viernes, 11 de marzo de 2016

EN BLANCO Y NEGRO




El maestro Jorge Antonio leía en voz alta. Los niños hacíamos un semicírculo a su alrededor y oíamos. Los niños nos sentábamos en la primera fila, en el piso; las niñas, en la segunda fila, estaban sentadas en sillas. (Las feministas pelean todo, pero no colocan en la balanza algunos privilegios que las niñas de los años sesenta tenían con respecto a los niños.)
Dos ejercicios nos imponía el maestro. A mí me gustaba jugarlos (nunca me gustó el ejercicio físico). El primer juego era estar pendiente de la lectura del cuento. En el momento que el maestro indicaba, debíamos describir el contexto de la escena. El segundo juego era más difícil, pero divertido: debíamos cerrar los ojos y ver la escena en blanco y negro (a cada rato, el maestro nos decía que soñábamos en color).
El primer juego es un juego común. El segundo juego era un juego extraño. ¿Por qué el maestro Jorge nos forzaba a quitar color a las escenas y volverlas en blanco y negro, casi casi como si fuesen cuadros de las primeras películas, en blanco y negro y mudas? Nunca lo supe. No lo sabré.
El otro día fui con Liz a una terminal de combis (acá en Comitán) y me topé con la escena que se ve en esta fotografía. Recordé los cuentos que maestro Jorge Antonio nos leía. Los dos postes funcionaron como soporte de una puerta, en algún momento, pero ahora están ahí sólo como columnatas que detienen el polín que es la trabe que ayuda a sostener el techo. Me gustó la imagen. Imaginé que acá es muy difícil jugar a las escondidas. El letrero de la pared del fondo evita cualquier confusión: es una sala de espera, por eso la pared tiene en su base una banca corrida, de cemento.
Liz no quiso entrar. Me da miedo, dijo. Es como la escenografía de una película de terror, de fantasmas, agregó. Fue entonces cuando (yo, experto en escenas en blanco y negro) cerré los ojos y le quité color y quedó más solitaria aún, porque una fotografía en blanco y negro otorga nostalgia a los lugares. Una mancha negra resaltó en mi imagen: el respaldo de la banca. Esas manchas húmedas parecieron tomar vida. Liz dijo: “la suciedad de la pared es algo raro”. Mientras veía la imagen en color no había advertido eso, pero ahora que estaba en blanco y negro, y el negro de la suciedad resaltaba, pensé que tal desgaste era por la cantidad de gente que ahí se sienta: el sudor de las espaldas de campesinos y de mujeres que venden vegetales en canastos provoca tal desgaste. Pero cuando preguntamos con el boletero por qué todo mundo estaba sentado en las bancas de cemento del patio exterior tuvimos algo como un pinchazo en los nervios: “La gente no usa la sala de espera, quién sabe por qué. Ni cuando llueve. Cuando llueve, los pasajeros se meten debajo de la galera donde están estacionados los carros”. Liz me vio con una cara de “¿Ya viste?”. Ni cómo decirle a Liz que entráramos, que jugáramos como niños, que pasáramos por donde estaba la puerta y luego saliéramos por donde (se supone) hubo una pared.
No sé si esta sala la construyeron, más o menos, en los años sesenta; en los años que el maestro Jorge Antonio nos leía cuentos e historias de fantasmas en voz alta y nos obligaba a imaginar las escenas en blanco y negro.
“Tengo miedo”, dijo Liz. Me jaló y me llevó hasta el galpón de madera que funciona como puerto de salida y llegada de las camionetas. Ahí estaban concentrados los pasajeros. Liz señaló el cielo y me dijo que viera las nubes, pero yo tenía mi mirada fija en la sala de espera. Todo está carcomido: la orilla del piso, los polines de madera de pino, el respaldo del asiento empotrado en la pared.
Liz tiene razón, quien se sienta en esa sala de espera debe desesperarse con tanta humedad, con tanta soledad, con tanto blanco y negro. Por esto, los pasajeros se sientan en las bancas que están en el patio, a la luz del sol, ahí donde el color es un chal que sirve de cobija a todos.