miércoles, 30 de marzo de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE RENACE UN ÁRBOL




Acá no se aprecia bien, pero la niña, cada vez que trenzaba la palma sacaba la lengua, como si saboreara su labor. Se aprecia (es imposible no advertirlo) que la niña disfruta el instante. Tal vez (imagino) en su comunidad (Aguacatenango) sube a los árboles y corta frutos que come trepada en las ramas y luego baja y reúne de nuevo a todas las ovejas y regresa a su casa donde hace la tarea que entregará al día siguiente.
Llamó mi atención que llegó y se sentó en el arriate (sucio) donde crece (asfixiado) un árbol que se bifurca en dos, como si fuese una horqueta. Llegó y sacó del costal una palma, la hizo en tiras y comenzó a tejer esas líneas que eran como cuerdas de luz. Cada vez que tejía (incluso desde el momento en que sacó la palma del costal) sacaba y metía la lengua, lo hacía como si saboreara algo delicioso, no lo hacía con la rotundez con que el camaleón o el sapo lo hacen a la hora que atrapan a una mosca, ¡no!, ella sacaba la lengua, apenas la punta, como si ello le sirviera a hacer su labor con mayor tino. Este acto involuntario también lo hacía mi abuela Esperanza a la hora que, con la aguja en su mano izquierda, trataba de pasar el hilo por el hueco de la aguja. El hilo, titubeante, sostenido con los dedos índice y pulgar tatarateaba como bolo frente al zaguán de la aguja y mi abuela ponía la punta de la lengua entre los labios y eso hacía el prodigio, porque al segundo intento el hilo entraba como Pedro por su casa. Lo mismo hacía Tono el ojo apagado a la hora que jugaba billar en Nevelandia, se estiraba sobre la mesa a fin de impulsar con el taco la bola blanca que pegaría a la número ocho que estaba ya casi al borde de la buchaca, ya no necesitaba mucho, bastaría con un ligero soplido para que la bola ocho cayera en el hueco, pero Tono, ojo apagado, a la hora que daba el impulso al taco sacaba la lengua en medio de sus labios.
La niña llegó y se sentó en medio del arriate de lajas. Lo hizo instintivamente, como si buscara en medio de tanto cemento y de tanta laja algo que la acercara a su lugar de origen. Los elementos tierra y árbol fueron como el sustento, como el pilar de su casa. En cuanto se sentó sacó sus pies de los huaraches, los colocó encima para que el aire jugara sabroso por encima de sus pies, pero que éstos no tocaran la laja, porque hacía tanto calor en esos días que la laja quemaba. Sus nalguitas sintieron la bendición de la tierra, de la tierra tibia y ella se puso a tejer, como si fuese la cosa más natural del mundo, porque ella continúa con la tradición.
Cada vez que una de las tiras de palma era como un gusano que pasaba del otro lado ella mojaba sus labios, tantito, con su lengua que, juguetona, como si fuese también una tira entraba y salía haciendo un tejido de luz en su boca.
Ella permaneció recostada sobre el árbol, jugando a tejer la palma, a formar figuras. Porque en el costal, el hato de palmas no era más que un amasijo con una forma dictada por el universo, pero en las manos de esta niña, la palma tomó otra forma, una más cercana al espíritu del hombre. Y así como hizo una cruz bien pudo haber hecho un sueño con forma de libro o con forma de chapulín, porque cuando cumplió con su tarea, cuando terminó de hacer su dotación de cruces para vender, ella como si se subiera a un árbol o a una nube hizo una figurita que parecía un carnero. Mariana bajó del corredor de la Casa de la Cultura y le dijo que se la compraba. La niña dudó. No creía que Mariana quisiera esa figura, pequeña, apenas visible, apenas con forma, pero estiró el brazo con la figura de palma a la hora que Mariana sacó un billete de cincuenta pesos y le dijo: “Te doy cincuenta”. La niña hizo el intercambio y a la hora que recibió el billete sacó la punta de la lengua y yo la vi como una mariposa libando la miel de una margarita.