domingo, 13 de marzo de 2016

EN LAS ALTURAS



Roxana y yo caminábamos por una calle de La Trinitaria. Era una mañana gris. Mirábamos las casas con sus sitios enormes. Yo comenté que ahora, cada vez más, las casas amplias son escasas. En el centro de Comitán las casas pierden los sitios porque levantan construcciones. Vi hacia la izquierda, donde estaba un sitio cercado con malla y Roxana, emocionada, dijo: “¡Mirá, mirá, qué bonito, el sol está saliendo!”. Vi a la derecha, donde su mano señalaba: En el pretil de una casa estaba pintado una flor y un sol, los dos amarillísimos de contento.
Los cielos de Comitán son limpios, azules. Eso dice la mayoría de enamorados de este pueblo. Doña Chayo, enamorada también, dice que ya los cielos no son iguales. Porque, explica doña Chayo, el cielo no sólo es el cielo. ¡A ver, a ver, ya no entendí! Sí, dice ella, mientras aparta los frijoles regados sobre el mantel de plástico. Mirá, dice, cuando vos vas de día de paseo, pongamos Uninajab, te tirás en un campo y mirás el cielo sin estorbos, pero cuando estás en tu casa o caminás por Comitán el cielo es como el frijol, tiene piedritas. Sigo sin entender, digo. Ay, dice, y se lleva las dos manos a las sienes, como si fuera una maestra que ya explicó la lección cinco veces y debe hacerlo una vez más. Cuando yo era chiquitía, dice, mirabas para arriba y mirabas las tejas, las vigas, los tinacos de asbesto, que tenían forma de cuch, y mirabas el cielo. ¿Entendés? Sí, dije, hasta acá voy bien. Bueno, bueno, cuando fui joven -continúa- el paisaje cambió. Las azoteas se llenaron de antenas para ver la televisión. Pero no pasó de ahí, esas antenas eran como güets trepados en los techos. Pero, llegó un día que alguien dijo que los tinacos de asbesto eran malos, que daban cáncer y ahí tenés a todo mundo cambiándolos por Rotoplas. Nuestro mundo cambió. Desde entonces, dijo doña Chayo, todo está como río contaminado, ya no me da ilusión mirar para arriba, todo negrea.
Doña Chayo quedó callada, siguió apartando los frijoles limpios. Ya había hecho un montón grande, como un volcancito. Me di cuenta que ambos mirábamos para abajo. Ella concentrada en su actividad y yo viendo sus manos, ya con manchas por la edad, manos huesudas, con venas resaltadas.
Roxana sacó su celular y tomó una fotografía de ese sol, en un día gris. “¿Bonito, verdad?”, me preguntó. Dije que sí y le platiqué lo que doña Chayo me había confiado. Sí, dijo Roxana, si mirás para el cielo mirás un rebaño de ovejas negras, pero plásticas y rollizas. Y comenzamos a contar los tinacos Rotoplas que hallábamos mientras caminábamos con rumbo al parque. ¡Uno!, ¡dos!...
¿Quién pintó ese sol y esa flor? ¡Qué Dios bendiga su corazón! Es como el mural de un jardín de niños, como esas telas que las maestras del kínder colocan en el periódico mural para celebrar la llegada de la primavera. Ese muro pintado otorga un tono delicado a la afrenta con que nos hiere la rotundez del tinaco.
Doña Chayo tiene razón. Una mañana, las azoteas perdieron su delicadeza y se convirtieron en bodegas de cientos de panzer, como si fuesen desechos de la segunda guerra mundial.
Antes de retirarnos del lugar hice el esfuerzo de imaginar que ese techo no tenía el tinaco. Vi una imagen más niña, más pura. Le dije a Roxana que viera la celosía hecha con los ladrillos en v. Dijo que era un diseño bien bonito. Dije que sí, permitía el paso de la luz y del aire. Al verlos así deduje que era una forma muy simple y, sin embargo, era, como Roxana dijo, un diseño limpio.
¡Catorce!, dijo Roxana. ¿Catorce qué? Catorce tinacos, bobo. Catorce tinacos hasta ahora. Yo había dejado de contabilizar tinacos. Ella había seguido. Habíamos caminado tres o cuatro calles y ella había contabilizado ya catorce tinacos negros.
Doña Chayo terminó de limpiar el frijol. Con las dos manos, como si fuesen una pala, levantó los frijoles y los echó en una olla de peltre. Me vio y dijo: “Bonita historia, quitaron los tinacos de asbesto porque daban cáncer y nos dejaron esos adefesios que nos ensombrecen el alma”. Se levantó y fue a la cocina. Desde ahí me dijo: “Vení, vení a ver el pastel que hice. ¿Querés un pedazo?”. Yo me levanté y fui a la cocina. Ahí, en la ventana, se miraba un edificio con antenas y tres tinacos Rotoplas. De fondo, el cielo de siempre, azulísimo, cola de ese pájaro que se llama azulejo.