viernes, 4 de marzo de 2016
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA LUZ ES DE CERA
Un hombre. Un espacio. Un tiempo. Acá está una persona mayor en el interior de un templo. El templo no es cualquier templo. Se sabe que hay ermitas que (Dios perdone) son más prestigiosas que otras. No es lo mismo el templo de San José en un pueblo polvoso que la Basílica de Guadalupe. Así pues, el templo donde está este hombre no es cualquier templo, es, nada más y nada menos, que el templo de San Caralampio (Tata Lampo, para los conocedores).
Un hombre humilde, porque está hincado y sólo los humildes se postran ante la potestad divina. Los soberbios gritan: ¡Dios no existe! Lo hacen de pie, con imprecaciones acompañadas por gestos semejantes a los que Hitler hacía al arengar a sus tropas.
Un espacio casi con vocación de jardín japonés por la ausencia de ornamentos. El templo de San Caralampio (acá se ve) tiene pocas imágenes. En esta fotografía se ven las columnatas sin mayor barroquismo ni sueño churrigueresco. Las columnas son blancas, como blanca, sin duda, la fe de este hombre.
Dije: un hombre, un espacio y un tiempo. ¿Qué sucede con el tiempo? Acá está detenido, no sólo por el prodigio de la fotografía que, se sabe, tiene la vocación de atrapar el instante como si éste fuera una mojarra tilapia. El tiempo está detenido porque la esperanza de este hombre está colocada en esa banda sin fin que es la esperanza.
Cortázar decía que la fotografía tiene la capacidad de decir más de lo que muestra; decía que el pie de un hombre que aparece en una esquina da la posibilidad de hacer muchas preguntas respecto de su presencia. Acá sucede lo mismo. Este hombre (¿se alcanza a distinguir?) pasa por su cuerpo una vela de cera, una de esas humildes velas que la gente prende en los altares para agradecer o para hacer una petición. ¿Cuál fue el ritual previo? Fue algo muy sencillo. El hombre entró al templo, entró solo. Se sabe que para presentarse ante la potestad divina es preferible ir sólo con el alma atravesada en el pecho. Sacó la vela de una de las bolsas de su chamarra (recién lavada, como para ir a una fiesta de cumpleaños) y la vela la pasó por los vestidos del santo.
Quien conoce el templo de San Caralampio sabe que la imagen principal está en el altar mayor, lugar de acceso difícil para los simples mortales, que no les queda más que hincarse, levantar la vista e implorar su protección. Pero, en la esquina inferior del altar siempre está una imagen a disposición de los fieles, al alcance de la mano. Esta imagen es más pequeña, casi el clon en miniatura. Ahí los fieles llegan, pasan y repasan sus manos. Esto fue lo que hizo el hombre de esta fotografía. Se persignó y pasó y repasó la vela sobre el vestido de San Caralampio y también la pasó por sus manos, por sus pies y por su pecho, muy cerca de donde está su corazón. No hizo algo más. Caminó hasta la mitad del templo y, apoyando sus manos contra el respaldo de una banca, se hincó, soltó un suspiro contenido, como si quisiese vaciar algo que le oprimía su espíritu y comenzó a rezar, en voz baja, casi casi como canto de tiuca tierna. La vela, que tenía en la mano derecha, la pasó por su cuello, lo hizo como si la vela fuera la mano de su mamá o la tosca mano de su papá en un acto que podría confundirse con una caricia. Pasó la vela por su rostro, lo hizo de arriba hacia abajo, luego la dejó, por un buen rato, a la altura de sus ojos. Sus labios se abrían como esclusa y soltaban parvadas de palabras con vuelo lento. Se hizo tantito hacia atrás y pasó la vela sobre su pecho, muy cerca de su corazón. El acto era como si la mano de San Caralampio tuviese su extensión en la vela y fuera el santo quien le untaba la pomada del sosiego en su cuerpo viejo y en su espíritu ya cansado.
El hombre era uno de los miles que, cada año, entran a agradecer un prodigio o pedir la gracia de un milagro, uno más. El espacio era la casa de Tata Lampo, el santo más querido de Comitán. ¿El tiempo? El tiempo era apenas un hilo de luz.