toma fotografías. Me gusta oír a la gente decir: “Tomar fotografías”, como si tomara agua o un trago de ron. Y es que la gente toma fotografías porque, así como necesita el agua para sobrevivir, necesita el recuerdo, la imagen que dé cuenta de los actos vividos.
El otro día hallé en mi archivo una fotografía que, alguna mañana, tomé en la ciudad de Las Margaritas. Llama mi atención que, como siempre, está la presencia del ser humano sin que necesariamente esté.
Me gusta, lo sabés, hacer lecturas de las fotografías. A final de cuentas todos los que vemos una imagen es lo primero que hacemos: una lectura. Las lecturas pueden ser semejantes, pero hay ocasiones en que son extremas.
A mí, de manera especial, me gusta imaginar qué hay detrás de ese instante. A veces, las fotografías son dramáticas por lo que callan. Armando Baldovino tiene una fotografía impresionante. La otra tarde, en su casa, me la enseñó. Se subió a una silla y bajó el álbum de la parte superior de un estante. La foto es muy sencilla. Me contó que se la tomaron en un viaje que hizo a la Ciudad de México. Armando está sentado en la banca de un parque (en Coyoacán), detrás de él caminan varias personas, pero sobresale una niña que lleva un globo azul en la mano. La imagen es muy bella, da una enorme tranquilidad. Armando me preguntó si veía algo extraño en la foto, dije que no. Armando entonces se paró, se puso junto a mí y, con su dedo índice, señaló a la niña del globo y me dijo que, uno o dos minutos después de la foto, escuchó un rechinido de llantas. Todo mundo volvió la vista y muchas personas corrieron hacia la calle lateral. Armando escuchó que alguien, en plena carrera, dijo que llamaran a la Cruz Roja, que una persona había sido atropellada. Se oyó, de nuevo, un rechinido de llantas. El automovilista estaba escapando. “¡Deténganlo, deténgalo!”, gritó una señora, mientras un grupo de personas se aglomeraba en torno a la persona que había sido atropellada. Armando me dijo que él prefiere no ver la tragedia, así que sólo alcanzó a ver desde lejos el amontonamiento de gente y oír la sirena de la ambulancia. Vio cómo un par de policías prohibía que la gente se acercara; vio el globo azul enredado en la fronda de un árbol del parque. Armando se sentó y oyó la conversación de un par de jóvenes que regresaba del círculo donde había quedado la persona atropellada. El muchacho dijo un lugar común: “Todo sucede en un instante”, mientras la muchacha asentía y comentaba: “Sí, pobre niña”. Armando supo que la atropellada había sido la niña del globo azul.
Yo quedé en silencio. Armando me preguntó si quería un refresco, sin esperar mi respuesta fue a la cocina, abrió el refrigerador y sacó dos refrescos de cola, regresó y me ofreció uno. Lo tomé (no sé por qué si yo no bebo coca cola, sólo agua). ¿Y qué pasó con la niña?, pregunté. Armando subió los hombros y dijo: “No sé, nunca me enteré”. Nos quedaremos con la duda permanente. Yo comenté, igual que el muchacho, un lugar común: Nunca sabemos lo que sucederá al instante siguiente.
Acá, en esta fotografía que tomé en Las Margaritas nadie puede asegurar que dos minutos después hubo algo que pudo ser tragedia. Nadie podría asegurar, por ejemplo, que el dueño de la motocicleta estuvo a punto de caer, justo a la hora que pasaba un automóvil; nadie podría asegurar que el pollo que está sobre la parrilla comenzó a quemarse.
El encanto de la fotografía reside en que “congela” un instante, pero permite imaginar el instante previo y el instante posterior.
Armando se sentó, abrió su refresco, tomó un sorbo largo, dejó el envase sobre la mesa y buscó, con avidez, en el álbum. Después de pasar dos o tres hojas sacó una fotografía y me la mostró. “Esta fotografía -dijo- me la tomaron en Puerto Vallarta. ¿Ves la chica que está detrás del señor que vende raspados?”. Vi a una chica con un short de mezclilla y cabello recogido en una cola. Armando, antes de que dijera que sí la veía, dijo: “Es Martha” (Martha es su esposa, mamá de sus tres hijos). Armando dijo que en el instante de la fotografía eran dos desconocidos. En la noche de ese día, ambos coincidieron en una discoteca y ahí se conocieron y días después comenzaron a salir hasta que se hicieron novios. Ya cuando eran novios, una tarde, revisando las fotografías es que se dieron cuenta de que esa mañana habían estado en el mismo lugar. ¿Cómo funciona el destino? ¡Nunca se sabe! Nadie podía pronosticar el accidente que sufrió la niña ni, tampoco, el instante gozoso en que Armando y Martha se conocerían.
