sábado, 5 de marzo de 2016

CARTA A MARIANA CON SABOR A PALOMITAS (¿EN SERIO?)




Querida Mariana: Hoy está de moda decir que una película divertida es una “Película palomera”. ¿Por qué? Muy sencillo, porque medio mundo entra a la sala con su caja de palomitas. En el Comitán de 1984 no medio mundo compraba palomitas. Siendo como somos, los comitecos preferíamos las tortas y los tacos que preparaba la esposa del señor Pascacio (dueño de los cines) y vendían en la dulcería.
Te anexo la fotografía de un programa de ese año. ¿Alcanzás a leer, en un lateral, la “súplica” de no fumar en el interior de las salas? En ese tiempo no existía la prohibición de fumar en lugares cerrados, por eso se recomendaba no hacerlo, pero la gente sí lo hacía, vaya que lo hacía. Sobre todo en gayola (la parte de arriba) del Cine Comitán, porque si te das cuenta, en el Cine Comitán había dos precios: Luneta $90.00 y Anfiteatro $70.00. Las personas de menores recursos económicos entraban al Anfiteatro (nosotros le llamábamos gayola). El Anfiteatro no tenía butacas, sus asientos eran unas bancas corridas de madera. Ya podés imaginar el relajo sabroso que allá arriba se hacía. Los de Luneta se quejaban de que, a la hora que Santo subía al ring o a la hora que el sheriff perseguía al delincuente, en el tropel de un caballo blanco, y los asistentes se emocionaban, se paraban del asiento y chiflaban y aplaudían, algo como una lluvia caía desde la gayola (muchos juraban que eran orines). Los de gayola (tal vez en un coletazo de resentimiento social) aventaban los olotes que sobraban de los elotes asados que comían. En el Anfiteatro se fumaba más que en Luneta. De poco servía el empleado que, con una lámpara de mano, llegaba y reconvenía al fumador o al calenturiento que tenía la mano sobre las piernas de la novia. Esos tiempos eran diferentes a los actuales. Bueno, con decirte que también en los camiones de la Cristóbal Colón que viajaban al Distrito Federal (hoy Ciudad de México, de manera oficial) la gente fumaba sin reparo. Los no fumadores hacían cara de zorro cojo y abrían las ventanas laterales (que se abrían sin restricción). Esas ventanas laterales se abrían cuando el camión comenzaba a bajar y llegaba a Tuxtla Gutiérrez o, en la medianoche, cuando las mujeres de la costa oaxaqueña, al llegar a esos pueblos con casas también de ventanas abiertas y techos de láminas de zinc, ofrecían totopos, tamales y camarón seco. El Cine Comitán, como si fuese un camión de la Colón, tenía ventanales sobre una pared lateral. Estas ventanas permanecían cerradas mientras el sol iluminaba el pueblo, pero a la hora que la noche llegaba, un empleado del cine pasaba y las abría para ventilar la sala. ¿Aire acondicionado? ¡Ni soñarlo! Las ventilas, cuadradas, grandes, estaban cerradas con postigos de lámina y para abrirlas era necesario que el empleado jalara una cuerda que hacía que los postigos quedaran en forma horizontal, lo que permitía que el aire entrara a la sala. Era insuficiente ese aire, porque, sobre todo en domingo o funciones especiales, la sala (inmensa) se llenaba.
Los niños y jóvenes de hoy son hijos de las salas modernas, sobrinos consentidos de Cinépolis (la capital del cine). Ahora, medio mundo compra palomitas y se extasía ante los efectos especiales. Poco importa el argumento.
Bueno, también en aquellos años, quienes crecimos a la par del Cine Comitán y del Cine Montebello no teníamos mucho interés en las líneas argumentales. Nos divertíamos con las coplas que, en las cantinas, se disputaban Pedro Infante y Jorge Negrete. Sufríamos el permanente lloriqueo de Libertad Lamarque y la tristeza infinita de Sara García cuando los hijos se iban de casa. Disfrutábamos las canciones simplonas de Enrique Guzmán (el papá de Alejandra) y de César Costa. Sentíamos un escozor en los muslos cuando aparecía Meche Carreño y, poco a poco, se despojaba de sus prendas más íntimas. Quique dice que estoy enfermo porque disfruto, en demasía, ver los pechitos de las muchachas bonitas. No es enfermedad, es una simple inercia de lo que vivimos en el cine de esos tiempos. El Cine Comitán y el Cine Montebello fueron como las aulas experimentales donde tuvimos nuestros primeros acercamientos al misterio del sexo. Con nuestros padres estaba vedado hablar de ese misterio, los maestros se atragantaban cuando algún alumno preguntaba cómo nacían los bebés, y los amigos tenían información distorsionada. ¿Qué nos quedaba? Por fortuna nos quedaba el cine. Ahí, en la pantalla, las actrices y actores no tenían mucho reparo en mostrar sus cuerpos al desnudo, se besaban y acariciaban como