miércoles, 2 de marzo de 2016

MÁS QUE UN CHUCHO





Alfredo y yo caminábamos por la bajada de San Caralampio. Cuando vimos al perro que husmeaba por en medio de los barrotes del balcón dijimos al unísono: Jorge. Reímos.
El tío Armando decía que Jorge era “un chucho para comer”. Todo porque Jorge, en realidad, no comía ¡tragaba! Jorge creció bastante, tal vez porque cuando los demás comíamos un tamal él comía tres; nosotros comíamos un muslo de pollo él comía dos muslos y dos pechugas; tal vez porque cuando nosotros pedíamos dos pitaules, él pedía cinco o seis. A su lado nos sentíamos como ardillas al lado de un oso, del tamaño del oso que atacó al actor Leonardo Di Caprio en la película “Renacido”. Así que cuando ya teníamos edad de entrar a las cantinas y, con gran descaro, ejercíamos nuestro derecho a sentarnos frente una mesa a pedir una ronda de cervezas, nosotros seguimos corroborando que Jorge era chucho para comer porque casi casi nos dejaba sin botana, el tío comenzó a decir que Jorge era “chucho para beber”, porque también le entraba duro a las caguamas y cubas libres. Lo bueno es que nunca se emborrachaba porque para poder marear a aquel tonel eran necesarias muchas botellas de ron. El tío Armando se quejaba porque Jorge exigía dinero para sus cenas y para sus francachelas y el tío ya no podía mantenerlo. Así que una tarde lo llamó a Jorge a la sala, bajó el volumen del televisor y le puso un ultimátum: o dejaba de ser un chucho para tragar y para beber o se ponía a trabajar y mantenía su gula y su mal hábito. Jorge nos contó después que hizo una pausa en la que el papá se abanicó con el periódico, como tratando de echar aire a su burbuja de duda. El papá estaba seguro que había sido claro y enérgico y, por lo tanto, casi estaba seguro que la decisión del hijo se dirigiría al primer sendero: comer y beber con moderación. Pero Jorge, sólo para contrariar a su papá, le dijo que no se preocupara, que buscaría trabajo. Lo prometo, dijo. El papá, de todos modos, consideró ganar la partida y sonrió. Bien, dijo, golpeó sus manos en las rodillas y dio por terminada la sesión. Jorge se paró y le pidió al papá un préstamo, para “sobrevivir” mientras recibía su primera quincena. El papá refunfuñó, pero se hizo para atrás en el sofá, metió la mano en la bolsa y sacó la cartera. Conste, le advirtió, es un préstamo y le extendió un billete al hijo. Ese día (por primera vez) Jorge invitó las caguamas y los tacos de El cochinito, mientras veíamos la función de box, en la tele en blanco y negro.
Apostamos y perdimos la apuesta. Apostamos a que Jorge olvidaría su promesa. Perdimos, porque dos días después entró a la sala, despertó a su papá y le dijo que ya tenía trabajo, sería velador en un taller mecánico.
Apostamos y perdimos la apuesta. Apostamos a que la mamá de Jorge abogaría por él, lo amaba tanto. Perdimos, porque el papá, sin molestia, con mucho tacto, convenció a la mamá que eso le haría bien a su hijo.
Apostamos y perdimos la apuesta. Apostamos a que Jorge renunciaría a más tardar en un mes. Perdimos, porque Jorge cumplió con su trabajo en forma más que responsable. Una noche fuimos a acompañarlo, él puso una mesa en el centro del taller, en medio de autos con los cofres abiertos y en medio del olor a grasa y a gasolina. Nos invitó panes compuestos y huesos de tío Jul. Contra lo esperado, nos sorprendió porque sirvió en tres platos dos panes compuestos y un hueso e hizo la repartición como si fuese Jesús, en forma justa. ¿Había dejado de ser un chucho para comer? No, dijo, no, ¿cómo creen? Lo que sucede es que como debo estar despierto toda la noche, mi cena la reparto en cuatro tiempos. Cuando salimos del taller, como a la una de la mañana, Emilio dijo que le había confortado la declaración de Jorge. Yo asentí. Dije que de igual manera me sentí tranquilo cuando Jorge dijo que seguía siendo un chucho. Hasta ahora no sé por qué dije algo como eso.
Cuando vimos al perro husmeando por en medio de los barrotes del balcón, Alfredo y yo pensamos en Jorge al mismo tiempo. Alfredo me preguntó que si sabía cuántos hijos había tenido Jorge. Dije que no. Alfredo me contó que una vez lo encontró en Panabá, un pueblo de la península yucateca. Seguía siendo un chucho para comer y para beber. Cuando ya andaban medio bolos, Alfredo le dijo que él tenía dos hijos, una niña y un niño. Jorge metió sus dedos pulgares en el cinturón que rodeaba el generoso estómago y, con un gran orgullo, dijo que él tenía nueve hijos, siete niñas y dos varones. ¡No!, dije. ¡Sí!, dijo, Alfredo. Los dos pensamos lo mismo. Para todo ha sido un maravilloso chucho.