Así como me gusta imaginar los instantes previos y los consecutivos de un instante fotográfico, de igual manera me encanta que los pueblos conserven sus identidades. Acá vemos un rasgo definitorio para seguir siendo auténticos: la preservación de los modismos y regionalismos. Quienes vivimos en esta región sabemos que así como a los comitecos nos dicen cositías, a los oriundos de Las Margaritas les dicen tzejeberos (esto como una extensión de la palabra tzejeb, que es una tortilla hecha de elote). Este negocio ayuda a que los margaritenses se reconozcan en el árbol auténtico de su cultura. El dueño bien pudo ponerle un nombre más “nice”, incluso emplear alguna palabra en inglés (como lo hacen muchos otros comerciantes, creyendo que con ello se vuelven parte del primer mundo). El término cositía se deriva de un rasgo lingüístico, nuestra propensión a usar el diminutivo para todo, en lugar de decir que tal cosa es bonita, decimos: “¡Qué cositía tan chula!”. El término tzejeb se deriva de un rasgo culinario. Los dos troncos son los que determinan la diferencia y la diferencia es la que sustenta el rasgo cultural. Lo hemos dicho hasta el cansancio, el día que todo sea uniforme nuestras culturas perecerán.
Por eso es que me gusta decir que “tomamos” fotografías y pensar que lo hacemos con la misma sed con la que tomamos el agua.
No sé si ya estás enterada: Hoy abren, en Plaza Las Flores, el “Tío Jul” (Tradición comiteca desde 1950). Ahí venderán tacos, chalupas, tortas, panes compuestos y, por supuesto, los riquísimos “Huesos de tío Jul”. ¿Mirás que esto va en el mismo camino que también camina el Tzeje-Pollo? Va en el mismo camino que una mañana el ingeniero Mauricio Nájera caminó con su franquicia de “Macharnudas”. Ahora sí, que como decía el antiguo anuncio de un grupo musical que se anunciaba de la siguiente manera: “De Yalchivol ¡para el mundo!”, el Tío Jul vuelve a colocarse en el lugar que siempre ha tenido. Al lado de la comida china, de la Pizza Domino’s y de la Burger King, los panes compuestos y las butifarras están codo con codo.
Antes, mucho antes de que Burger King se instalara en Comitán, dijimos que nuestro pueblo dejaría de tener su magia la tarde en que las hamburguesas desplazaran por completo a los panes compuestos. Dijimos que estaba bien que hubiese hamburguesas (¿y luego?), pero que jamás se cancelara el lugar donde se prepararan los panes compuestos. En todo el mundo hay hamburguesas, sólo en estos pueblos de Dios tenemos los panes compuestos (si se vale la ironía podemos decir que en todo el mundo hay panes descompuestos).
Hoy, sin duda, a la hora de la inauguración del Tío Jul habrá muchas fotografías. ¿Qué hay detrás de esos sueños? ¿Qué hay en los instantes posteriores? No lo sé. Lo que sé es que este instante permite apuntalar nuestra identidad. Estoy seguro que muchos visitantes de otros pueblos llegarán a la plaza y se sorprenderán al hallar un local que expende los antojitos tradicionales de nuestro pueblo. Hay muchas plazas en toda la república que, igual que ahora acá, al lado de las pizzas y de las hamburguesas y de los Subways, expenden comida tradicional local. Una vez entré a una plaza en Mérida y hallé taquitos de cochinita y sopa de lima. Mi acompañante me dijo que mejor fuéramos al mercado porque ahí estaba el sabor original, pero cuando probamos los tacos de cochinita hallamos que su sabor era muy digno y la sopa de lima (que es riquísima) tenía un nueve de calificación. Ojalá que los panes compuestos de esta nueva franquicia de la plaza tengan el sazón que nos merecemos los comitecos y nuestros visitantes.
Posdata: Antes que apareciera esta euforia por la fotografía que hoy se da, yo fui un hombre que amó la fotografía. Tuve una cámara más que digna, que Enrique hizo favor de comprarme en un viaje que realizó a Canadá. Desde entonces amo la fotografía, por lo que cuenta y (como en la buena literatura) por lo que oculta, por lo que es necesario cerrar los ojos para ver.
Me gusta que la gente “tome” fotografías con la misma sed con que toma un vaso de temperante acompañado con una tostada con chile en vinagre, tal como la preparaba la tía Elena, allá en el barrio de San Sebastián. Me gusta que el mundo no se quede con sed, con sed de registrar los instantes que nos regala la vida.