si estuviesen tirados tranquilamente sobre la arena de las playas. Ya te conté que la primera vez que vi un pecho femenino fue una mañana en que los padres de familia de la escuela Fray Matías de Córdova presentaron una función a beneficio de la escuela. A las diez en punto, la mitad de la sala del Cine Comitán estaba llena de muchachitos dispuestos a gozar de la película en blanco y negro que, sin duda, programó Ricardo Saborío. La película que proyectaron fue “Viento negro”, con David Reynoso. La película es una obra maestra del cine mexicano, pero Saborío no contó (porque probablemente no tuvo tiempo para verla antes) que en una escena una mujer se baña y la cámara nos muestra sus pechos generosísimos. La sala se llenó de un silencio de piedra. Nadie dijo algo. Todos comenzamos a sudar de más, como si el desierto que se proyectaba en la pantalla se hubiese derramado y nos invadiera por completo. Ya imaginarás lo que eso nos significó. Teníamos ocho años. Al salir del cine nos sentíamos grandes, cuchicheábamos entre nosotros. Habíamos visto una mujer desnuda. Si antes reconocía en el cine una de las manifestaciones más bellas de la creación artística, a partir de ese día supe que ahí estaba la mejor escuela para descubrir el misterio del cuerpo de la mujer. Así que cuando había películas con Isela Vega no las perdía, las veía una y otra vez, porque, en ese tiempo existía algo que se llamaba “Permanencia Voluntaria”; es decir, entrabas a las cuatro y media de la tarde, veías la primera película, salías a la dulcería para comprar, regresabas a la sala para ver la segunda película y, si deseabas, te quedabas para ver de nuevo la primera o las dos. Claro, sólo los adultos se atrevían a esto, porque la segunda función terminaba más allá de las diez de la noche.
Roberto Román, documentalista chiapaneco, se ve, algún día, en la alfombra roja recibiendo el Óscar. Sueña en grande. En los años ochenta ningún director de cine mexicano soñaba con recibir el máximo reconocimiento mundial por su trabajo, como ya lo ha recibido el Negro Iñarritu, en la Dirección, o el Chivo Luvezky, en la fotografía. Y vaya que el cine mexicano tenía directores de excelencia, como el Indio Fernández, y fotógrafos de lujo, como Gabriel Figueroa. El Chivo e Iñarritu, sin duda, vienen de esa tradición; de esa tradición también viene Roberto. ¿Es bueno soñar con el Óscar? Sin duda, porque eso significa comprometerse a hacer un trabajo de calidad. Lo malo es que, como todo mundo, nuestros mejores creadores ya no miran hacia nuestro país, sino que ven hacia el Sueño Americano. Es una pena, pero nuestros artistas también se han vuelto casi casi mojados y dirigen su mirada a Estados Unidos de Norteamérica. Actualmente la entrega de los premios de la Academia de Cinematografía Mexicana ha quedado relegada. Ahora todo mundo sueña con igualar los méritos de Iñarritu. Nadie valora ya a las Diosas de Plata y a los Arieles que, en su momento, fueron reconocimientos buscados con gran ilusión. Iñarritu ya no trata temas mexicanos ni latinoamericanos. Con esto, nuestro cine ha perdido. Una de sus películas más aclamadas fue “Amores perros”. Esta película nos muestra una historia brutal muy cercana, con una temática de países tercermundistas. ¿Ahora qué filma el Negro? Filma hazañas épicas universales. Con ello el cine de Hollywood ha ganado, porque ya no sólo presenta películas bobaliconas y sosas, pero el cine de México ha perdido. Claro, los cinéfilos pueden decir que esto no es tan simple. Si nuestros mejores directores y mejores fotógrafos no filman acá no es por mero malinchismo, es porque, entre otras razones de peso, acá en este país (¡qué desgracia!) no se apoya el talento. Por esto, así como el Negro y el Chivo han tenido que emigrar, nuestros mejores científicos, pintores, escultores y demás fauna creativa buscan otros territorios.
El programa que acá anexo es una muestra de porqué el cine mexicano fue tan visto en toda Latinoamérica. En Comitán teníamos la balanza equilibrada. En el Cine Comitán exhibían películas mexicanas y en el Cine Montebello, películas extranjeras (sí, la mayoría eran producciones norteamericanas). Hoy, en todas las salas de las grandes cadenas de distribución cinematográfica el balance es negativo para el cine mexicano: la mayoría de películas que consumen los niños y jóvenes viene de Norteamérica, es comprensible, entonces, que ustedes vean hacia allá y menos hacia acá, hacia nuestro interior, hacia nuestro espíritu, hacia nuestra cultura.

Posdata: En el cine aprendí que nada es para siempre. Todo tiene un final, así como esta carta.