domingo, 27 de marzo de 2016
COMO UN HILO DE AGUA
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como gajo de deseo, y mujeres que son como chanclas del número ocho.
La mujer gajo del deseo, todas las tardes, saca la silla en la banqueta de su casa, se sienta y mira todo lo que pasa frente a ella. Ella sabe (es experta) que todo mueve al deseo, todo objeto, todo pensamiento, toda acción, toda palabra. Basta que el hombre que pasa en la banqueta de enfrente saque el pañuelo y se seque el cuello para que ella se sienta tocada. Así ha sido siempre, así es en cualquier lugar del mundo. La banqueta del pueblo sencillo puede ser el bulevar de París o los cafés al aire libre de Florencia o las dunas en el desierto de Gobi.
A la mujer gajo del deseo le molesta que alguien la interrumpa, le da dos vueltas de alambre de púas ver que alguien se acerca y pregunta si puede sentarse en el asiento vacío. ¡Estúpidos! ¿No se dan cuenta que ese asiento está vacío precisamente para que se sienta el hombre o mujer que ella elija?
Cuando la mujer gajo del deseo se sienta sobre la arena del desierto de Gobi y ve que un hombre monta un caballo, le basta ver el movimiento del jinete para saber que ahí está el fogón donde la brasa nunca duerme. Porque las dunas se parecen tanto al cuerpo humano, la más mínima curvatura alude a un pecho, a una nalga, al mínimo pliegue interno. El caballo extiende sus patas delanteras, como si fuese un río ansioso de agua. Hay tan poca agua en el desierto, el calor es tan intenso. La mujer gajo del deseo debe abrir sus piernas para que un poco de aire juegue en su entrepierna. Ella usa sus manos como si fuesen abanicos, coloca sus manos sobre sus rodillas y juega con ellas, mientras el jinete cabalga, en un movimiento de cámara lenta, sube, baja; el caballo extiende sus patas traseras y deja una estela de polvo y arena que nubla la visión y hace más bochornoso el ambiente.
A pesar del calor, la mujer gajo del deseo, se recuesta sobre la arena caliente. Su espalda y nalgas sienten esa mano de fuego que no quema, que es como una piedra de temazcal que suda con las gotas de agua que salen de su cuerpo.
La mujer gajo del deseo sabe que toda palabra despierta el fuego interno. Si está sentada frente a su amado, debajo de la sombrilla de un café al aire libre, y el mesero le presenta la carta, ella abre ésta y elige la primera palabra: ¡café!, y el mesero dice que tiene cappuccino y americano, pero la mujer está viendo por encima de la carta a su amado, sólo sus ojos aparecen como si fuesen dos lunas por encima del horizonte y el amado sabe que ella juega con él, le dijo: ¡café!, y él piensa, de inmediato, en el color de sus pezones abiertos como flor para la abeja. El mesero sigue con la libreta en una mano y el lápiz en otra, esperando que ella diga qué clase de café elige, se cambia de pie, mira hacia otra mesa. La mujer gajo del deseo cierra la carta, con ambas manos, la dobla como si orara y juntara sus manos, como si implorara la bendición para ese instante (porque ella sabe que todo es ritual, que todo alude al deseo), deja la carta sobre la mesa y sin dejar de ver a su amado dice: “cappuccino”. El mesero apunta, pero ya se dio cuenta que ella no le está hablando, que bien le puede pasar un té o un americano y ella no se fijará porque ella está viendo a su amado y le ha dicho, con voz de río lento: cappuccino, y él piensa en un monje, piensa que él viste como monje y que ella, con ambas manos, de la misma manera que cerró la carta, ahora las abre para que el milagro de la luz se dé.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un tenedor de plástico, y mujeres que son como un plato lleno de cáscaras de naranja.