miércoles, 16 de marzo de 2016

SANZ





¿Y si fueras otro Alejandro, qué Alejandro serías?
No, no, no me gusta ese juego. Soy yo. No puedo ser otro.
¡Sólo como juego, vamos! ¿Serías Alejandro Magno?
¡No, no, Dios me libre! Magno suena como Catarata de Iguazú, como Cañón de Sumidero. ¡Monumental! No, no. A mí, lo sabés, me gusta lo modesto, lo que está detrás de la esquina, el pájaro que baja a buscar un gusano mínimo. Nunca veo hacia donde vuela el águila. No, Dios me libre.
¿Alejandro Volta? ¿Ser el inventor de la pila eléctrica? ¿Te parece?
No, no. No me gusta el encierro del laboratorio, ni el agua que abre otro cauce. Me gusta lo ya trillado, lo que reconozco desde siempre, el camino que caminé cogido de la mano de mi papá.
¡Ya, ya lo tengo! Alejandro Scopelli, seleccionado del equipo de fútbol de Argentina. ¡Imagina un estadio lleno coreando el gol que anotaste! ¿Tampoco? Bueno, sé que el fútbol no es tu pasión. ¿Qué entonces?
No, nada, así está bien. Ya dije que no me gusta este juego.
¿Sanz? ¿Alejandro Sanz, el cantante español? Imagina la tarde del 18 de abril, cientos, miles de jóvenes bajan del camión, estacionan sus autos, se atropellan en los andenes del Metro, suben las gradas y llegan a la explanada del estadio donde te presentas. El novio, con el brazo por el hombro de su chica, no puede enojarse porque ella lleva un cartel que dice: “Alejandro ¡te amo!”, no puede hacerlo porque no puede compararse contigo, tú eres Sanz, único entre millones y él es uno más de los millones.
A las seis de la tarde el estadio está lleno. Cincuenta, sesenta mil jóvenes esperan que tú salgas. Llegaron por ti. Hay un rumor de mar que se acrecienta conforme la hora de tu presentación se acerca. Las muchachas bonitas (miles) están llenas de una energía, como si fuesen parvadas de garzas surcando los cielos libres. Desearon tanto este instante, que ya está por llegar. Se tocan, sonríen, están pendientes del escenario donde las luces ya iluminan a los músicos. Ahí están ya, frente a los micrófonos, las integrantes del coro (tres muchachas de color negro, con minifalda y brazos descubiertos), ahí está el baterista (con la cabellera larga, a la usanza de los años setenta, que brilla como si fuese una cascada de trigo a mediodía), ya juega con las baquetas sobre las tarolas y tambores. Ya el maestro de ceremonia abre el micrófono y dice: “Con ustedes… (hace una pausa que parece eterna) ¡Alejandro Sanz!” y cincuenta, sesenta mil gargantas se abren y, como si fuesen cascadas, se abren con el agua del grito. El mar calmo de hace una hora se convierte en un mar en medio de un huracán. Miles de fans se llevan las manos a la cabeza y se jalan los cabellos a la hora que tú caminas por la mitad del escenario, a la hora que sales del fondo (a oscuras) y caminas bajo la luminosidad de un reflector que te sigue porque tú el personaje que miles y miles esperaban. El rayo de luz se abre a mitad del cielo y miles de muchachas bonitas levantan los brazos, gritan, lloran, se convulsionan como si fuesen fieles y estuviesen frente a Dios. Y la muchacha bonita del cartel lo saca y lo sube: “Alejandro, ¡te amo!”, sólo para darse cuenta que no es la única, que son cientos de ellas las que muestran el letrero por lo alto y son como banderas que quieren ser palomas y quieren llegar hasta ti. Y el escenario está ya completamente iluminado y tú comienzas a cantar, en medio del rebumbio que ellos, los que te adoran, lanzan por lo alto. Las muchachas mueven los brazos de un lado a otro, como si fuesen barcas a mitad del mar, lo hacen siguiendo el compás que impone el ejecutante del sax que se mueve para adelante y para atrás, mientras sopla y sus dedos, como si acariciaran una espalda, recorren los caminos donde el silencio se oculta temeroso de ser consumido por aquella tormenta donde una muchacha se sube a los hombros de su amado y levanta los brazos y los extiende como si quisiera ser árbol para tocar tu aire. Y tú, a mitad del escenario, levantas el micrófono, callas y dejas que miles y miles de bocas coreen la estrofa: “… porque eres mi amiga, amiga mía…”, y tú sonríes y cautivas a tus fans. Y cuando terminas la canción y el baterista somata la tarola como si pusiese un punto final (que es punto y seguido) los miles y miles de fanáticos se te entregan y tú, con un gesto ya conocido, te inclinas tantito, levantas los brazos y agradeces y disfrutas ese instante de una ovación que es casi infinita. Y como sabes que los tienes en la bolsa pronuncias el nombre del pueblo donde estás cantando y todos corean: “¡Alejandro, Alejandro!”.
Sí, le atiné, ¿verdad que quisieras ser Alejandro Sanz? Aunque fuera por una noche, no más. Saberte a mitad de un escenario, debajo de la luz de cientos de reflectores, amado por cincuenta, sesenta mil fanáticos que llegaron esa noche sólo para verte, sólo para oírte, sólo para decirte que eres grande, único.
¿Verdad que sí quisieras ser Alejandro Sanz? ¿Qué, tampoco? No te hagas, vi tu rostro iluminado a la hora que imaginabas serlo.
Sí, entiendo por qué no te gusta este juego: es triste saber que la realidad es otra. Lo sé. A veces yo también lo pienso. Es triste bajar de esa nube y toparte con el basurero donde vivimos día a día. Saber que nunca seremos como él, que jamás estaremos a mitad de un escenario siendo amado por miles y miles de personas, Pero, bueno, por eso, a veces juego a que soy otro y me emociono y, aunque sea un rato, dejo de ser la rata que soy y que se conforma con el queso que otro ha tirado. ¿Y si fueras otro, quién serías?